Era muy de noche cuando llegó una patrulla del ejército a Quebrada Huariacca preguntando por el teniente-gobernador. Sonaban disparos de fusil y el aire de aromas naturales se llenó de olores extraños traídos de otras tierras. Los uniformes de invierno de la tropa se adherían a sus cuerpos despidiendo un vaho acre de sudores de caballo. La selva se puso quieta y silenciosa como esperando la lluvia y hasta el viento se refugió en lo más recóndito de la quebrada. Los colonos, sorprendidos en su sueño, comenzaron a prender antorchas y bajaron hacia el camino como un intermitente enjambre de luciérnagas.
-No queremos matar a nadie... -habló un sargento-. Tenemos la orden de decomisar todas las armas de la zona. Al que después se le encuentre con un arma... ¡se le fusila y listo!
Había inquietud en las miradas soñolientas de los campesinos que observaban con temor a los uniformados. Don Benito Santos, el teniente-gobernador, se comprometió con la tropa a que todas las armas serían entregadas. Por toda explicación le dijeron que era para prevenir una asonada comunista en aquella región. Junto con él caminaría la patrulla, casa por casa de los colonos, recogiendo las retrocargas y escopetas viejísimas con que cazaban. No sólo fueron armas lo que se llevaron, sino que hicieron matar una ternera para llevársela por pedazos a su guarnición, además de cargar con gallinas y chanchos ante la impotencia de sus propietarios. Fue así como Quebrada Huariacca se quedó sin armas de fuego.
El único que se salvó del decomiso fue Pedro Reyes, el dueño de la cantina de la zona. Enterró apresurado su carabina antes que la columna llegara, y no por intuición, sino por aviso de un comerciante errante que se emborrachaba en su negocio. Una nueva costumbre se haría crónica desde aquella fatídica visita de los cachacos: Ir a pedirle prestada el arma a Reyes.
-Don Pedrito, présteme su carabina pa’ tumbar chancho e’ monte...
-Don Pedro, el tigrillo se está comiendo las gallinas, présteme su arma.
Pronto empezaría a alquilar el arma a precios cada vez más fuertes. Fue por aquellos días que hizo su aparición un otorongo negro que se convertiría en el azote de la quebrada. El magro ganado doméstico de los colonos aparecía destrozado, desgajado y sin una gota de sangre cada mañana.
-Cómo sabe el animal cuando no hay escopeta, carajo...
Comentaba don Ramón Sánchez, hombre de respeto, con los vecinos que narraban entre sollozos la muerte de sus vacunos.
-No se sabe qué azote es peor... Primero los cachacos y después el tigre.
El felino hacía gala de su fuerza arrastrando toretes que lo triplicaban en peso a lo largo de varias cuadras. Silenciaba chanchos triturándoles el cogote entre sus fauces. Su mayor placer era romperle el cuello al ganado y beberse la sangre fresca del animal todavía vivo. El cuerpo, casi completo, quedaba para los carroñeros en algún lugar del campo.
Varios lo habían visto y jurarían, como don Ramón, que nunca hubo otro tan grande y tan hermoso. Pero con los machetes y rejones era imposible hacerle frente al animal. La gente se limitaba a ver con impotencia los restos de sus mejores vacas y chanchos desperdigados por las chacras.
Organizaron rondas de doce colonos armados con rejones y machete al cinto, pero la astucia del fiero siempre era mayor. Impusieron el sistema de los silbatos y el colono que sintiera el gemido de una de sus bestias, debería pasar la alarma a sus vecinos más próximos para que acudieran a perseguirle. Todo fue en vano. El otorongo se ponía a salvo en la selva virgen, desde donde acechaba los pasos de las rondas desconcertadas.
-Debemos ir a Huánuco pa' comprar escopetas. -sugirió don Ramón a la autoridad Benito Santos.
-No queremos a la tropa por acá de nuevo. -respondió.
-¿Y qué hacemos con el tigre?
-Pídanle su arma a Reyes... Que se las alquile...
Pero cada vez que el otorongo era cercado y acudían al negocio de Reyes, más tardaba en llegar el arma que el tigre en romper el cerco y huir al monte.
-Hay que hacer trampas. -comentaba la gente.
Una mañana, don Ramón Sánchez pidió ayuda a tres de sus vecinos más cercanos para cavar un hoyo profundo, casi un pozo. Tardaron hasta el ocaso sacando lampadas de tierra húmeda, creando una fosa de tres metros. La cubrieron de hojas de plátano y de una esterilla. Construyeron al día siguiente una reja de madera rudimentaria. Entrelazaron ramas fuertes y dejaron la armazón al lado del pozo cubierto. La ubicación era estratégica: al pie de la cerca del corral donde encerraba a los terneros.
-Ahora sí va a caer el muy astuto... -se dijo.
Comenzaría para él una secuela de noches de insomnio y de vigilia con el rejón calzado entre sus toscas manos de labriego. Consumió considerables cantidades de coca para no dormirse y fumó más de la cuenta. Luego de diez días de cansancio inútil, decidió que sus terneros no eran del gusto de la fiera y durmió normalmente. Correría otra semana sin novedad. No volvió a preocuparse del otorongo.
Una noche en que la cosecha del rocoto había agotado sus fuerzas y la lluvia convertía en lodazales las tierras de descanso, sintió ruidos extraños en el establo. Los becerros se inquietaban tratando de salir contra la mohosa cerca de troncos en un desesperado intento de huir. Corrió en la oscuridad con el machete en la diestra hacia la trampa y empujó sobre ella la armazón de maderos entrelazados que había preparado.
Su mujer le alcanzó una antorcha. Ante la luz irregular de la tea, resplandecían los ojos y el lomo brillante del predador. Tocó nervioso el silbato varias veces hasta que le contestaron de los predios vecinos. Para asegurar la reja de madera, colocó una enorme piedra encima.
A la media hora se veían hileras de antorchas dirigiéndose a los pagos de don Ramón. El tigre se hallaba en una sola posición, rígido y con la mirada hacia su posible salida. Cambió luego de actitud husmeando las paredes del cráter profundo. Quiso salir empujando la reja a saltos, pero se lo impedían los vecinos parados sobre el armatoste y la enorme piedra.
-¡Hay que matarlo de una vez! -gritó un colono.
-¡Tito! ... ¡anda tráy la carabina de Reyes! -le indicaron a un niño.
-¿Y si está cerrado el negocio?
-Tócale la puerta con piedra, pues, sonso... ¡Corre!
La algarabía era general. El azote de la quebrada había caído. Rígido y solemne, optaba por fingirse indiferente ante la muchedumbre que lo alumbraba con teas. Trajeron chacta para matizar la espera del arma. Tomaron y fumaron durante dos horas y el rifle no aparecía. Por fin llegó el niño jadeando.
-Dice que no presta, sino alquila... No quiere trato si nuay plata.
-Velo pues al desgraciado ese...
-Hay que usar los rejones.
-Con rejón nomas hay que matarlo...
-¡Clávenlo! -gritaba la gente.
Pero comprobarían que la longitud de las lanzas no era suficiente y el animal esquivaba con facilidad las estocadas. Hizo vanos intentos de empujar la armazón de palos y consiguió hacerles perder el equilibrio por un instante a los captores que se hallaban allí parados. Fue inútil.
-No se deja el tigre. Nuay cómo clavarlo.
-Pendejo, carajo...
-Dale pué...
Hasta que don Ramón se acordó del techo que había estado calafateando con brea esa tarde. Recordó cuando en Pucallpa vio a un crío meter la mano, por accidente, en la brea caliente: se la sacaron en esqueleto. “No quedó ni un miserable pedazo de carne en su mano”, pensó.
-¡Ya sé, burros!... ¡Lo mataremos con brea!... -exclamó.
Fueron a buscar el cilindro aún tibio y lo trajeron cargado en un palo. Prendieron fuego suficiente para un último hervor. El felino, mientras tanto, miraba sereno hacia el exterior.
-Ya está... ¡Ábranse de ahí!
Varias manos con trapos empujaron el cilindro hirviente para derramar el denso líquido sobre la reja que cubría la trampa. Se sintió un aullido potente, casi humano, y la fiera salió con reja y todo de un salto. El dolor había creado fuerzas descomunales en el animal. La sombra fugaz desapareció en la oscuridad de la noche y la selva se puso tan quieta y silenciosa como aquella vez que llegaron los soldados.
-No ha muerto... ¡Está vivo!
-Es el chullachaqui...
-El mismo demonio será...
-Anden cojudos... ¡Qué demonios ni qué carajos! ¡Busquen con las antorchas su rastro! -gritó don Ramón Sánchez.
Confirmarían después de corta búsqueda que los restos deformes del otorongo habían quedado pegados en cada obstáculo de su loca carrera por sobrevivir: una garra con el brazo pegados en un tronco de chonta, pedazos de piel con carne chamuscada en una roca. Y al final del regadero, en medio del monte, hallaron el espinazo con la cabeza desfigurada del que otrora fue un bello animal.
El azote había terminado.
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