¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once o doce años? Más bien serían trece,
porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me
atrevo a asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga
mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes
trastornos.
Si no recuerdo bien el «cuándo», por lo menos puedo decir con completa
exactitud el «cómo» empezó mi pasión a revelarse.
Gustábame mucho -después de que mi tía se largaba a la iglesia a hacer sus
devociones vespertinas- colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la
cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un
museo. Siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba
un olorcillo arcaico y discreto: el aroma de los abanicos de sándalo que
andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya;
mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos;
enseres de costura; un «ridículo» de terciopelo azul bordado de canutillo: un
rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones. Yo los
curioseaba y los volvía a su sitio. Pero un día -me acuerdo lo mismo que si
fuese hoy- en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de
rancio encaje, vi brillar un objeto dorado... Metí las manos, arrugué sin
querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que
mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la vidriera
y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse del fondo oscuro y
venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo no la había visto jamás
sino en mis sueños de adolescente, cuando los primeros estremecimientos de la
pubertad me causaban, al caer la tarde, vagas tristezas y anhelos indefinibles.
Podría la dama del retrato frisar en los veinte y pico; no era una virgencita
cándida, capullo a medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el
fulgor de la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios
carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y un
hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo juguetón de
Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo compacto a manera de piña
de bucles al lado de las sienes, y un cesto de trenzas en lo alto de la cabeza.
Este peinado antiguo, que arremangaba en la nuca, descubría toda la morbidez de
la fresca garganta, donde el hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave.
En cuanto al vestido...
Yo no acierto a resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos recatadas
de lo que son nuestras esposas, o si los confesores de antaño gastaban manga
más ancha que los de hogaño. Y me inclino a creer esto último, porque hará unos
sesenta años las hembras se preciaban de cristianas y devotas, y no
desobedecían a su director de conciencia en cosa tan grave y patente. Lo
indudable es que si en el día se presenta alguna señora con el traje de la dama
del retrato, ocasiona un motín, pues desde el talle (que nacía casi en el
sobaco) solo la velaban leves ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que
cubriendo, dos escándalos de nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de
perlas, no sin descansar antes en la tersa superficie del satinado escote. Con
el propio impudor se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados
por manos esculturales... Al decir «manos» no soy exacto, porque, en rigor,
solo una mano se veía, y ésa apretaba un pañuelo rico.
Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella
miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la respiración,
comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí y acullá estampas
que representaban mujeres bellas. Frecuentemente, en las Ilustraciones, en los
grabados mitológicos del comedor, en los escaparates de las tiendas, sucedía
que una línea gallarda, un contorno armonioso y elegante, cautivaba mis miradas
precozmente artísticas; pero la miniatura encontrada en el cajón de mi tía,
aparte de su gran gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital;
advertíase en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona
real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste hacía
adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios se desviaban
para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la ilusión, corría
alrededor del marco una orla de cabellos naturales castaños, ondeados y
sedosos, que habían crecido en las sienes del original. Lo dicho: aquello, más
que copia, era reflejo de persona viva, de la cual sólo me separaba un muro de
vidrio... Puse la mano en él, lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el
calor de la misteriosa deidad se comunicaba a mis labios y circulaba por mis
venas.
Estando en esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de
sus rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve tiempo
no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y arrimarme a la
vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada sospechosa.
Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
recrudecido el catarro, ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me preguntó si
le había revuelto los cajones, según costumbre.
Después, sonriéndose con picardía:
-Aguarda, aguarda -añadió-, voy a darte algo... que te chuparás los dedos.
Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho, tres o cuatro
bolitas de goma adheridas, como aplastadas, que me infundieron asco.
La estampa de mi tía no convidaba a que uno abriese la boca y se zampase el
confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos más de
los justo, unos asomos de bigote o cerdas sobre la hundida boca, la raya de
tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las sienes amarillas,
un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo cuando está de buen humor...
Vamos que yo no tomaba las bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación, una protesta
varonil se alzó en mí, y declaré con energía:
-No quiero, no quiero.
-¿No quieres? ¡Gran
milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
-Ya no soy ningún chiquillo -exclamé creciéndome, empinándome en la punta
de los pies- y no me gustan las golosinas.
La tía me miró entre bondadosa e irónica, y al fin, cediendo a la gracia
que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se besaban
barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos arrugas, o mejor,
dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en mejillas y párpados. Al
mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le columpiaban con las sacudidas de la
risa, hasta que al fin vino la tos a interrumpir las carcajadas, y entre risas
y tos, involuntariamente, la vieja me regó la cara con un rocío de saliva...
Humillado y lleno de repugnancia, huí a escape y no paré hasta el cuarto de mi
madre, donde me lavé con agua y jabón, y me di a pensar en la dama del retrato.
Y desde aquel punto y hora ya no acerté a separar mi pensamiento de ella.
Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar la
miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A fuerza de mirarla,
figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la -voluptuosa penumbra de
las pestañas, se fijaban en los míos, y que su blanco pecho respiraba
afanosamente. Me llegó a dar vergüenza besarla, imaginando que se enojaba de mi
osadía, y solo la apretaba contra el corazón o arrimaba a ella el rostro. Todas
mis acciones y pensamientos se referían a la dama; tenía con ella extraños
refinamientos y delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y
abrir el codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como vi después
que suele hacerse para acudir a las citas amorosas.
Me sucedía a menudo encontrar en la calle a otros niños de mi edad, muy
armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, retratos y
flores, preguntándome si yo no escogería también «mi niña» con quien cartearme.
Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la lengua, y solo les contestaba
con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedían parecer acerca de la
belleza de sus damiselillas, me encogía de hombros y las calificaba desdeñosamente
de feas y fachas.
Ocurrió cierto domingo que fui a jugar a casa de unas primitas mías, muy
graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba a los quince. Estábamos muy
entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las chiquillas, la
menor, doce primaveras a lo sumo, disimuladamente me cogió la mano, y,
conmovidísima, colorada como una fresa, me dijo al oído:
-Toma.
Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca, y
vi que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se apartaba
sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un puritanismo digno
del casto José, grité a mi vez:
-¡Toma!
Y le arrojé el capullo a la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
llorosa y de morros conmigo, y que aún a estas fechas, que se ha casado y tiene
tres hijos, probablemente no me ha perdonado.
Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos o tres horas que
entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví, por fin, a
guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día escondiéndome de la
gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen.
Se me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía
todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería rascarme una
pulga, atarme un calcetín o cualquier otra cosa menos conforme con el idealismo
de mi amor purísimo, sacaba primero la miniatura, la depositaba en sitio seguro
y después me juzgaba libre de hacer lo que más me conviniese.
En fin, desde que hube consumado el robo, no cabía en mí; de noche lo
escondía bajo la almohada y me dormía en actitud de defenderlo; el retrato
quedaba vuelto hacia la pared, yo hacia la parte de afuera, y despertaba mil
veces con temor de que viniesen a arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de
debajo de la almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla
izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados adornos
del marco.
El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama del
retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones, viva, airosa,
afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme a su palacio, en un carruaje
de blandos almohadones. Con dulce autoridad me hacía sentar a sus pies en un
cojín y me pasaba la torneada mano por la cabeza, acariciándome la frente, los
ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un gran misal, o tocaba el laúd, y ella
se dignaba sonreírse agradeciéndome el placer que le causaban mis canciones y
lecturas. En fin: las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya
era paje, ya trovador.
Con todas estas imaginaciones, el caso es que fui adelgazando de un modo
notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.
-En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante -dijo mi
padre, que solía leer libros de Medicina y estudiaba con recelo las ojeras
oscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y, sobre todo, la
completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
-Juega, chiquillo; come, chiquillo -solían decirme.
Y yo les contestaba con abatimiento:
-No tengo ganas.
Empezaron a discurrirme distracciones. Me ofrecieron llevarme al teatro; me
suspendieron los estudios y diéronme a beber leche recién ordeñada y espumosa.
Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua fría, para
fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa, o por las mañanas
cuando iba a su alcoba a darle los buenos días, me miraba fijamente un rato y a
veces sus manos se escurrían por mi espinazo abajo, palpando y tentando mis
vértebras. Yo bajaba hipócritamente los ojos, resuelto a dejarme morir antes
que confesar el delito. En librándome de la cariñosa fiscalización de la
familia, ya estaba con mi dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme a
ella acordé suprimir el frío cristal: vacilé al ir a ponerlo en obra. Al cabo
pudo más el amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y
con gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de
marfil. Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona viviente la
que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se apoderó de mí, y
quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la miniatura.
Cuando recobré el conocimiento vi a mi padre, a mi madre, a mi tía, todos
inclinados hacia mí con sumo interés. Leí en sus caras el asombro y el susto.
Mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
-Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y yo,
maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
-Pero, chiquillo.... ¡suelta, que lo echas a perder! -exclamaba ella-. ¿No
ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... Yo te lo enseñaré cuantas
veces quieras; pero no lo estropees. Suelta, que le haces daño.
-Dejáselo -suplicaba mi madre-, el niño está malito.
-¡Pues no faltaba más!-contestó la solterona-. ¡Dejarlo! ¿Y quién hace otro
como ese... ni quién me vuelve a mí los tiempos aquellos? ¡Hoy en día nadie
pinta miniaturas!... Eso se acabó... Y yo también me acabé y no soy lo que ahí
aparece!
Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé cómo
pude articular:
-Usted... El retrato.... es usted...
-¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! Veintiséis años son más bonitos
que..., que.... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; nadie ha de
robármelos.
Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez. Lo cierto es que mi padre
me llevó en brazos a la cama y me hizo tragar unas cucharadas de oporto.
Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.
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