Había una vez un matrimonio que tenía
un solo hijo. El hombre sembró la más hermosa papa en una tierra que estaba
lejos de la casa que habitaban. En esas tierras la papa crecía lozana. Sólo él
poseía esa excelsa clase de semilla. Empero, todas las noches, los ladrones
arrancaban las matas de este sembrado, y robaban los hermosos frutos. Entonces
el padre y la madre llamaron a su joven hijo, y le dijeron:
-No es posible que teniendo un hijo joven y fuerte
como tú, los ladrones se lleven todas nuestras papas. Anda a vigilar nuestro
campo. Duerme junto a la chácara y ataja a los ladrones.
El joven marchó a cuidar el sembrado.
Y pasaron tres noches. La primera, el joven la pasó
despierto, mirando las papas, sin dormir. Sólo al rayar la aurora le venció el
sueño, y se quedó dormido. Fue en ese instante en que los ladrones entraron a
la chácara, y escarbaron las papas. En vista de su fracaso, el mozo tuvo que ir
a la casa de sus padres a contarles lo sucedido. Al oír el relato sus padres le
contestaron:
-Por esta vez te perdonamos. Vuelve y vigila mejor.
Regresó el joven. Estuvo vigilando el sembrado con los
ojos bien abiertos. Y justo, a la medianoche, pestañeó un instante. En ese
instante los ladrones ingresaron al campo. Despertó el mozo y vigiló hasta la
mañana. No vio ningún ladrón. Pero al amanecer tuvo que ir a la casa de sus
padres a darles cuenta del nuevo robo. Y les dijo:
-A pesar de que estuve vigilante toda la noche, los
ladrones me burlaron tan sólo en el instante en que a la medianoche cerré los
ojos.
Al oír este relato los padres le contestaron:
-¡Ajá! ¿Quién ha de creer que robaron cuando tú
estabas mirando? Habrás ido a buscar mujeres, te habrás ido a divertir.
Diciendo esto lo apalearon y le insultaron largo rato.
Así, muy aporreado, al día siguiente, lo enviaron nuevamente a la chacra.
-Ahora comprenderás cómo queremos que vigiles -le
dijeron.
El joven volvió a la tarea. Desde el instante en que
llegó a la orilla del sembrado estuvo mirando el campo, inmóvil y atento. Esa
noche la luna era brillante. Hasta la alborada estuvo contemplando los
contornos del papal; así, mientras veía, le temblaron los ojos, y se adormiló
unos instantes. En esa ráfaga de sueño que tuvo, mientras pestañeaba el mozo,
una multitud de hermosísimas jóvenes, princesas y niñas blancas poblaron el
sembrado. Sus rostros eran como flores, sus cabelleras brillaban como el oro; eran
mujeres vestidas de plata. Todas juntas, muy de prisa, se dedicaron a escarbar
las papas. Tomando la apariencia de princesas eran estrellas, que bajaron del
altísimo cielo.
El joven despertó entonces, y al contemplar la chácara
exclamó:
-¡Oh! ¿De qué manera podría yo apoderarme de tan
bellísimas niñas? ¿Y, cómo es posible que siendo tan hermosas y radiantes
puedan dedicarse a tan bajo menester?
Pero, mientras esto decía, su corazón casi estallaba
de amor. Y pensó para sí.
-¿No podría, por ventura, reservar para mí siquiera
una parejita de esas beldades?
Y saltó a todo vuelo sobre las hermosas ladronas. Sólo
en el último instante, y a duras penas, pudo apresar a una de ellas. Las demás
se elevaron al cielo, como luces que se mueren.
Y a la estrella que pudo apresar le dijo, enojado:
-¿Con que erais vosotras las que robabais los
sembrados de mi padre? -Diciéndole esto la llevó a la choza. Y no le dijo más
acerca del robo. Pero luego agregó:
-¡Quédate conmigo; serás mi esposa!
La joven no aceptó. Estaba llena de temor y rogó al
muchacho:
-¡Suéltame, suéltame! ¡Ten piedad! Mira que mis
hermanos le avisarán a mis padres. Yo te devolveré todas las papas que te hemos
robado. No me obligues a vivir en la tierra.
El mozo no dio oídos a los ruegos de la hermosa niña.
La retuvo en sus manos. Pero decidió no volver a la casa de sus padres. Se
quedó con la estrella en la choza que había junto al sembrado.
Entre tanto, los padres pensaban: “Le habrán vuelto a
robar las papas a ese inútil; no pueden haber otros motivos para que no se
presente aquí.”
Y como tardaba, la madre decidió llevarle comida al
campo, y averiguar de él. Desde la choza, el muchacho y la niña atisbaban el
camino. En cuanto vieron a la madre, la joven dijo al mozo:
-De ninguna manera puedes mostrarme, ni a tu padre ni
a tu madre.
Entonces el joven corrió a dar alcance a su madre, y
le gritó desde lejos:
-¡No, mamá; no te acerques más! ¡Espérame atrás,
atrás!
Y recibiendo la comida en aquel lugar, tras la choza,
llevó los alimentos a la princesa. La madre se volvió apenas hubo entregado el
fiambre. Cuando llegó a su casa, contó a su esposo:
-Así es como nuestro hijo ha aprisionado a una ladrona
de papas que bajó de los cielos. Es así como la cuida en la choza. Y con ella
dice que se casará. No permite que nadie se aproxime a su choza.
Entre tanto el joven pretendía engañar a la doncella.
Y le decía:
-Ahora que es de noche, vamos a mi casa.
Pero la princesa insistía:
-De ninguna manera deben verme tus padres, ni puedo
encontrarme con ellos.
Sin embargo el mozo la engañó, diciéndole:
-Otra es mi casa.
Y durante la noche la llevó por el camino.
De este modo, y sin que ella quisiera, la hizo entrar
al hogar de sus mayores y la mostró a sus padres. Los padres recibieron
asombrados a esa criatura, de tal manera luminosa y bella que la palabra no es
capaz de describirla. La cuidaron y criaron, teniéndola muy bien amada. Sin
embargo, no la dejaban salir. Y nadie la conoció ni vio.
Y ya hacía mucho tiempo que la princesa vivía con los
padres del joven. Llegó a estar encinta y dio a luz. Mas la criatura murió, sin
saberse por qué, misteriosamente.
La ropa luminosa de la joven la guardaban encerrada. A
ella la vestían de ropas comunes; y así la criaban.
Cierto día, el joven fue a trabajar lejos de la casa;
y mientras estaba fuera, la niña pudo salir, haciendo como que sólo iba por ahí
cerca. Y se volvió a los cielos.
El mozo llega a su casa. Pregunta por su mujer. No la
encuentra. Y como ve que ella ha desaparecido, suelta el llanto.
Cuentan que vagó por los montes, llorando con locura,
sonámbulo, enajenado, caminando por todas partes. Y en una de las cimas
solitarias a donde llegó se encontró con un cóndor divino. Entonces el cóndor
le dijo:
-Joven, ¿por qué causa lloras de esta suerte?
Y el mozo le contó su vida.
-He aquí, señor, que era mía la mujer más hermosa.
Ahora no sé por qué caminos ha partido. Estoy extraviado. Temo que haya huido a
los cielos de donde vino.
Y cuando dijo esto, el cóndor le respondió:
-No llores, joven. Es cierto; ella ha vuelto al alto
cielo. Pero, si quisieras y es tanta tu desventura, yo te cargaré hasta ese
mundo. Sólo te pido que me traigas dos llamas. Una para devorarla aquí, la otra
para el camino.
-Muy bien, señor –contestó el mozo-. Yo te traeré las
dos llamas que me pides. Te ruego esperarme en este mismo sitio.
E inmediatamente se dirigió a su casa en busca de las
llamas. Luego que llegó, dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: voy en busca de mi esposa. He
encontrado a quien puede llevarme hasta el lugar donde ella se encuentra. Sólo
pide dos llamas en pago de tan gran favor; y voy a llevárselas ahora mismo.
Y cargó las dos llamas para el cóndor. El cóndor
devoró inmediatamente una, hasta el hueso de los huesos, arrancando las carnes
con su propio pico. A la otra la hizo degollar con el joven, para comerla en el
camino. E hizo que el mozo se echara la res degollada en las espaldas; luego le
ordenó que subiera sobre una roca; cargó al joven, y le hizo esta advertencia:
-Has de cerrar y apretar los párpados; por ninguna
causa abrirás los ojos. Y cada vez que yo te diga: “¡Carne!”, me pondrás en el
pico un trozo de la llama.
Luego el cóndor levantó el vuelo.
El hombre obedeció y no abrió los ojos en ningún
instante; tenía los párpados cerrados y duros. “¡Carne!”, pedía el Mallku, y
luego el mozo cortaba grandes trozos de llama y le metía en el pico. Pero en lo
más raudo del viaje, se acabó el fiambre. Antes de alzar vuelo, el cóndor le
había advertido al joven: “Si cuando diga ¡Carne! no me pones carne en el pico,
donde quiera que estemos, te soltaré”. Ante ese temor, el joven empezó a
cortarse trozos de su pantorrilla. Cada vez que el cóndor le pedía carne, le
servía las raciones de su propia carne. Así, a costa de su sangre, consiguió
que el cóndor le hiciera llegar hasta el cielo. Y se cuenta que tardaron tres
años en elevarse a tan gran altura.
Cuando llegaron, el cóndor descansó un rato; luego
volvió a cargar al joven y voló hasta la orilla de un mar lejano. Allí le dijo
al mozo:
-Ahora, mi querido, báñate en este mar.
El joven se bañó en seguida. Y también el cóndor se
bañó.
Ambos habían llegado al cielo, sucios negros de barba;
viejos. Pero cuando salieron del baño estaban hermosamente rejuvenecidos.
Entonces le dijo el cóndor:
-En la otra orilla de este lago, frente a nosotros,
hay un gran santuario. Allí se ha de celebrar una ceremonia. Anda, y espera en
la puerta de ese hermoso templo. A la ceremonia han de asistir las jóvenes del
cielo; son una multitud, y todas tienen el mismo rostro que tu esposa. Cuando
ellas estén desfilando junto a ti, no has de dirigirle la palabra a ninguna,
porque la que es tuya vendrá la última, y te dará un empujón. Entonces la
asirás y por ningún motivo la soltarás.
El joven obedeció al cóndor. Llegó a la puerta del
gran recinto, y esperó de pie. Y llegaron una infinidad de jóvenes de idéntico
rostro. Entraban, entraban; una tras de otra. Todas miraban impasibles al
hombre. Él no podía reconocer entre tantas a la que era su mujer. Y cuando
estaban ingresando las últimas, de pronto, una de ellas le dio un empujón con
el brazo; y también entró al gran templo.
Era el resplandeciente templo del Sol y de la Luna,
padre y madre de todas las estrellas y de todos los luceros. Allí, en ese
templo, se reunían los seres celestiales; allí venían los luceros para adorar
el Sol, día a día. Cantaban melodiosamente para el Sol; cual jóvenes blancas,
las estrellas; como innumerables princesas, los luceros.
Cuando terminó la ceremonia, las jóvenes empezaron a
salir. El mozo seguía esperando en la puerta. Ellas volvieron a mirarle con
igual indiferencia que antes. Y nuevamente le era imposible distinguir entre
todas a la que era su esposa. Y como en la primera vez, de pronto, una de las
princesas le dio un empujón con el brazo, y luego pretendió huir; pero él
entonces la pudo aprisionar. Y no la soltó.
Ella lo guío a su casa diciéndole:
-¿A qué has venido hasta aquí? Yo iba a volver donde
ti, de todos modos.
Cuando llegaron a la casa, el mozo tenía el cuerpo
frío a causa del hambre. Viéndolo así, ella le dijo:
-Toma este poco de quinua y cocínalo.
Le dio una cuchara escasa de quinua. Entre tanto el
joven lo observaba todo, y vio de qué lugar ella sacaba la quinua. Y cuando vio
los pocos granos de quinua que tenía en las manos, dijo para sí: “¡La miseria
que me ha dado! ¿Cómo es posible que esto aplaque mi hambre de todo un año?” Y
la joven le dijo:
-Es necesario que vaya un instante donde mis padres.
No debes mostrarte ante ellos. Mientras vuelvo, haz una sopa con la quinua que
te he dado.
Apenas salió ella, el joven se puso de pie, se dirigió
al depósito y trajo una buena porción de quinua y la echó a la olla. De pronto,
la sopa rebosó, hirviente, y se desbordó a chorros. Él comió todo lo que pudo,
se hartó hasta donde ya no era posible más, y enterró el resto. Pero aún de
debajo de la tierra la quinua empezó a brotar. Y cuando estaba en ese trance,
volvió la princesa, y le dijo:
-¡No es de esta manera como se debe comer nuestra
quinua! ¿Por qué aumentaste la ración que te dejé?
Y se dedicó a ayudar al mozo a esconder la quinua
rebosada para que los padres de ella no lo descubrieran. Entre tanto le
advirtió:
-No deben verte mis padres. Sólo puedo tenerte
escondido.
Y así fue. Él vivía escondido; y la hermosa estrella
le llevaba alimentos a su refugio.
Durante un año vivió de esta suerte el mozo con su esposa.
Y apenas cumplido el año, ella se olvidó de llevarle alimentos. Un día salió,
diciéndole: “Ha llegado la hora en que debes irte”; y no volvió a aparecer más
en la casa. Lo abandonó.
Entonces, con el rostro lleno de lágrimas, el joven se
dirigió nuevamente a la orilla del mar del cielo. Cuando llegó allí, vio que
desde la lejanía surgía el cóndor. El joven corrió para darle alcance. El
cóndor voló hasta posarse junto a él; y así observó que el Mallku Divino había
envejecido. El cóndor a su vez vio que el mozo estaba avejentado y marchito.
Cuando se encontraron, ambos gritaron al mismo tiempo:
-¿Qué ha sido de ti?
El joven volvió a contarle su vida, y se quejó:
-Así, Señor, de este modo triste, mi mujer me ha
abandonado. Se ha ido para siempre.
El cóndor lamentó la suerte del mozo.
-¿Cómo es posible que haya procedido de este modo?
¡Pobre amigo! -le dijo. Y acercándose más, le acarició con sus alas,
dulcemente.
Como en el primer encuentro, le rogó el joven:
-Señor, préstame tus alas. Vuélveme a tierra a casa de
mis padres.
Y el cóndor le respondió:
-Bien. Te llevaré. Pero antes nos bañaremos en este
mar.
Y ambos se bañaron; y rejuvenecieron. Y saliendo del
agua, el cóndor le dijo:
-Tendrás que volverme a dar dos llamas por mi trabajo
de cargarte nuevamente.
-Señor, cuando esté en mi casa te entregaré las dos
llamas.
El Cóndor aceptó; se echó al joven sobre sus alas y
emprendió el vuelo. Durante tres años estuvieron volando hacia la tierra. Y
cuando llegaron, el mozo cumplió y entregó al cóndor dos llamas.
El mozo entró a su casa y encontró a sus padres muy
viejos, muy viejos, cubiertos de lágrimas y de pena. El cóndor dijo a los
ancianos:
-He aquí que les devuelvo a vuestro hijo, sano y
salvo. Ahora debéis criarlo cariñosamente.
El joven dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: ahora ya no es posible que
pueda amar a ninguna otra mujer. Ya no es posible encontrar una mujer como la
que fue mía. Así, solo, viviré, hasta que venga la muerte.
Y los ancianos le contestaron:
-Está bien. Como tú quiera, hijo mío, solo te
criaremos, si no es tu voluntad tomar otra esposa.
Y de este modo vivió, con una gran agonía en el
corazón.
-He aquí este corazón que amó tanto a una mujer. He
vagado sufriendo todos los dolores. Y he de entregarme ahora al llanto.
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