En un ejemplar del primer volumen de
las Mil y una noches (Londres, 1840) de Lane, que me
consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora
traduciré al castellano. La esmerada caligrafía -arte que las máquinas de
escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por esa misma
fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los
márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en
correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le
interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del
Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una níbrica figura al pie, nada
he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen,
que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones
selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del
portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa,
no fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente el informe,
compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de
algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas
sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín.
Falta la primera página.
"...de la región que infestan los
hombres monos (Apemen) tienen su morada los Mlch1,
que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y
porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de
vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de
setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales.
La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la
reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin
lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos
disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen
arrojándose fango. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se
tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo,
salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura.
Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de
murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo
demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los
cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les
eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para
indicar que los muertos también son alimento o -pero esto acaso es demasiado
sutil- para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne
humana.
En sus guerras usan las piedras, de
las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes
del vestido y del tatuaje les son desconocidas.
Es digno de atención el hecho de que,
disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua
clara y árboles que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las
ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol
ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de
muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes
erigían sus castillos en la cumbre de un cerro, he alegado este uso a los
hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron,
sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más
fresco.
La tribu está regida por un rey, cuyo
poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los
cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está
sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido
revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is
gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo
no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es
Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de
esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los
hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben a la tribu para estimular su
coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a
guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera
inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.
En otro Alcázar vive la reina, a la
que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente;
joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de
marfil y collares de dientes adornan su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó
y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my
cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros
y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas
(caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la
carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos
que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los
ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen
naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu
mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su
ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y
una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había
recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de
otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de
varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se
perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A
todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban
largamente.
Son insensibles al dolor y al placer,
salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La
falta de imaginación los mueve a ser crueles.
He hablado de la reina y del rey; paso
ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro: este número es el mayor que
abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el
infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que
merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la
última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan,
porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de
cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no
admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son
realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el
poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un
individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste
fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan
de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos
la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque
en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana
o aun la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran
con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos.
Indican, por ejemplo:Una mosca me rozará la nuca o No
tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado
este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado, el
presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria
de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar,
indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda
nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas
cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo
que está a punto de ocurrir? Filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa
que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que
la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la
tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a
los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño
en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son
cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente
de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo.
Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los
enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los
leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina,
los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios.
Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han
ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de
ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.
A nadie le asombrará, después de lo
dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo
Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la
paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar
alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y
tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y
no todas son madres.
El idioma es complejo. No se asemeja a
ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la
oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una
idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabranrz,
por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo
estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto
de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o
lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras,
el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y
un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede
tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua,
el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por
supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.
La virtud intelectual de abstraer que
semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son
una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las
inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres,
que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan
descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y
sólo le quedara el oral.
Las diversiones de la gente son las
riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar
contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay
declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El
sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La
reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser
inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama
con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra,
sonríe. Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre
ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse
y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en
la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si
las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio,
bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha
tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya
no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede,
busca refugio en los arenales del Norte.
He referido ya cómo arribé a la tierra
de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de
fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar
ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar
el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la
cumbre arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron,
atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí
que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de
los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no
importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar,
sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista,
el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar
mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin
disimulo y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los
ojos; a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en
materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
Escribo ahora en Glasgow. He referido
mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del
todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los
Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero
sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen
instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos
genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la
poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la
verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura,
como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me
arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos
el deber de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que
se atreve a sugerir este informe."
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