Diciembre. Lunes, 5.
Ayer fui a pasear por la avenida de Rívoli
con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa vimos a Stardi, el que
da puntapiés a los que lo importunan, muy tieso delante del escaparate de un
librero, con los ojos fijos en un mapa; y sabe Dios desde cuándo estaría allí,
porque él estudia hasta en la calle. Ni siquiera nos saludó el muy grosero.
Votini iba
muy bien vestido, quizá demasiado bien: llevaba botas de tafilete con
pespuntes encarnados, un traje con adornos y vivos de seda, sombrero de castor
blanco y reloj. Pero su vanidad debía acabar mal esta vez. Después de haber
andado buen trecho por la calle, dejando muy atrás a su padre, que marchaba despacio,
nos detuvimos ante un asiento de piedra, junto a un muchacho modestamente
vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza baja. Un hombre,
que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico. Nos
sentamos; Votini entre el muchacho y yo. De pronto se acordó de que estaba bien
vestido, y quiso hacerse admirar y envidiar de nuestro vecino. Levantó el pie,
y me dijo:
-¿Has visto mis botas nuevas?
Lo decía para que lo mirase el otro, pero
éste no se fijo. Entonces, bajó el pie y me enseñó las borlas de seda, espiando
de reojo al muchacho, y dijo que aquellas borlas de seda no le gustaban y que
pensaba cambiarlas por botones de plata. Pero el chico no miró tampoco.
Votini, entonces, se puso a hacer girar en
el índice su precioso sombrero de castor blanco. Pero el niño, como si lo
hiciese a propósito, no se dignó dirigir siquiera una mirada al sombrero.
Votini empezaba a exasperarse, sacó el
reloj, lo abrió y me enseñó la máquina. ¡Y el vecino, sin volver la cabeza!
-Es plata sobredorada? – le pregunté.
-Es de oro.
-Pero no será todo de oro –le dije-;
habrá también algo de plata.
-No, hombre, no –replicó.
Y para obligar al muchacho a mirar, le
puso el reloj delante de los ojos, diciéndole:
-Di tú, mira: ¿no es verdad que es todo de
oro?
El chico respondió secamente:
-No sé.
-¡Oh, oh! –exclamó Votini lleno de rabia-.
¡Qué soberbia!
Mientras decía esto llegó su padre, que lo oyó; miró un rato fijamente a
aquel niño, y después dijo bruscamente a su hijo:
-Calla –e inclinándose a su oído, añadió:
-¡Es ciego!
Votini se puso en pie de un salto y miró
la cara del muchacho. Éste tenía las
pupilas apagadas, sin expresión, sin mirada. Votini se quedó anonadado, sin
habla, con los ojos fijos en el suelo. Después balbució:
-¡Lo siento, no lo sabía!
Pero el ciego, que lo había comprendido
todo, dijo con una sonrisa breve y melancólica;
-¡Oh, no tiene importancia!
Ciertamente Votini es presumido; pero no
tiene, en modo alguno, mal corazón. En todo el resto del paseo no volvió a reír.
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