lunes, 28 de abril de 2014

CORAZÓN, Edmundo de Amicis. El presumido, texto

                                                                              Diciembre. Lunes, 5.

     Ayer fui a pasear por la avenida de Rívoli con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa vimos a Stardi, el que da puntapiés a los que lo importunan, muy tieso delante del escaparate de un librero, con los ojos fijos en un mapa; y sabe Dios desde cuándo estaría allí, porque él estudia hasta en la calle. Ni siquiera nos saludó el muy grosero.
     Votini iba  muy bien vestido, quizá demasiado bien: llevaba botas de tafilete con pespuntes encarnados, un traje con adornos y vivos de seda, sombrero de castor blanco y reloj. Pero su vanidad debía acabar mal esta vez. Después de haber andado buen trecho por la calle, dejando muy atrás a su padre, que marchaba despacio, nos detuvimos ante un asiento de piedra, junto a un muchacho modestamente vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza baja. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico. Nos sentamos; Votini entre el muchacho y yo. De pronto se acordó de que estaba bien vestido, y quiso hacerse admirar y envidiar de nuestro vecino. Levantó el pie, y me dijo:
     -¿Has visto mis botas nuevas?
     Lo decía para que lo mirase el otro, pero éste no se fijo. Entonces, bajó el pie y me enseñó las borlas de seda, espiando de reojo al muchacho, y dijo que aquellas borlas de seda no le gustaban y que pensaba cambiarlas por botones de plata. Pero el chico no miró tampoco.
     Votini, entonces, se puso a hacer girar en el índice su precioso sombrero de castor blanco. Pero el niño, como si lo hiciese a propósito, no se dignó dirigir siquiera una mirada al sombrero.
     Votini empezaba a exasperarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la máquina. ¡Y el vecino, sin volver la cabeza!
     -Es plata sobredorada? – le pregunté.
     -Es de oro.
     -Pero no será todo de oro –le dije-; habrá  también algo de plata.
     -No, hombre, no –replicó.
     Y para obligar al muchacho a mirar, le puso el reloj delante de los ojos, diciéndole:
     -Di tú, mira: ¿no es verdad que es todo de oro?
     El chico respondió secamente:
     -No sé.
     -¡Oh, oh! –exclamó Votini lleno de rabia-. ¡Qué soberbia!
     Mientras decía esto llegó su padre, que lo oyó; miró un rato fijamente a aquel niño, y después dijo bruscamente a su hijo:
     -Calla –e inclinándose a su oído, añadió: -¡Es ciego!
     Votini se puso en pie de un salto y miró la cara del muchacho. Éste  tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin mirada. Votini se quedó anonadado, sin habla, con los ojos fijos en el suelo. Después balbució:
     -¡Lo siento, no lo sabía!
     Pero el ciego, que lo había comprendido todo, dijo con una sonrisa breve y melancólica;
     -¡Oh, no tiene importancia!

     Ciertamente Votini es presumido; pero no tiene, en modo alguno, mal corazón. En todo el resto del paseo no volvió a reír.

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