Durante la primera jornada de la batalla de Custozza, el 24 de julio de
1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, que
habían sido enviados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron
de pronto asaltados por dos compañías de soldados austriacos. Atacándolos por
varios lados, éstos apenas les dieron tiempo de refugiarse en la morada y de
reforzar precipitadamente la puerta, después de haber dejado algunos muertos y
heridos en el campo.
Asegurada la
puerta, los nuestros acudieron a las ventanas del piso bajo y del primer piso y
comenzaron a hacer certero fuego sobre los sitiadores, los cuales, acercándose
poco a poco, colocados en forma de semicírculo, respondían vigorosamente. Los
sesenta soldados italianos eran dirigidos por dos oficiales subalternos y un
capitán viejo, alto, seco, severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con
ellos un tamborcillo sardo, muchacho de poco más de catorce años, que
representaba escasamente doce, de cara morena aceitunada, con ojos negros y
hundidos, que echaban chispas.
El capitán,
desde una habitación del piso primero, dirigía la defensa, dando órdenes que
parecían pistoletazos, sin que se viera en su cara de hierro ningún signo de
conmoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas, subido
sobre una mesa, alargaba el cuello, agarrándose a las paredes, para mirar fuera
de las ventanas y veía a través del humo, por los campos, las blancas divisas
de los austriacos, que iban avanzando lentamente. La casa estaba situada en la
cima de una escabrosísima pendiente, y no tenía por el lado de la cuesta más
que una ventanilla alta, correspondiente a un cuarto del último piso; por eso
los austriacos no amenazaban la casa por aquella parte, y en la cuesta no había
nadie: el fuego se dirigía contra la fachada y los dos flancos.
Pero era un
fuego infernal, una nutrida granizada de balas, que, por afuera, rompía paredes
y despedazaba tejas, y, por dentro, deshacía techumbres, muebles, puertas, arruinándolo
todo, arrojando al aire astillas, nubes de yeso y fragmentos de trastos, útiles
y cristales, silbando, rebotando, rompiéndolo todo con un fragor que ponía los
pelos de punta. De vez en cuando, uno de los soldados que disparaban desde las
ventanas caía dentro, al suelo, y era echado a un lado. Algunos iban vacilantes
de cuarto en cuarto, apretándose una herida con las manos.
En la cocina
había ya un muerto, con la frente abierta. El cerco de los enemigos se
estrechaba. Llegó un momento en que se vio al capitán, hasta entonces
impasible, dar muestras de inquietud y salir precipitadamente del cuarto,
seguido de un sargento. Al cabo de tres minutos, volvió a la carrera el
sargento y llamó al tamborcillo, haciéndole señas de que lo siguiese. El muchacho
lo siguió, subiendo a escape por una escalera de madera, y entró con él en una
buhardilla desmantelada, donde vio al capitán que escribía con lápiz en una
hoja, apoyándose en la ventanilla, y teniendo a sus pies, sobre el suelo, una
cuerda de pozo.
El capitán
dobló la hoja y dijo bruscamente, clavando sobre el muchacho sus pupilas grises
y frías, ante las cuales todos los soldados temblaban:
-¡Tambor! -El
tamborcillo se llevó la mano a la visera. El capitán agregó-: Tú tienes valor.
Los ojos del
muchacho relampaguearon.
-Sí, mi
capitán -respondió.
-Mira allá
abajo -dijo el capitán llevándolo a la ventana-, en el suelo, junto a la casa
de Villafranca, donde brillan aquellas bayonetas. Allí están los nuestros,
inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la ventanilla,
atraviesa a escape la cuesta, corre por los campos, llega adonde están los
nuestros, y entrega el papel al primer oficial que veas. Quítate el cinturón y
la mochila.
El tambor se
quitó el cinturón y la mochila, y se colocó el papel en el bolsillo del pecho;
el sargento echó afuera la cuerda y agarró con las dos manos uno de los
extremos; el capitán ayudó al muchacho a saltar por la ventana, vuelto de
espaldas al campo.
-Ten cuidado
-le dijo-; la salvación del destacamento está en tu valor y en tus piernas.
-Confíe usted
en mí, mi capitán -dijo el tambor saliendo fuera.
-Agáchate al
bajar -dijo el capitán, agarrando la cuerda junto con el sargento.
-No tenga
usted cuidado.
-Dios te
ayude.
Pocos momentos
más tarde el tamborcillo estaba en el suelo; el sargento tiró de la cuerda para
arriba, y desapareció; el capitán se asomó precipitadamente a la ventanilla, y
vio al muchacho que corría por la cuesta abajo.
Esperaba ya
que hubiese conseguido huir sin ser observado, cuando cinco o seis nubecillas
de polvo que se destacaron del suelo, delante y detrás del muchacho, le
advirtieron que había sido descubierto por los austriacos, los cuales
disparaban hacia abajo, desde lo alto de la cuesta. Aquellas pequeñas nubes
eran tierra echada al aire por las balas. Pero el tambor seguía corriendo
precipitadamente. Al cabo de un rato, exclamó consternado:
-¡Muerto!
Pero no había
acabado de decir la palabra, cuando vio levantarse al tamborcillo.
"¡Ah, no
ha sido más que una caída!", se dijo, y respiró. El tambor, en efecto,
volvió a correr con todas sus fuerzas, pero cojeaba. "Se ha torcido un
pie", pensó el capitán. Alguna nubecilla de polvo se levantaba aquí y
allá, en torno del muchacho, pero siempre más lejos. Estaba a salvo. El capitán
lanzó una exclamación de triunfo. Pero siguió acompañándolo con los ojos,
temblando, porque era cuestión de minutos. Si no llegaba pronto abajo con la
esquela en que pedía inmediato socorro, todos sus soldados caerían muertos, o
tendría que rendirse y caer prisionero con ellos.
El muchacho
corría rápidamente un rato; después detenía el paso cojeando; tomaba carrera
luego de nuevo, pero a cada instante necesitaba detenerse. "Quizá ha sido
una contusión en el pie por una bala", pensó el capitán. Reparaba,
temblando, en todos sus movimientos, y, excitado, le hablaba como si pudiera
oírlo. Medía incesantemente con la vista el espacio que mediaba entre el
muchacho que corría y el círculo de armas que veía allá lejos, en la llanura,
en medio de los campos de trigo dorados por el sol. Mientras tanto escuchaba el
silbido y el estruendo de las balas en las habitaciones de abajo, las voces de
mando y los gritos de rabia de los oficiales y los sargentos; los agudos
lamentos de los heridos, y el ruido de los muebles que se rompían, y del yeso que
se desmoronaba.
-¡Ánimo!
¡Valor! -gritaba, siguiendo con la mirada al tamborcillo que se alejaba-.
¡Adelante! ¡Corre! ¡Se detiene!... ¡Maldición! ¡Ah, vuelve a emprender la
marcha!
Un oficial
subió anhelante a decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, agitaban
un pañuelo blanco para intimar la rendición.
-¡Que no se
responda! -gritó el capitán, sin apartar la mirada del muchacho, que estaba ya
en la llanura, pero que no corría, y parecía que desalentaba al llegar-.
¡Anda!... ¡Corre!... -decía el capitán apretando los dientes y los puños-;
desángrate, muere, desgraciado, pero llega.
Después lanzó
una imprecación horrible.
-¡Ah! El
infame holgazán se ha sentado.
El muchacho,
en efecto, a quien hasta entonces se había visto sobresalir por encima de un
campo de trigo, se había perdido de vista, como si se hubiese caído. Pero al
cabo de un momento, su cabeza volvió a verse fuera; al fin se perdió detrás de
los sembrados, y el capitán ya no lo vio más.
Entonces bajó
impetuosamente; las balas llovían; los cuartos estaban llenos de heridos,
algunos de los cuales daban vueltas como borrachos, agarrándose a los muebles;
las paredes y el suelo estaban teñidos de sangre; los cadáveres yacían en los
umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una
bala; el humo y la pólvora lo envolvían todo.
-¡Ánimo!
-gritó el capitán-. ¡Firmes en sus puestos! ¡Van a venir socorros! ¡Un poco de
valor aún!
Los austriacos
se habían acercado más; se veían, ya entre el humo, sus caras descompuestas; se
oía, entre el estrépito de los tiros, su gritería salvaje, que insultaba,
intimaba la rendición y amenazaba con el degüello. Algún soldado, aterrorizado,
se retiraba detrás de las ventanas, y los sargentos lo empujaban hacia
adelante.
Pero el fuego
de los sitiados aflojaba, el desaliento se veía en todos los rostros; no era ya
posible llevar más allá la resistencia. Llegó un momento en que el ataque de
los austriacos se hizo más sensible, y una voz de trueno gritó, primero en
alemán, en italiano después:
-¡Ríndanse!
-¡No! -gritó
el capitán desde una ventana.
Y el fuego
volvió a empezar más certero y más rabioso por ambas partes. Cayeron otros
soldados. Ya había más de una ventana sin defensores. El momento fatal era
inminente. El capitán gritaba con voz que se le ahogaba en la garganta:
-¡No vienen!
¡No vienen!
Y corría
furioso de un lado a otro, arqueando el sable con su mano convulsa, resuelto a
morir. Entonces un sargento, bajando de la buhardilla, gritó con voz
estentórea:
-¡Ya llegan!
-¡Ya llegan!
-repitió con un grito de alegría el capitán.
Al oír aquellos
gritos, todos, sanos, heridos, sargentos, oficiales, se asomaron a las
ventanas, y la resistencia se redobló ferozmente otra vez. De allí a pocos
instantes se notó una especie de vacilación y un principio de desorden entre
los enemigos. De pronto, muy de prisa, el capitán reunió a algunos soldados en
el piso bajo para contener el ímpetu de fuera, con bayoneta calada. Después
volvió arriba. Apenas llegó, oyó un rumor de pasos precipitados, acompañado de
un "¡Hurra!" formidable, y vieron desde las ventanas avanzar entre el
humo los sombreros apuntados de los carabineros italianos, un escuadrón a
escape tendido, y un brillante centelleo de espadas que hendían el aire, en
molinete por encima de las cabezas, sobre los hombros y encima de las espaldas;
entonces el pequeño piquete reunido por el capitán salió a bayoneta calada
fuera de la puerta. Los enemigos vacilaron, se resolvieron y, al fin,
emprendieron la retirada: el terreno quedó desocupado, la casa estuvo libre, y
poco después dos batallones de infantería italianos y dos cañones ocuparon la
altura.
El capitán,
con los soldados que le quedaron, se incorporó a su regimiento, peleó aún, y
fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala, que rebotó en la
bayoneta durante el último ataque. La jornada terminó con la victoria de los
nuestros.
Pero, al día
siguiente, habiendo vuelto a combatir, los italianos fueron vencidos a pesar de
su valerosa resistencia, por un mayor número de austriacos, y la mañana del 26
tuvieron tristemente que retirarse hacia el Mincio.
El capitán,
aunque herido, anduvo a pie con sus soldados, cansados y silenciosos, y
llegaron a Goito al ponerse el sol sobre el Mincio; buscó en seguida a su
teniente, que había sido recogido con el brazo roto por nuestra ambulancia y
que debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia donde se
había instalado precipitadamente el hospital de campaña. Se dirigió allí; la
iglesia estaba llena de heridos colocados en dos filas de camas y de colchones
extendidos sobre el suelo; dos médicos y varios practicantes iban y venían
afanados, y oíanse gritos ahogados y gemidos.
Apenas entró
el capitán, se detuvo y dirigió una mirada a su alrededor en busca de su
oficial. En aquel momento, se oyó llamar por una voz apagada muy próxima:
-¡Mi capitán!
Se volvió: era
el tamborcillo.
Estaba tendido
sobre un catre de madera, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de
ventana, de cuadros rosa y blancos, con los brazos fuera, pálido y demacrado,
pero siempre con sus ojos brillantes como dos ascuas.
-¿Cómo, eres
tú? -le preguntó el capitán, admirado, pero bruscamente-. Bravo; has cumplido
con tu deber.
-He hecho lo
posible -respondió el tambor.
-¿Estás
herido? -dijo el capitán buscando con la vista a su teniente en las camas
próximas.
-¡Qué quiere
usted! -dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la honra de estar
herido por vez primera, sin lo cual no hubiera osado abrir la boca ante aquel
capitán- corrí mucho con la cabeza baja; pero, aunque agachándome, me vieron en
seguida. Hubiera llegado veinte minutos antes si no me alcanzan.
Afortunadamente encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien di la
esquela. Pero me costó gran trabajo bajar después de aquella caricia. Me moría
de sed; temía no llegar ya; lloraba de rabia, pensando que cada minuto que
tardaba se iba uno al otro mundo, allá arriba. Pero, en fin, he hecho lo que he
podido. Estoy contento. ¡Pero mire usted, y dispense, mi capitán, que pierde
usted sangre!
En efecto: de
la palma de la mano del capitán, mal vendada, corría una gota de sangre.
-¿Quiere usted
que le apriete la venda, mi capitán? Déme un momento.
El capitán dio
la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudar al muchacho a hacer el nudo
y atarlo; pero el chico, apenas se alzó de la almohada, palideció, y tuvo que
volver a apoyar la cabeza.
-¡Basta,
basta! -dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada, que el tambor
quería retener-; cuida de lo tuyo, en vez de pensar en los demás, que las cosas
ligeras, descuidándolas, pueden hacerse graves.
El tamborcillo
movía la cabeza.
-Pero tú
-agregó el capitán, observándolo atentamente- debes haber perdido mucha sangre
para estar tan débil.
-¿Perdido
mucha sangre? -respondió el muchacho sonriendo-. Algo más que sangre. ¡Mire!
Y se echó
abajo la colcha.
El capitán
retrocedió, horrorizado.
El muchacho no
tenía más que una pierna: la pierna izquierda le había sido amputada por encima
de la rodilla; el muñón estaba vendado con paños ensangrentados.
En aquel
momento pasó un médico militar, pequeño y gordo, en mangas de camisa.
-¡Ah, mi
capitán! -dijo rápidamente señalando al tamborcillo-: he aquí un caso
desgraciado; esa pierna se habría salvado con nada, si él no la hubiese forzado
de aquella mala manera: ¡maldita inflamación! Fue necesario cortar así. Pero es
un valiente, se lo aseguro; no ha derramado una lágrima ni se le ha oído un
grito. Estaba yo orgulloso, al operarlo, de que fuese un muchacho italiano;
palabra de honor. Es de buena raza, a fe mía.
Y continuó su
camino.
El capitán
arrugó sus grandes cejas blancas, y miró fijamente al tamborcillo, subiéndole
la colcha; después, lentamente, casi sin darse cuenta de ello, y mirándolo
siempre, levantó la mano hasta la cabeza y se quitó el quepis:
-¡Mi capitán!
-exclamó el muchacho, admirado-. ¿Qué hace, mi capitán? ¡Por mí!
Y entonces
aquel tosco soldado, que no había dicho nunca una palabra suave a un inferior
suyo, respondió con voz dulce y extremadamente cariñosa:
-Yo no soy más
que un capitán: tú eres un héroe.
Después se
arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo, y lo besó cariñosamente
con todo su corazón.
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