Octubre, .Jueves, 27
Mi maestra ha cumplido su promesa y ha
venido hoy a casa en el momento en que me disponía a salir con mi madre para
llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído en los
periódicos. Hacía un año que no la habíamos Visto en casa; así es que todos la
recibimos con mucha alegría. Continúa siendo la misma, menudita, con su velo
verde en el sombrero, vestida sencillamente, con peinado algo descuidado por faltarle
tiempo para arreglarse, pero más descolorida que el año pasado, con algunas
canas y sin dejar de toser.
Mi madre le ha preguntado:
- ¿Cómo va de salud, querida maestra?
- ¡Bah! No importa -ha respondido,
sonriéndose de modo alegre y melancólico a la vez.
- Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte -ha añadido mi
madre- y brega mucho con los chiquitos.
Y es verdad; en clase no para de hablar; lo
recuerdo de cuando iba con ella; continuamente está llamando la atención de sus
pequeños alumnos para que no se distraigan. No está un momento sentada.
Tenía la seguridad de que vendría a vernos,
pues no se olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuerda sus
nombres; los días de exámenes mensuales acude al despacho de la dirección para
informarse de las calificaciones que han obtenido; los espera a la salida y
hace que le enseñen los ejercicios para ver si realizan progresos. Hasta van a
verla muchachos que cursan el Bachillerato y llevan ya pantalón largo y reloj.
Hoy regresaba muy cansada del Museo, a
donde había llevado a sus alumnos, como acostumbra hacerlo cada jueves,
explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre maestra, ¡qué delgada está!
Pero es muy activa y se reanima cuando habla de su labor docente. Ha querido
volver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos años, y que ahora es de
mi hermano; la ha estado mirando un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto
para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de
sarampión, y por tener, además, que corregir luego los cuadernos. En fin, que
no para de trabajar. Antes de retirarse a su casa, aún debía dar clase
particular de Aritmética a la hija de un comerciante.
-Bueno, Enroque -me ha dicho al despedirse-,
¿quieres todavía a y tu maestra, ahora que resuelves problemas difíciles y
sabes hacer largas composiciones?
Me
ha besado y, desde el último peldaño de la escalera, me ha dicho:
-No te olvides de mí, Enrique. ¡Nunca me
olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuando sea mayor te recordaré e iré a
verte entre tus pequeñuelos. Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la
voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y pensaré en los dos años que
pasé en tu clase, donde tantas veces te vi malucha y fatigada, pero siempre
animosa, indulgente, enfadada cuando alguno cogía la pluma de manera
incorrecta, preocupadísima cuando nos preguntaban los inspectores y la mar de
satisfecha cuando salíamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como una madre
... ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra mía!
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