Octubre. Viernes
4
¡Aunque sólo han sido dos los días de
vacaciones, me parece que he estado tanto tiempo sin ver a Garrón! Cuanto
más le conozco, más lo quiero. Lo mismo
les pasa a los demás, exceptuados los arrogantes. Cada vez que uno de los
mayores levanta la mano sobre un pequeño, basta que éste grite “Garrón” para
librarse. Está siempre inmóvil en su banco, demasiado estrecho para él, y
cuando le miro me dirige una sonrisa, como diciendo: “Y bien, Enrique, ¿somos
amigos?” Da risa verle, tan alto y grueso, con su chaqueta y pantalones
demasiado estrechos, un sombrero que no le cubre la cabeza, el pelo raspado,
las botas grandes y una corbata siempre arrollada como una cuerda. Basta ver
una vez su cara para tomarle cariño. Todos quisieran tenerlo como vecino de
banco. Hace ocho días que está trabajando en una carta de ocho páginas, con
dibujos en los márgenes, para el día del santo de su madre, que es alta y
gruesa como él. Cada vez que el maestro pasa por su lado, le da cariñosas
palmaditas en la espalda. Yo estoy contento cuando estrecho en mi mano la suya,
grande como la de un hombre. Seguramente
que arriesgaría su vida por salvar la de un compañero: se ve tan claro en sus
ojos y se oye con tanto gusto el murmullo
de aquella voz, que se sabe que viene de un corazón noble y generoso.
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