Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida
por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que
falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el
partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de
esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por
quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había
acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de
Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La
escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico
cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya
preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún
pormenor.
En
Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada
Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya
no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio
de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los
Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo
rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena
rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la
sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la
policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no
llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y
ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente
diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo
que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno
era contar con dos enemigos.
Los
Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces
de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó
a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero
no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las
fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte
estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez
morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera.
En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no
era mal parecida.
Eduardo
los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé
qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por
el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo
en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián.
El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos.
Una
noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas.
La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo
me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,
usala.
El
tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía
qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era
una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde
aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión,
que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que
discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin
saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se
decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero
los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una
tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó
por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La
mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no
la había dispuesto.
Un
día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y
se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar
una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la
carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los
caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a
Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En
Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres
entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales.
Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su
lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón;
en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró;
adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De
seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló
con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba
con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron
a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño
entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían
compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El
mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos
la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que
Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení,
tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la
fresca.
El
comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron
un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A
trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se
abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
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