lunes, 14 de abril de 2014

DANTE CASTRO y su cuento "Última guagua en la Habana"

Esa noche fue pesada para los dos. Se me ocurrió decirle la verdad, que me iba en una semana hacia Lima, que  ya  no  nos  volveríamos  a ver. Teníamos pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara, Ciego de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos entonces un sueño difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una guagua en La Habana después de las once de la noche. Y eran las once. 
   Habíamos visto pasar la última media hora atrás. Intentamos abordarla inútilmente. Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro que gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "¡Sevápalapingaaa!", dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda negra. Era como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos. El joven negro parecía acostumbrado a la cotidiana frustración del transporte: limpió un lugar cerca a la parada, se tendió en la acera y tapándose con un viejo impermeable, delgadísimo, buscó conciliar el sueño. Nosotros preferimos caminar.
 
   -Es la última 174   -le dije-.  Mejor buscamos la 79...
 
   -¿Hasta Miramar?   -protestó ella.
 
   -Eso, si no quieres esperar la confronta.
 
   Qué terrible era lo de la confronta: La última guagua de las últimas, a las tres de la mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que esperar la de las cinco. Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con los más esforzados madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la calle Línea o por Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya descansaban cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las parejas que ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las jineteras que esperan turistas mostrando sus encantos, ni los negros vendedores de la bolsa negra. Y era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si regresas con tu familia. Que sí, que regreso, que tú sabías que era
 
casado. Que sí, que lo sabía, pero una siempre... Entonces no pongas esa cara que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la verdad. Pero con la verdad y todo, una se acostumbra. ¡Que me cago en la mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
 
   Si se daba el caso la invitaría a soñar con el viaje a las provincias de Oriente; total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos de largo por Santa Clara, Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni nos detendríamos en Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
 
   -Debes estar feliz -me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
 
caminaba fingiendo mirar el mar.
 
    -Y...no puedo negarlo. Discúlpame.
 
    -No tengo que disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
 
    -Entonces comprende...No te engañé. Siempre supiste.
 
    -Claro, y yo hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
 
  Estábamos ya en Quinta Avenida caminando sobre las flores muertas que el viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas, pisoteadas, desprendiendo aromas sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban solitarias calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar la conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y  ella, enamorada  de un imposible, defendiéndose contra todos por un forastero que se iría finalmente.
 
Reprochada, señalada, enamorada. Que con las compañeras es diferente, compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos los
 sistemas. 
   No íbamos a repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre los dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo nos atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una botella a gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie nos quería llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos sentamos en el sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
 
   -Compañero... ¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay ninguna
 
para allá abajo? ¡Ñó, caballero!
 
   -¿Qué hora tienes ahí, Pishtaco?   -por fin volvía a dirigirme la palabra.
 
    -Las doce menos veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
 
  -También tengo que olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
 
recién estoy haciendo conciencia.  Dicen que cuando alguien se va a
 
morir, se acuerda de todo.
 
   -Por lo menos no vas a tener que tomar la guagua a estas horas...
 
   -Cabrón.
 
   Otra vez venía a castigarnos el silencio. En las casas los televisores anunciaban el cierre de la programación; luego se despedirían los locutores y comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno que ya se había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus anchas los murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos de Quinta Avenida. Era del todo inútil hablar del viaje a las provincias de Oriente que jamás íbamos a realizar. En pocos días estaría volando hacia Lima, a mi hogar, y me sentía culpable de ser feliz.
 
   Seguía contemplando el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las rodillas y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo se escuchaba mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con la mirada espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La Habana en plena crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía que la gente creyera en cualquier cosa; al primer ruido de motores en la noche, se incorporaban ansiosos; luego regresaban a
 
sus lugares decepcionados.
 
   Planeaba inventarle algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en ese ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79. Ese ómnibus que sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos aparecer: tal vez una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino incierto, quién sabe si recogiéndose totalmente vacío hacia el depósito. Esperé a que nuevamente se pusiera de pie y regresara desilusionada.
 
    -Es la guagua fantasma   -murmuré.
 
    -¿Eh?
 
   -¿No lo sabes? Hay una guagua fantasma y estamos justamente en la hora de los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
 
   -Ahora sí que acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales con la cabrona metafísica.
   "Cabrona metafísica", claro. Y el camarada Afanasiev, el último cabrón que simplificó el materialismo, dijo que el idealismo contradice a la ciencia y que está ligado con la religión.  -¡Já!... Coñó, que si no le invento un cuento dejo de ser yo-  Y la cabrona metafísica viene sola, como cuando hay que sentarse a escribir. El fresco de la madrugada la puso más cerca de mi hombro, los dos sentados en la calzada con las rodillas a la altura del mentón sin atrevernos a un abrazo.
 
    -El Estado les oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en pleno período especial, si es que la gente se entera. La guagua fantasma existe, aunque se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie creyendo que es tu guagua, ¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das cuenta? Y lo que realmente pasa, es que no ha llegado tu hora todavía... La hora de que te recojan para siempre en cuerpo y alma.
 
    -No seas bobo. ¿Quién te va a creer eso?
 
   -Cuando sea tu hora, la verás llegar. Serán las doce o algo más y creerás que tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por eso subirás rápido y no te darás cuenta de nada al principio.
 
    -Acaba ya, chico. Háblame del juego de pelota...
 
   -Espera que ahora acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad y ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido. Dirás que así es mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más rápido a casa... Pero nunca llegarás.
 
   -Fíjate lo que una tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
 
   -Atiende: cuando tú quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer que pare el bus, pero él... como si no te oyera. La gente que va contigo tampoco te escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían por ti. Vas hacia la puerta de adelante, pretendes llamarle la atención al chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó que bajo?". Y ahí recién te das cuenta. El chofer se está descarnando, los pasajeros también. Todos son muertos que se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua a mucha velocidad sigue su
 
camino. Nunca se detendrá... Será  realmente la última... ¿Me estás copiando?
 
    -Oyemé... Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
 
  Y no volvimos a discutir. Terminaban de sonar los acordes del himno nacional de Cuba en los televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco de la brisa marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en las ondas del viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
 
   Ella seguía en la misma posición: con el mentón apoyado en las rodillas, sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas frías como las mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes a peces sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada yema de los dedos, cuello de gatito negro que puedes sujetar suavemente, inicio de algo que...
 
    -¡Hay Dió!   -gritó espantada, ya de pie en un solo impulso.
 
    -¡Muchacha!... ¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
 
   Temblaba. Había pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años. Que una mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya, que para qué inventas esas cosas.
 
   Y vino la 79 al fin, la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación del gobiernoespañol, toda plena de bombillos y con muchos asientos vacíos. Ella no quiso subir.
 
  -Fíjate que es la última. Ya no hay otra después.
 
   -Que no, tato... Que no subo
 
   -Pero no vas a llegar a tu casa.
 
   -Que no, mi amor... Déjala ir.
 
   -¿Y el trabajo mañana?  Decídete que ya arranca.
 
   -Con el trabajo me arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
 
  Dice Afanasiev -en una página digna de olvido- que en el socialismo no hay explotadores, por eso no existe gente interesada en el idealismo y este no encuentra difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún se untó de miel para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia que inventé lo de la guagua fantasma para que ambos camináramos hasta la posada de Playa a revisar ciertos conceptos.
 
   Y Eleguá abría los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando.... Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.
   

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