El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro
amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y
pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en
Noruega, y era un gran bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos
licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas
escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a
su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía
cantar a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y
resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de
nuestra vida, sazonando las relaciones
con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando
terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le
exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una
mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua;
encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:
No voy a
referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se
trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis
que, hace dos años, he vivido en Noruega;
por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En
Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo lo llamo, y cuando
tengáis la ventolera de dar un paseo
por Christhianía, id a mi casa, que mi
esposa os hará con mucho gusto los honores.
Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más endiablados del mundo.
Ella tenía diez y seis años y yo estaba
loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina
fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los
nervios crispados; me parecía que
alguien me vaciaba una caja de alfileres
en mi cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y
la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al
salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo
de una navaja, o al rozar con las uñas
el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran
profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He
consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a
sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y
no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con
exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión
álgida de mi sistema nervioso; había algo maravilloso aún, y es cuando Lina
tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos o
fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de
pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí,
señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos
o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las
pupilas de Lina con formas inexplicables. He dicho sombras porque es la palabra
que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y
entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa
vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.
Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de las claraboyas de
mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con
la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor
y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo:
¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo
misterioso la pupila de mi amada y formaba su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.
Pero
¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descritos los ojos
y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida; sus cabellos undosos se
rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como
el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus
cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil
del labio superior, eran tan rojos que
parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la
de los intensos rubores; probablemente esto último, pues, cuando las mejillas de Lina se encendían,
palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos,
que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era
para mí una delicia ver a Lina morder
cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa
boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos
ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la
hubierais visto dormida alguna vez, yo
os hubiera preguntado: ¿De qué color
creéis que tiene Lina los ojos? A
buen seguro que, guiados por el color de
su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no,
señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del
mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo.
Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos
una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas
pestañas. Hasta aquí, como veis, nada
hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una
vez abiertos y lucientes las pupilas,
allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que Mefistófeles tenía su
gabinete de trabajo detrás de esas
pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus
más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas,
alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas
y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes,
como las burbujas del jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a
cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante
por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de
Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de
su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz
misteriosa.
Con la continuidad de tratar a
Lina llegué traducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus
sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías violadas, sus
celos amarillos, y rojos ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso.
Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa
especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que
odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y
sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos
chispazos de esas miradas de Luzbel. Por
último, con el alma ardiendo de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada,
porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y
que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro
de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus
ojos. Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la
impresión terrible que a mí: solo yo
estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de
orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en
humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando
imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia,
exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo
había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa
valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi
cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos
me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el alma terrible que
tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba
y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por
ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía a luchar contra
esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas
fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor
propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.
Nuestros amores debían tener
una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que
casarme con Lina. Lo que me aterraba, de
la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar
terriblemente mi vejez. Cuando se
acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico
armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía
fulgurar como ascuas en la oscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban
terribles y porfiados; miraba la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía
adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor
iluminaba el tejido de las arterias y venillas de la membrana. Al fin, rendido,
dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me
estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mis planes; pero no sé si por orgullo,
amor, o por una noción del deber muy
grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.
El día
en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué
endiabladamente! La estreché en mis brazos delirantes de amor, y al besar sus
labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.
-¡Cierra
los ojos, Lina mía, te lo ruego1
Lina,
sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y
descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:
-¿Qué
tienes, Jym?... Habla. ¡Dios mío!... ¿Estás enfermo? Habla.
-No…
perdóname; nada tengo, nada… -la respondí sin mirarla.
-Mientes, algo te pasa…
-Fue un
vahído, Lina… Ya pasará…
-¿Y por
qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.
No
respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos
sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al
notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se sentó sobre mis rodillas, cogió mi
cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:
-No,
Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has
hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se
atreven a mirar de frente. Yo te
conoceré en los ojos, mírame, mírame.
Cerré los ojos y la besé en la frente.
-No me
beses; mírame, mírame.
-¡Oh,
por Dios, Lina, déjame!...
-¿Y por
qué no me miras? –insistió casi llorando.
Yo
sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi
necedad: -No te miro, porque tus ojos me
asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo
reprimir-. Callé, pues, y me fui a mi casa, después que Lina dejó la habitación
llorando.
Al día siguiente, cuando volví a
verla, me hicieron pasar a la alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en la cama y la
habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al
lecho y la hablé apasionadamente de mis
proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que
fuéramos felices, era confesarle mis ridículos
sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo… Usando anteojos
negros… quizá. Después que la referí mis dolores, Lina se quedó un momento en
silencio.
-¡Bah,
qué tontería! –fue todo lo que contestó.
Durante
veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me
dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaba pocos
días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos
y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían
traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba
envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó
en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme
brazaletes, sortijas, collares,
vestidos, unas palomas de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta
preciosidad. Allí estaba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en
un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de
propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con
terciopelo rojo.
Lina me alcanzaba sonriente los
regalos, y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin,
trémula, me alcanzó la cajita.
-Mírala
a la luz –me dijo-, son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar
debidamente.
Y tiró
de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los pelos de espanto;
debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y a Lina que
me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa,
entre amorosa e irónica, plegaba los labios
de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y
cogí violentamente a Lina de la mano.
-¿Qué
has hecho, desdichada?
-¡Es mi
regalo de boda! –respondió tranquilamente.
Lina
estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de
cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían
mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja
roja, con la misma mirada endiablada de siempre…
Cuando terminó Jym, quedamos
todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era
terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró
con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se
bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona,
que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.
-¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio
que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo
remediará ella? Pues arrancándoos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os
he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.
Y nos
mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución
concentrada de esmeraldas.
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