No siento gran
interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la
pasión de codearse con las grandes figuras.
Cuando alguien
me propone presentarme a una persona que se distingue de sus semejantes, ya sea
por su categoría social o por sus proezas, trato por todos los medios de buscar
una excusa aceptable que me permita evitar el honor del encuentro. Por lo tanto,
cuando mi amigo Diego Torre dijo que iba a presentarme al señor de Santa Ana
rehusé inmediatamente.
Este señor de
Santa Ana no era sólo un renombrado poeta, sino también una figura romántica y,
a pesar de todo, me hubiese gustado saber cómo sería en la pobreza un hombre
cuyas aventuras, por lo menos en España, eran legendarias. Pero supe al mismo
tiempo que era ya un anciano y que estaba enfermo, y no pude menos de pensar
que hubiese sido para mí una molestia tener que encontrarme con un desconocido
y extranjero a la vez.
Calixto de
Santa Ana, que así se llamaba, era el último descendiente de una familia de
grandes personajes, y en un mundo repudiado por Byron había llevado una vida
completamente byroniana, narrando las aventuras de su azarosa existencia en una
serie de poemas que le habían hecho famoso, pero que sus contemporáneos
ignoraban por completo.
No me
considero capaz de juzgar el valor que puedan haber tenido, pues los leí por
primera vez cuando contaba veintitrés años. Entonces me sedujeron; denotaban
pasión, altiva arrogancia y estaban llenos de vida. Me entusiasmaron, y aun hoy
no puedo leerlos sin sentirme emocionado, ya que sus estrofas traen a mi
memoria los más queridos momentos de mi juventud.
Me inclino a
creer que Calixto de Santa Ana merece en sumo grado la reputación que goza
entre la gente de habla hispánica. En aquel tiempo, toda la juventud tenía sus
versos en los labios, y mis amigos no cesaban de hablarme de sus modales, de
sus apasionados discursos -además de poeta era también político-, de su agudo
ingenio y de sus amoríos.
Era un
rebelde, y a veces también un bravo bandolero, pero, por encima de todo, era un
fogoso amante.
Todos
conocíamos la pasión que demostraba por tal o cual artista o cantante de
renombre, pues habíamos leído hasta saberlos de memoria los encendidos sonetos
en que describía su vehemente amor, sus angustias o sus odios. Sabíamos también
que una aristócrata, descendiente de una orgullosa familia, habiendo cedido a
sus ruegos, tomó despechada los hábitos cuando él dejó de amarla. Aplaudimos el
romántico rasgo de la dama, ya que realzándola a ella halagábamos a nuestro
poeta.
Pero todo esto
sucedió hace muchos años, y durante un cuarto de siglo don Calixto se retiró
desdeñosamente del mundo, que ya nada podía brindarle, viviendo solitariamente
en Écija, su pueblo natal.
Hacía dos
semanas que me encontraba en Sevilla, y cuando di a conocer mi intención de
trasladarme allí, no por interés de conocerle, sino porque se trata de un
pueblecito andaluz muy simpático y al que me unen gratos recuerdos, don Diego
Torre se ofreció a darme una carta de presentación.
Parecía ser
que don Calixto se dignaba algunas veces recibir la visita de los hombres de
letras de la joven generación, con quienes conversaba imprimiendo tal fuego a sus
palabras que electrizaba a sus oyentes, lo mismo que había hecho con sus poemas
en la primavera de su vida.
-¿Y cómo está
ahora? -pregunté.
-Espléndidamente.
-¿Tiene usted
algún retrato suyo?
-Me gustaría
tenerlo, pero se ha negado a dejarse retratar desde hace más de treinta y cinco
años, alegando que no quiere que la posteridad lo conozca sino de joven.
Debo confesar
que esta extraña forma de vanidad me conmovió. Se sabia que en su juventud
había sido un hombre muy esbelto, y en una estrofa, escrita cuando comprendió
que se desvanecería su aspecto juvenil, revelaba con qué amarga e irónica
angustia contemplaba cómo esa gallardía que había sido la admiración de todos
iba desapareciendo.
Sin embargo,
rechacé la carta de presentación que me ofrecía mi amigo, contentándome con
releer el poema que me era tan conocido. Por otra parte, prefería vagar por las
silenciosas y soleadas calles de Écija en completa libertad.
Por esta
razón, me sentí asombrado cuando la tarde de mi llegada al pueblo recibí una
nota del mismo poeta. Don Diego le había escrito informándole de mi visita a
Écija. Me hacía saber que le sería muy grato recibirme a la mañana siguiente, a
eso de las once, sí tal hora me convenía.
En estas
circunstancias no me quedaba otro remedio que ir a su casa en el día y a la
hora sugeridos. Mi hotel daba a la plaza del pueblo, que en aquella mañana
primaveral se hallaba muy animada. Pero tan pronto como me alejé de ella me
pareció transitar por una ciudad casi desierta. No se veía ni un alma por las
tortuosas y angostas calles, excepto alguna dama que regresaba de la iglesia.
Écija es, por
excelencia, el pueblo de las iglesias, y no hay que alejarse mucho para ver
alguna fachada derruida o la torre de algún templo donde anidan las palomas. En
cierta ocasión me detuve para contemplar una fila de burros cubiertos con
mantas descoloridas y cargados con unas cestas cuyo contenido no pude llegar a
ver.
Pero Écija
había sido en un tiempo lugar importante, y muchas de sus blancas casas lucen
aún sobre las puertas de entrada imponentes escudos, pues a este lugar afluían
las riquezas del Nuevo Mundo, y los aventureros que habían hecho fortuna en las
Américas pasaban allí sus últimos años.
En una de esas
casas vivía don Calixto. Mientras esperaba ante la enrejada puerta de entrada,
después de haber tocado la campanilla, pensé con satisfacción que vivía en una
casa en consonancia con su modo de ser. Había cierta grandeza en aquella
entrada, que concordaba con la idea que me había formado del poeta.
Aunque sentí
claramente el sonido de la campanilla cuando llamé, nadie acudió, por lo
que me vi obligado a llamar varias veces más.
Por fin, una
vieja se presentó.
-¿Qué desea,
señor? -me preguntó. Tenía unos hermosos ojos negros, pero su mirada era hosca.
Suponiendo que era el ama de llaves, le entregué mi tarjeta.
-Tengo una
cita con el señor de la casa -le dije.
En el patio se
notaba una agradable frescura. Era proporcionado, de lo cual se deducía que
seguramente había sido construido por algún discípulo de los conquistadores.
Los mosaicos estaban rotos, y en algunos lugares el revoque se había
desprendido, dejando unas grandes manchas. Todo denotaba pobreza, pero también
limpieza y dignidad.
Yo sabía ya
que don Calixto era pobre. Había ganado dinero con facilidad, pero no habiéndole
dado importancia lo había gastado sin miramientos. Era evidente que vivía en
una penuria que desdeñaba tomar en consideración.
En el centro
del patio había una mesa y dos sillones, y sobre aquélla varios periódicos de
quince días atrás. Me pregunté qué sueños cruzarían por su mente cuando se
sentaba allí a fumar un cigarrillo en las calurosas noches de verano.
De las paredes
pendían varios cuadros típicamente españoles, algunos de ellos ennegrecidos y
francamente feos, y aquí y allá unos bargueños sobre los cuales se veían
algunas remendadas estatuas de barro. De una puerta colgaban dos pistolas, y
pensé que tal vez hubieran sido utilizadas en el duelo celebrado a causa de la
bailarina Pepa Montañez -la cual supongo que es ahora una bruja desdentada y
vieja-, en el que había matado al duque de Dos Hermanas.
Este
escenario, con las vagas reminiscencias que traía a la memoria, cuadraba tan
perfectamente con el ambiente y la manera de ser del poeta que quedé
completamente subyugado por el lugar.
Su noble
indigencia le rodeaba de una aureola de gloria tan grande como la misma
grandeza de su juventud. Se notaba que él también tenía el alma de los viejos
conquistadores, y era decoroso que terminara sus días en aquella arruinada y
magnífica casa.
Pensé que ésta
era la forma en que debía vivir y morir un poeta de su talla.
Me sentía
bastante sereno, aunque a la vez un poco enfadado ante la perspectiva de
enfrentarme con él. Comencé a ponerme nervioso, y encendí un cigarrillo. Había
llegado puntualmente, y me preguntaba cuál podía ser el motivo del retraso del
viejo poeta. El silencio que reinaba por doquier era ciertamente molesto.
Fantasmas del
pasado parecían cruzar el patio, mientras una época lejana surgía ante mis
ojos. Los hombres de entonces poseían un espíritu aventurero y audaz que casi
ha desaparecido hoy. No somos capaces de emular sus hazañas temerarias ni sus
teatrales proezas.
Sentí un leve
ruido, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuando al fin lo vi bajar
lentamente la escalera, contuve la respiración. Llevaba en la mano mi tarjeta.
Era un hombre viejo, alto y excesivamente delgado; su apergaminado rostro tenía
el color del marfil antiguo; su cabello era blanco y abundante. pero sus
frondosas cejas conservaban aún su color negro, lo que contribuía a que fuese
más lúgubre el resplandor de sus grandes ojos. Era extraño ver que a su edad
sus enormes ojos negros conservaban aún todo su brillo. Su nariz era aguileña y
más bien pequeña su boca. No apartaba sus ojos de mí mientras se acercaba, y se
notaba en su mirada que se formaba un juicio sobre mi persona.
Vestía un
traje negro, y en la mano llevaba su sombrero de ala ancha. Su porte denotaba
dignidad y firmeza. Era tal como me lo había imaginado, y mientras lo observaba
comprendí perfectamente por qué había influido en el ánimo de sus semejantes y
se hacía adueñado de sus corazones. Era un poeta. en todo el sentido de la
palabra.
Llegó al patio
y se dirigió lentamente hacia mí. Tenía, en verdad, unos ojos de águila. Sentí
una emoción incontenible. viendo ante mí al heredero de los grandes poetas de
España: el inmortal Herrera, el tan recordado y patético Fray Luis, el místico san
Juan de la Cruz y el avinagrado y oscuro Góngora, de gran renombre...
Era el único
superviviente de ese linaje de grandes hombres y un digno representante de
ellos. En mi corazón resonaban las bellas y tiernas canciones que habían hecho
tan famoso el lirismo de don Calixto. Cuando estuvo ante mí me turbé y
pronuncié la frase que había preparado y con la cual pensaba saludarle
-Conceptúo
como un alto honor, maestro, que un extranjero como yo haya podido trabar
conocimiento con un poeta de su fama.
Pude ver en
sus penetrantes ojos cuánto le divertía la ocurrencia. Una leve sonrisa se
dibujó un instante en sus austeros labios.
-Disculpe,
señor. No soy poeta; soy un simple comerciante. Se ha confundido usted. Don
Calixto vive al lado.
¡Me había
equivocado de casa!
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