Éramos
siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto
al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual
serpenteaba el camino.
Habiendo
salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos
desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre
todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores,
cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la
emoción del amanecer.
Era
otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los
tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma,
baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y
otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.
Al
fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que
ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y
sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.
El
conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:
-¡Ahí
va una liebre!
Y
extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal
se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas;
luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida
marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros,
indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr,
desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres
se animaron viendo la carrera loca del animalito.
René
Lemanoir exclamó:
-No
pecamos de galante por la mañana.
Y
contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el
sueño, le dijo a media voz:
-No
se preocupe de su marido, baronesa. Tranquilícese; no vuelve hasta el sábado.
Aún le quedan a usted cuatro días.
Ella
respondió, esforzándose para sonreír:
-¡Qué
tonto es usted!
Y
sacudiendo la modorra prosiguió:
-Cuente
usted algo para entretenernos. O usted, Chenal, a quien se atribuyen más
conquistas venturosas que al duque de Richelieu, cuéntenos una historia de
amor, algo que le haya sucedido, lo que guste.
Leon
Chenal, un pintor viejo, que había sido buen mozo, guapetón, fuerte, orgulloso
de su figura y muy favorecido por las mujeres, acariciándose la barba luenga y
canosa, y sonriendo, reflexionó algunos instantes; de pronto dijo seriamente:
-No
es una historia divertida; voy a referir el más lamentable amor de mi juventud.
Y no deseo a mis amigos que inspiren jamás otro semejante.
I
Tenía
yo entonces veinticinco años y andaba pintando por las costas normandas;
vagabundo, con los trabajos al hombro, de mesón en mesón. Esa vida errante a
través de la Naturaleza es lo más delicioso que puede gozarse. Libre, sin
trabas de ninguna especie, sin cuidados y sin preocupaciones, sin pensar
siquiera en el mañana. Se toma el camino que parece más agradable, sin más guía
que la imaginación, sin más consejero que el encanto de los ojos. Nos detiene
un arroyo que seduce con su frescura, o el olor de papas fritas en la puerta de
una posada. Tal vez un perfume de clemátida o la mirada inocente do una moza,
deciden nuestro rumbo. No desprecien tan rústicas ternezas. Las mujeres del
campo también tienen corazón, alma y sentidos, mejillas rosadas y frescos
labios, cuyos besos resultan sabrosos como fruta silvestre. Venga de donde
venga, el amor siempre nos encanta. Un corazón que palpita cuando nos
presentamos, unos ojos que lloran cuando nos despedimos, son cosas tan
agradables, tan dulces, tan preciosas, que nunca deben despreciarse.
Conocí
las citas en sotillos cuajados de violetas, detrás del establo donde duermen
las vacas y sobre los pajares que aún conservaban el calor del sol. Guardo
recuerdos muy dulces de telas bastas que cubrían carnes duras, de inocentes y
brutales caricias, más delicadas y sinceras que los placeres estudiados,
ofrecidos por mujeres encantadoras y distinguidas.
Pero
lo que más agrada en esas divagaciones al azar es el campo. El amanecer, el
bosque, los crepúsculos y las noches de luna, son para los pintores como un
viaje de novios con la Naturaleza, sólo con ella, en largas y silenciosas
entrevistas. Así, tumbado entre margaritas y amapolas mientras el sol baña la
tierra, se descubre un caserío y en el saliente campanario resuena el toque de
oración.
Se
descansa junto a un manantial que brota al pie de una encina, entre hierbas
delgadas, altas, relucientes, fecundas. Arrodillado, inclinándose, se bebe agua
fresca y cristalina que moja el bigote y la nariz, se bebe con ansia, como
besando a la fuente labio a labio. A veces, cuando se descubre un hoyo en esos
arroyuelos, el cuerpo desnudo se baña, sintiendo sobre la piel, desde la cabeza
hasta los pies, como una caricia helada y deliciosa, el estremecimiento de la
corriente viva y ligera.
Se
alegra el alma en las cumbres y languidece con melancolía junto a los
estanques; se exalta cuando se sumerge el sol en un océano de nubes rojizas,
lanzando sobre las aguas reflejos de sangre. Y de noche, bajo la luna, se
sueñan mil cosas que no asaltarían la imaginación en pleno día.
Así,
vagando por esta misma tierra, llegué una vez a Benoiville, un pueblecillo
situado entre Yport y Etretat. Había salido de Fécamp siguiendo la costa, la
costa rocosa y lisa como una muralla, con salientes sobre el mar. Anduve toda
la mañana sobre el césped fino y suave como una alfombra, que junto al abismo
crece oreado por los aires marinos. Y cantando alegremente, ya contemplaba el
majestuoso y lento vuelo de una gaviota, cuyas alas blancas destacaban en el
cielo azul, ya la vela oscura de una barca de pesca, dibujándose sobre la
superficie verde del mar; pasé un día feliz, despreocupado y libre.
Me
dieron razón de una casa de labranza donde admitían huéspedes, especie de
posada regida por una campesina, en medio de un corralón normando rodeado por
una doble fila de hayas.
Abandonando
la costa me acerqué al caserío, casi oculto entre los árboles, y me presenté en
casa de la señora Lecacheur.
Era
una vieja campesina, arrugada, ceñuda, que parecía recibir a los huéspedes
contra su gusto, con una especie de desconfianza.
Corría
el mes de mayo; los manzanos floridos cubrían el corral con sus perfumadas
copas, derramando sus pétalos rosados en continua lluvia, cayendo sobre la
hierba.
Pregunté
al llegar:
-Dígame,
señora Lecacheur, ¿tiene usted habitación para mí?
Asombrada
al oírme llamarla por su nombre, como si la conociese, me respondió:
-Según
sea; lo tengo todo alquilado. Pero, sin embargo, podremos verlo.
En
cinco minutes nos convinimos y dejé mi saco en el suelo terroso de una
habitación rústica, amueblada con una cama, dos sillas, una mesa y un lavabo.
Comunicaba con la cocina, grande, ahumada, donde los huéspedes, cuando los
había, comían con los jornaleros de la casa y con la patrona, que era viuda.
Me
lavé las manos y salí. La vieja estaba asando un pollo en el hogar donde
colgaba la cadena cubierta de hollín.
-¿Tienen
forasteros ahora? -pregunté. Y me respondió con displicencia:
-Tengo
una señora, una inglesa de "cierta edad"; ocupa el otro cuarto.
Conseguí,
pagando veinticinco céntimos de aumento, que me dejaran comer solo en el patio,
los días buenos.
Me
sirvieron el cubierto junto a la puerta y empecé a destrozar con los dientes la
carne flaca del pollo normando, bebiendo sidra clara, comiendo pan duro, pero
excelente.
De
pronto el portillo de madera que daba al camino se abrió y una extraña figura
se dirigió hacia la casa. Era muy delgada, muy alta, envolviéndose de tal modo
en un chal escocés a cuadros rojos, que se la hubiera creído privada de brazos,
al no asomar una larga mano a la altura del muslo, sosteniendo una sombrilla
blanca. Su rostro de momia, rodeado por bucles de cabello gris que oscilaban a
cada paso, se me apareció como un arenque de cuba que se hubiese adornado con
rizos. Pasó delante de mí de prisa y bajando los ojos; luego desapareció en el
interior de la casa.
Aquella
singular figura me hizo gracia; era seguramente mi vecina, la inglesa de
"cierta edad" de quien me hablaba la patrona.
No
volví a verla en todo el día. Al siguiente, habiéndome acomodado para pintar en
el fondo del hermoso valle que todos ustedes conocen y que se prolonga hasta
Etrotat, descubrí, levantando los ojos, algo singular, erguido sobre una cresta
del collado; parecía un mástil empavesado. Era ella. Viéndome, desapareció.
Volví
a la casa a medio día y me senté a almorzar en la mesa de la cocina para
entablar amistades con aquella figura original. Pero no contestó a mis
cumplidos, insensible a mis atenciones. Le llené la copa de agua, ofreciéndole
los platos para que se sirviera. Con una suave inclinación de cabeza, casi imperceptible,
y una palabra inglesa pronunciada tan bajo que no la entendí, quedé contestado.
No
volví a ocuparme de ella, pero seguía pensando en ella.
A los
tres días la señora Lecacheur me había contado cuanto sabía de la inglesa.
Se
llamaba miss Harriet. Buscando un oculto caserío para pasar el verano, se había
detenido en Bonouville mes y medio antes que yo, y no parecía dispuesta a
marcharse. No hablaba nunca en la mesa, comía de prisa y leyendo algún libro de
propaganda protestante; regalaba muchos libritos de esos a todo el mundo. Hasta
el señor cura había recibido cuatro por conducto de un muchacho, al cual daba
la inglesa diez céntimos por cada recado. Algunas veces decía a la patrona de
pronto, sin que nada preparase esta declaración: "Amo a Dios sobre todas
las cosas;. lo admiro en todas sus obras, lo adoro en toda la Naturaleza y lo
llevo siempre en mi corazón." Y dicho esto entregaba a la campesina,
sorprendida, un librito de los destinados a convertir al universo.
En el
pueblo no la estimaban. Habiéndola clasificado el maestro de atea, pesaba sobre
la inglesa un desprecio general. El cura, consultado por la señora Lecacheur,
respondía:
-Es
una hereje, pero Dios no quiere la muerte del pecador; y yo la juzgo persona de
una moralidad perfecta.
Estas
palabras "atea", "hereje", cuyo significado preciso no se
conocía en el pueblo, llenaban de dudas las almas sencillas do los campesinos.
Además aseguraban que la inglesa era rica y que había pasado toda su vida
recorriendo el mundo, porque su familia la echó de su casa. ¿Por qué su familia
la echó de su casa? Por su impiedad, naturalmente.
Era,
en verdad, una exaltada por los principios, una puritana obstinada, como sólo
en Inglaterra se producen; una de esas bondadosas e insoportables solteronas
que frecuentan las fondas y posadas de toda Europa, deslucen Italia, envenenan
Suiza, hacen imposibles las más hermosas ciudades del Mediterráneo, llevan a
todas partes sus estrambóticas manías: sus costumbres de vestales petrificadas,
sus tocados indescriptibles y un cierto olor a caucho, como si de noche las
encerraran en un estuche.
Cuando
tropezaba en un hotel con una de esas mujeres, yo huía como los pájaros que ven
un espantajo en un sembrado.
Aquella,
sin embargo, me parecía tan singular que no me disgustaba.
La
Señora Lecacheur, hostil por instinto a todo lo que no era campesino, sentía en
su alma limitada una especie de odio hacia las maneras estáticas de la
solterona. Y había encontrado una expresión para calificarla, una expresión
despreciativa seguramente, que asomó no sé cómo a sus labios, provocada por no
sé qué misterioso esfuerzo de su inteligencia. La llamaba la endemoniada. Y
esta expresión, refiriéndose a la mujer austera y sentimental, me parecía
irresistiblemente irónica. Yo tampoco la llamaba más que la
"endemoniada", sintiendo cierta delicia cuando al verla pronunciaba
en alta voz el apodo.
Pregunté
a la señora Lecacheur:
-¿Qué
hace hoy nuestra endemoniada?
-Y la
campesina me respondió indignadísima:
-¿Creerá
usted que ha recogido un sapo, al cual había pisado una pata, que lo ha llevado
a su habitación y que lo ha dejado en su jofaina, poniéndole una venda como a
una persona herida? ¡Qué profanación!
Otra
vez, paseando por la costa, había comprado un hermoso pez que acababan de
pescar, sin más objeto que devolverlo nuevamente al agua, y el marinero, aún
cuando cobró espléndidamente, la llenó de improperios y de insultos, más
exasperado que si la pobre mujer le hubiese robado el dinero del bolsillo. Al cabo
de un mes, aún no podía recordar aquello sin enfurecerse y sin disparatar,
vomitando ultrajes. ¡Oh! Sí; era seguramente una endemoniada miss Harriet; la
señora Lecacheur había estado verdaderamente inspirada cuando la bautizó así.
El
mozo de cuadra, al que llamaban Zapador porque había servido en el ejército de
África, abrigaba otras opiniones. Decía con intención maliciosa:
-Es
una vieja que ha hecho de las suyas.
¡Si
la pobre solterona lo hubiera sabido!
La
criada Celestina le servía siempre a disgusto, sin que yo acertase a comprender
por qué. Acaso únicamente porque miss Harriet era extranjera, de otra raza, de
otra lengua, de otra religión. ¡Era positivamente una endemoniada!
Todo
el día vagaba por el campo, tratando de adorar a Dios en la Naturaleza. Yo la
encontré una tarde arrodillada sobre un zarzal. Distinguiendo algo rojo entre
las hojas, aparté unas ramas, y miss Harriet se levantó avergonzada de que la
hubiera descubierto, fijando en mí sus ojos asustados, como los de un búho
sorprendido en pleno día.
Algunas
veces, cuando yo trabajaba en las rocas, la veía de pronto en la costa,
semejante a una señal del semáforo, contemplando el ancho mar dorado por la
luz, y el inmenso cielo encendido como una hoguera. A veces la descubría en lo
más hondo de una cañada, caminando muy de prisa, con su paso elástico de
inglesa, y me acercaba entonces a ella, movido no sé por qué curiosidad, sólo
para ver su rostro iluminado, su rostro seco, indescriptible, bañado en un
placer interior y profundo.
Con
frecuencia la encontraba junto a una casa de labranza, sentada sobre la hierba
y a la sombra de un manzano, con su librejo bíblico abierto sobre las rodillas
y la mirada flotando a lo lejos.
Yo
tampoco me iba de allí, sujeto a aquel terruño plácido y tranquilo por mil
lazos amorosos que me unían a sus dulces paisajes. Me sentía satisfecho en
aquel rincón ignorado, lejos de todo, cerca de la tierra, de la bondadosa, de
la sana, de la verde tierra que todos fertilizaremos con nuestro cuerpo algún
día. Y acaso también, fuerza es confesarlo, una pequeña curiosidad me retenía
en casa de la señora Lecacheur. Yo deseaba conocer algo a la extraña miss
Harriet y descubrir lo que pasa en las almas solitarias de las errantes
solteronas inglesas.
II
Intimamos
al fin de un modo singular. Yo acababa un estudio que me parecía muy atrevido,
y lo era en efecto. Algunos años más tarde alcanzó un precio de quince mil
francos. Era tan sencillo como dos y dos son cuatro, y exento de todas las
reglas académicas. Toda la parte izquierda del lienzo representaba una roca,
una enorme roca rugosa, cubierta de algas pardas, amarillas y rojas, sobre las
cuales se deslizaba el sol como aceite. La luz, sin que apareciera el astro,
oculto detrás de mí, caía sobre la piedra y la doraba con su fuego. No había
más; un primer término de claridad deslumbradora: inflamado, soberbio. A la
derecha el mar; no el mar azul: el mar pizarroso, verduzco, lechoso, bajo un
cielo también recargado.
Yo
estaba tan satisfecho de mi obra que brincaba de gusto cuando iba con ella de
regreso para mi posada. Hubiera deseado que la contemplara en aquel instante el
mundo entero. Recuerdo que la enseñé á una vaca, al borde del camino,
diciéndole:
-Mira
esto; no verás con frecuencia cosas parecidas.
Llegando
a la casa, llamé a gritos a la señora Lecacheur vociferando:
-jEh!
patrona, patrona; salga usted en seguida y quítese las telarañas de los ojos
para ver esto.
La
campesina salió, contemplando mi obra con ojos estúpidos que no distinguían
nada, que no sabían siquiera si aquello representaba un buey o una cabaña.
Miss
Harriet entraba, pasando detrás de mí en el momento en que yo presentaba el
lienzo para enseñárselo a la patrona. "La endemoniada" no pudo dejar
de verlo, porque yo cuidaba de colocarlo de manera que no escapase a su vista.
Miss Harriet se detuvo en seco, sobrecogida, estupefacta. Era su roca, según
creo, la roca donde solía subir para soñar a su gusto.
Murmuró
un "¡Aah!" británico tan acentuado y tan halagador, que me volví
hacia ella sonriendo y dije:
-Es
mi último estudio, señorita.
Ella
murmuró extasiada, cómica y tiernamente:
-¡Oh,
señor! Usted interpreta la Naturaleza de un modo palpitante.
Me
ruboricé, a fe mía, más conmovido por aquel elogio que si me lo hiciese una
reina. Me sedujo, me conquistaba, me vencía. Le hubiera dado un beso; ¡palabra
de honor!
Me
senté á su lado en la mesa, como siempre.
Por
vez primera me habló, como si continuara en alta voz su pensamiento.
-¡Ah!
Yo adoro la Naturaleza.
Le
ofrecí pan, le serví agua y vino. Aceptaba mis atenciones con una sonrisita de
momia. Y comencé a hablar de paisajes.
Terminada
la comida y habiéndonos levantado a un tiempo, anduvimos a través del corral;
luego, atraído sin duda por el incendio formidable que el sol poniente
reflejaba en el mar, abrí el portillo que daba hacia la costa y salimos juntos,
como dos personas que acaban de comprenderse y de penetrarse.
Era
una tarde templada y dulce; una de esas tardes bienhechoras en que la carne y
el espíritu se sienten dichosos. El aire tibio y embalsamado, lleno de los
olores de las hierbas y de las algas, acariciaba el olfato con sus perfumes
silvestres, acariciaba el paladar con su sabor marítimo, acariciaba el alma con
su dulzura penetrante. Caminábamos por el borde del abismo, sobre un mar
anchuroso que removía sus pequeñas ondas a cien metros de profundidad; y
absorbíamos, con la boca entreabierta y el pecho dilatado, la fresca brisa que
después de atravesar el océano acariciaba nuestra piel: brisa lenta y salada,
porque había recibido el beso de las olas.
Envuelta
en su chal a cuadros, con la expresión de inspirada y mostrando los dientes, la
inglesa contemplaba cómo el sol enorme se hundía en el mar. Ante nosotros,
lejos, muy lejos, en la línea del horizonte, un barco de tres palos cubierto de
velas dibujaba su contorno sobre un cielo inflamado, y otro barco de vapor, más
próximo, pasaba lanzando una columna de humo que dejaba, como una nube oscura,
un rastro en el cielo.
El
globo rojo descendía constante y lentamente. Llegó a tocar el agua detrás del
barco de vela, el cual apareció, inmóvil como en un cuadro de fuego, sobre el
astro deslumbrador, que se hundía poco a poco devorado por el mar. Aquello
acabó. Sólo el barco de vela seguía ofreciendo su perfil sobre un cielo dorado.
Miss
Harriet contemplaba con ojos apasionados el fin majestuoso del día, sintiendo
un deseo inmoderado de abarcar el cielo, el mar, el horizonte.
Murmuró:
-¡Aoh!
He querido..., he querido.., he querido...
Una
lágrima humedeció sus párpados. Luego prosiguió:
-¡...ser
un pájaro y volar hacia el firmamento!
Y
seguía de pie, rígida, como la vi tantas veces en la costa envuelta en su chal
purpurino. Se me pasaron ganas de hacer un apunte de aquella figura en mi
álbum. Hubiera parecido la caricatura del éxtasis.
Volví
la cabeza para que no me viera sonreír.
Luego
seguí hablándole de pintura, como hablaría con un camarada, indicando los
tonos, las energías, el vigor, con los términos del oficio. Ella escuchaba muy
atenta, comprendiendo, tratando cuando no de adivinar el oscuro sentido de las
palabras y penetrar en mis ideas. De vez en cuando murmuraba:
-¡Oh!
Lo he comprendido, lo he comprendido. Era muy palpitante.
Regresamos.
Al
día siguiente, en cuanto me vio, se acercó para tenderme la mano. Y nos hicimos
amigos.
Era
una interesante criatura que tenía una especie de resortes en el alma que la
obligaban a manifestar a saltos sus emociones. Le faltaba el equilibrio como a
todas las solteras de cincuenta años. Parecía confitada en una inocencia
agriada; pero había conservado en el corazón algo muy joven, algo inflamable
aún. Adoraba la Naturaleza y sentía por los animales un afecto exaltado, como
el fermento de un vino de muchos años, como una derivación del amor sensual que
no había dado a los hombres.
Es
cierto que la presencia de una perra dando de mamar a sus cachorros, de una
burra comiendo en el prado con su pollino entre las piernas, de un nido de
pájaros con las crías piando, con el pico abierto, la cabeza enorme y el cuerpo
desnudo, la hacían palpitar con emociones exageradas.
¡Pobres
criaturas solitarias, errantes y tristes, de las fondas y hosterías! ¡Pobres
criaturas ridículas y lamentables! ¡Me inspiran amor desde que pude conocer a
aquélla!
Pronto
comprendí que deseaba decirme algo pero no se atrevía, y para mí era un motivo
de gozo su timidez. Cuando yo salía de mañana con mi caja al hombro, ella me
acompañaba un rato, silenciosa, con ansia visible y buscando palabras para
comenzar. Luego se apartaba de mí bruscamente y se iba de prisa, con el
balanceo de sus pasos.
Un
día por fin se atrevió.
-Deseo
ver cómo pinta usted. ¿Quiere? Siento una gran curiosidad.
Y se
puso colorada, como si hubiese pronunciado palabras muy atrevidas.
La
conduje basta el fondo del valle donde había comenzado un gran estudio.
Se
quedó de pie detrás de mí, observando todos mis gestos con atención
reconcentrada.
Luego,
de pronto, acaso temerosa de molestarme, dijo:
-Gracias
-y se fue.
Pero
en poco tiempo demostró mucha confianza y me acompañaba todos los días con un
placer visible. Llevaba su sillita de tijera debajo del brazo, sin consentirme
que yo se la cogiese, y se sentaba a mi lado. Allí permanecía horas y horas
inmóvil y muda, siguiendo con la vista la punta de mi pincel en todos sus
movimientos. Cuando yo conseguía, con un emplasto de color puesto bruscamente
con la cuchilla, un efecto justo y deseado, ella lanzaba contra su voluntad un
"¡Aoh" de asombro, de alegría, de admiración. Sentía respeto y
ternura por mis telas, respeto casi religioso por aquella copia humana de la
Naturaleza, la obra divina. Mis estudios le parecían así como cuadros de
santidad, y algunos veces me hablaba de Dios, queriendo catequizarme.
¡Oh!
Era un hombre bondadoso y agradable su Dios; una especie de filósofo de aldea,
sin grandes medios y sin gran poder, porque lo suponía siempre desconsolado por
las injusticias cometidas en su reino, como si Él no hubiese podido evitarlos.
Se
mostraba excelentemente relacionada con el Creador y hasta parecía recibir
confidencias de sus secretos y de sus contrariedades. Decía: "Dios
quiere" o "Dios no quiere", como un sargento participando a un
recluta lo que "el coronel ha ordenado".
Deploraba
en el fondo de su corazón mi ignorancia de las intenciones celestes, que se
esforzaba en revelarme; y yo encontraba cada día en mis bolsillos, en mi
sombrero cuando lo dejaba en el suelo, en mi caja de pinturas, en mis botas
embetunadas ante mi puerta al levantarme, aquellos libritos de propaganda
piadosa que sin duda recibía ella directamente del Paraíso.
Yo la
trataba como una antigua amiga, con una franqueza cordial; pero pronto noté que
sus maneras habían cambiado; al principio no le di importancia.
Cuando
yo trabajaba en el fondo de la cañada, la veía de pronto aparecer, llegando con
su marcha rápida y ondulante. Se sentaba bruscamente, fatigada como si hubiese
corrido o como si alguna emoción profunda la agitase.
Estaba
muy colorada, con ese rojo inglés que ningún otro pueblo posee. Luego, sin
motivo, palidecía, poniéndose del color de la tierra y como si fuese a
desmayarse. Poco a poco recobraba su fisonomía ordinaria y comenzaba la
conversación.
Pero
de pronto se interrumpía en una frase que dejaba sin concluir, y se levantaba,
yéndose tan de prisa y tan bruscamente que me preocupaba, imaginando si pude
hacer alguna cosa que la disgustara o la hiriera.
Al
cabo supuse que debía ser aquella su manera de ser, algo modificada en mi
honor, al principio de nuestras amistades.
Cuando
entraba en la casa, después de andar hora tras hora sobre una ladera azotada
por el viento, sus largos cabellos retorcidos en espiral estaban lacios y
colgaban como si se les hubiera roto el resorte.
Entraba
en su cuarto para componerse y atusarse un poco, y cuando yo le decía con una
galantería familiar que la escandalizaba siempre: "Hoy está usted hermosa
como un astro, miss Harriet", le subía el rubor a las mejillas: el rubor
de la joven, el rubor de los quince años.
Al
fin acabó mostrándose muy esquiva; ya no me acompañaba ni me veía pintar.
Supuse: "una crisis que pasará". Pero no pasó. Cuando yo le dirigía
la palabra, me respondía con afectada indiferencia o con sorda irritación.
Tenía brusquedades, impaciencias, nervios. Solamente a las horas de comer la
veía y apenas hablábamos. Creyendo que sin mala intención acaso pude ofenderla,
una tarde la pregunté:
-Miss
Harrict, ¿por qué no está usted conmigo como antes? ¿Qué hice para disgustarla?
Siento verla indiferente.
Y me
respondió con acento de cólera y algo de malicia:
-Estoy
con usted lo mismo que siempre. Lo que usted supone no es verdad, no es verdad.
Y
corrió a encerrarse en su cuarto. A veces me miraba de un modo extraño. Luego
he creído que los condenados a muerte deben mirar así cuando les anuncian que
ha llegado el último día de su vida. Había en sus ojos una especie de locura;
una locura misteriosa y violenta, y además una fiebre, un deseo exasperado,
impaciente, impotente, de lo irrealizado y de lo irrealizable. Y me parecía también
adivinar en ella un combate interior: su corazón luchando con una fuerza
desconocida que no podía dominar; y acaso también otra cosa... ¡Qué sé yo! ¡Qué
sé yo!
III
Fue
una revelación extraña.
Llevaba
yo bastantes días trabajando todas las mañanas desde el amanecer en un cuadro,
cuyo asunto era el siguiente:
Un
barranco profundo tapizado por malezas, y a cuya boca se asomaban los árboles
de la orilla, casi anegado en ese vapor lechoso que flota en las cañadas al
nacer el día. Y en el fondo de aquella bruma espesa y translúcida se veían
aparecer, o más bien se adivinaban, dos enamorados: un muchachote y una
mozuela, unidos, abrazados; ella con la cabeza levantada hacia él, y él
inclinándose hacia ella ofreciéndole los labios.
El
primer rayo de sol, atravesando entre las hojas, lanzaba un reflejo rosáceo,
destacando las fugitivas sombras de los rústicos enamorados sobre una claridad
argentada. Me gustaba de veras, me gustaba mucho aquel estudio.
Esto
lo hacía en la pendiente que conduce al valle de Etretat. Aquella mañana
encontré por suerte la flotante niebla que yo apetecía.
Algo
se irguió ante mí como un fantasma; era miss Harriet. Viéndome, quiso huir;
pero la detuve llamándola.
-Venga
usted, señorita, venga usted a ver lo que pinto.
Se
acercó a disgusto. Le presenté mi boceto. No dijo nada, pero estuvo largo
tiempo inmóvil, contemplando; y, bruscamente, arrancó a llorar. Lloraba con
espasmos nerviosos, como quien ha luchado mucho contra sus lágrimas, y que no
pudiendo más, viéndolas derramarse, resiste aún. Me levanté de un salto,
conmovido por aquella tristeza que no comprendía, y le cogí las manos con un
movimiento de afecto brusco, un movimiento irreflexivo, realizado antes que
meditado.
Abandonó
durante algunos segundos sus manos entre las mías, y las sentí palpitar como si
todos sus nervios se retorciesen. Luego las retiró bruscamente; más aún, las
arrancó a la opresión de mis dedos.
Reconocí
aquel estremecimiento por haberlo sentido; no lo confundiría con nada. ¡Oh! El
estremecimiento amoroso de una mujer, ya tenga quince años, ya cincuenta, ya
sea una campesina o una gran señora, me va tan derecho al corazón que nunca
dudo para comprenderlo.
Todo
su pobre ser había temblado, vibrado, desfallecido; yo lo sabía. Se apartó de
mí sin que yo le dijese una palabra, dejándome sorprendido como ante un
milagro, y desconsolado como si me sintiera culpable de un crimen.
No
acudí a la hora del almuerzo. Fui a dar un paseo por la costa, con tantas ganas
de llorar como de reír, pareciéndome semejante aventura cómica y
desconsoladora, sintiéndome ridículo y juzgándola infeliz hasta la demencia.
Reflexionaba
qué sería prudente hacer.
Deduje
que lo mejor sería irme y acepté por buena mi resolución.
Después
de vagar toda la tarde algo triste y algo soñador, volví a casa a la hora de
comer.
Nos
sentamos a la mesa como de costumbre. Miss Harriet comía gravemente, sin hablar
a nadie y sin levantar los ojos. En su rostro y en sus maneras no se advertía
cambio alguno.
Esperé
a que terminase la comida, y entonces, dirigiéndome a la patrona, dije:
-Señora
Lecacheur: ya muy pronto nos despediremos.
La
pobre mujer, sorprendida y disgustada, exclamó:
-¡Qué
dice usted, señor? ¡Irse ya! ¡Nos habíamos acostumbrado a verle!
Miré
de reojo a miss Harriet; su rostro no se había inmutado. Pero Celestina, la
criada, clavó sus ojos en mí. Era una moza de dieciocho años, abundante,
fresca, fuerte como un caballo; y limpia, cosa rara. Tropezándola en los
rincones, la había besado varias veces, por no perder la costumbre, nada más.
Fui a
fumarme una pipa bajo los manzanos y paseándome de un extremo a otro del
corral. Todas las reflexiones que me había hecho en el día, el extraño
descubrimiento de la mañana, aquel amor grotesco y apasionado que motivaba yo,
recuerdos despertados por aquella revelación, recuerdos agradables y
turbadores, acaso también los ojos encendidos de la criada clavados en mí al
anuncio de mi viaje: todo esto mezclado, revuelto, estremecía mi carne,
provocando en mis labios ansia de besos y encendiendo en mis venas el deseo de
hacer alguna bestialidad.
Cerraba
la noche; vi a Celestina que salía del gallinero. Corrí en su busca tan
ligeramente y tan silencioso que no me sintió llegar, y cuando ella se
levantaba después de ajustar el pequeño agujero por donde salen y entran las
gallinas, la oprimí entre mis brazos, cubriendo su rostro de caricias. Ella se
defendía riendo, acostumbrada a recibir achuchones.
¿Por
qué la solté bruscamente? ¿Por qué me volví estremecido? ¿Cómo noté la mirada
de alguien a mi espalda?
Era
miss Harriet que regresaba de su paseo, que nos vio, y que permanecía inmóvil
como ante un espectro. Luego se perdió entre las sombras de la noche.
Me
sentí avergonzado, turbado, desesperado, al verme sorprendido así por ella.
Menos me impresionara si me hubiese visto cometiendo cualquier acción criminal.
Apenas
dormí, enervado, abrumado por tristes pensamientos. Me parecía oír llorar. No sería
cierto. Varias veces también creí que andaban por la casa y que abrían la
puerta de salida.
Al
amanecer, la fatiga me rindió; dormí aletargado y desperté muy tarde. A la hora
de almorzar salí a la cocina, confuso aún, sin saber cómo presentarme.
Nadie
había visto a miss Harriet aquella mañana. La esperamos, pero no llegó. La
señora Lecacheur entró en su cuarto; la inglesa había salido; y debió salir muy
temprano, antes de amanecer.
Nadie
la extrañó y empezamos a comer en silencio.
Hacía
calor, mucho calor; uno de esos días abrasadores y pesados en que no se mueve
una hoja en los árboles. Habían sacado la mesa fuera, bajo un manzano, y de
cuando en cuando Zapador iba a la bodega para llenar el jarro de sidra; todos
teníamos bastante sed. Celestina servía un guisado de carnero con papas, un
conejo salteado y ensalada. Luego puso en la mesa un frutero con cerezas, las
primeras del año.
Queriendo
lavarlas y refrescarlas, pedí a la moza que sacara del pozo un cubo de agua
fresca.
Fue
para complacerme, y al cabo de cinco minutos volvió diciendo que el pozo estaba
seco. Habiendo soltado toda la cuerda, el cubo había tocado al fondo, subiendo
vacío. La señora Lecacheur quiso cerciorarse por sí misma de aquello que le
parecía extraño, y fue hacia el pozo. Volvió asegurando que sucedía en el pozo
algo que no era natural. Estaba cegado; sin duda un vecino, por vengarse de
ella, arrojó al agujero algunos haces de paja.
Yo
también quise verlo y me pareció distinguir una cosa blanca. ¿Qué sería? Se me
ocurrió bajar un farol con una cuerda. La claridad pálida se derramaba sobre
las paredes, hundiéndose poco á poco. Los cuatro estábamos inclinados sobre la
boca del pozo, porque Celestina y Zapador curioseaban también. El farol se
detuvo sobre una masa confusa, blanca y negra, extraña, incomprensible.
Zapador
exclamó:
-Es
un caballo. Habrá caído por la noche, saliéndose del prado.
Pero
de pronto sentí un estremecimiento que me penetró hasta los huesos. Había
reconocido la forma de un pie, de una pierna.
Y
murmuré, temblando tanto que la linterna bailaba en mi mano.
-Es
una mujer... no hay duda... Es miss Harriet.
Zapador
no se inmutó. ¡Había visto en África tantas cosas!
La
señora Lecacheur y Celestina, echando a correr, lanzaban gritos penetrantes.
Era
necesario sacar de allí el cadáver. Até fuertemente al criado por la cintura y
lo bajé, ayudado por la polea, muy despacio, viéndolo hundirse en el agujero.
Llevaba el farol y otra cuerda. Pronto su voz, que parecía salir del centro de
la tierra, gritó:
-¡Basta!
Y vi
que removía un cuerpo en el agua; sacó la otra pierna, luego atando los dos
pies a la cuerda que llevaba, gritó:
-¡Arriba!
Lo
hice subir, pero me sentía los brazos tronchados, los músculos reblandecidos;
temí que la cuerda se me escapara de las manos, dejando caer al hombre. Cuando
vi aparecer su cabeza, le pregunté:
-¿Qué
hay?
Como
si aguardase noticias del pobre ser dormido para siempre.
Entre
los dos, uno a cada lado, inclinados sobre la abertura, izamos el cadáver.
La
señora Lecacheur y Celestina nos contemplaban desde lejos. Al ver asomar los
zapatos y las piernas, corrieron a esconderse.
Zapador,
cogiéndola por los tobillos, echó fuera el cuerpo de la pobre mujer, en la
postura más vergonzosa para su castidad. La cabeza, horrible, negra y
destrozada, y sus largos cabellos grises, destrenzados para siempre, colgaban,
chorreando agua y lodo. Zapador exclamó despreciativamente:
-¡Recontra,
qué flacucha estaba!
La
llevamos a su cuarto, y como las dos mujeres no aparecieron, entre el criado y
yo tuvimos que amortajarla.
Lavé
su triste rostro descompuesto. Al tocarla, un ojo se abrió, mirándome con la
expresión pálida y fría de los cadáveres, con esa mirada que parece venir del
otro lado de la vida. Recogí como pude sus cabellos y con mis manos inhábiles
coloqué sobre su frente una cofia nueva y singular. Luego le quité las ropas
empapadas en agua, descubriendo un poco sus hombros y su pecho, avergonzado
como si cometiese una profanación. Sus hombros y su pecho y sus brazos eran
delgados como ramas de arbusto.
Salí
a buscar flores, amapolas, margaritas, hojas frescas y perfumadas, con las
cuales cubrí su lecho funerario.
Hallándome
solo con ella, también tuve que cumplir las formalidades acostumbradas.
En
uno de sus bolsillos encontré una carta, escrita en los últimos instantes,
pidiendo que la enterrasen en aquel villorrio donde había pasado sus últimos
días. Un terrible pensamiento me oprimió el corazón. ¿No era yo la causa de que
desease permanecer allí?
Al
anochecer, las comadres de la vecindad llegaron para ver a la difunta, pero no
consentí que entraran en su cuarto; prefería estar solo y velé toda la noche.
A la
luz de los cirios contemplaba yo a la miserable mujer desconocida, muerta lejos
de su casa tan horrorosamente. ¿Dejaba en algún lugar de la tierra parientes o
amigos? ¿Qué fueron su infancia y su juventud? ¿De dónde había salido tan sola,
errante, como un perro abandonado por su dueño? ¿Qué secreto sufrimiento, qué
íntima desesperación guardaba el cuerpo sin atractivos, el cuerpo arrastrado
como una vergüenza durante toda la vida, ridícula envoltura que alejó de la
infeliz todo afecto y todo amor?
¡Hay
seres muy desgraciados! Yo sentía gravitar sobre aquel despojo humano la eterna
injusticia de la implacable naturaleza. ¡El mundo acabó para ella, sin que
acaso hubiera sentido jamás lo que sostiene a todos los desheredados: la
esperanza de que los amen alguna vez! ¿Por qué se ocultaba, huyendo de las
gentes? ¿Por qué adoraba con tierna pasión todas las cosas y todos los seres
vivos, excepto los hombres?
Me
parecía natural que la infeliz creyera en Dios y esperara en un porvenir la
compensación de su miseria. Llegaba la hora en que su cuerpo daría jugo a las
plantas, florecería con el sol, sería pasto de los animales, que a su vez son
pasto del hombre: transformándose así de nuevo en carne humana. Pero su
espíritu se apagó para siempre en el pozo estrecho. Ya no sufría.
Pasaban
las horas en aquella soledad siniestra. Una pálida claridad anunció el nuevo
día; luego un haz de luz rojiza penetró hasta el lecho. ¡Era la hora que más le
agradaba! Los pájaros cantaron entre los árboles.
Abrí
la ventana, separé las cortinas para que la claridad nos inundase, y
acercándome al cadáver cogí entre mis manos la cabeza desfigurada; luego,
lentamente, sin terror y sin disgusto, la besé; un beso largo en aquella boca
triste, que no había recibido nunca un beso...
León Chenal acabó así. Las mujeres lloraban; en el pescante el conde de Etraille sacó repetidas veces el pañuelo. Los caballos, que no sentían la fusta, iban acortando el paso. El coche no avanzaba, como si en él gravitase todo el peso de tan espantosa tristeza.
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