Es seguro que cada día estará más viejo, más
lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la
sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala,
murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a
sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y
aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara,
moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de
cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos -ahora que se llama Roberto y se
emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando
toso- del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las
noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club,
para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la
cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme
cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara,
tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida
incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla
más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente
joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita
ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se
interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de
mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia
el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el
silencio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo:
apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear,
sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco
melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de
ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya
mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de
Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi
mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que
aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con
unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita",
mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o
estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban
ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo
esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un
impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó
moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si
me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la
mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de
goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a
fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado,
flojo y pensativo. Imprudentemente -yo estaba de pie recostado contra el piano-
empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el
sonido cada tres segundos, mirándolo.
Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante
respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el
silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando
la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo
y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su
cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco
patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos
la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el
piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda
nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración
era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir
tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta
que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo.
Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del
piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa
sonrisa: "¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de
salvación o salto en el vacío?".
No podía contestarle nada, no podía deshacerle la
cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano.
Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser
que usted improvise".
El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía
dejar de ir por las noches al club -recuerdo, de paso, que había campeonato de
tenis por aquel tiempo- porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer
por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos
y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera
desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica
cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo
había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por
aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No
reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había
cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina,
insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de
ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un
peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo
con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a
pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo
fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de
casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo
vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo
estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan
parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se
le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con
Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va
a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras
resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años -le dije-
eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca.
Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó
mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo
completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere
que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi
enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me
odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios
y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos -dijo-, no terminaría en la
noche".
"Pero se puede decir en dos o tres palabras.
Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si
usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho,
es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son
extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y
volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando.
"Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer
que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a
fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio
odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de
haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa
y yo era tan limpio y tan joven como él. "Usted puede equivocarse -le
dije-. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...".
"No, no -dijo rápidamente-, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted
es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son
las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente.
Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en
ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo
romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparato de música,
marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché.
La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes
pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era
digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo
diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que
determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres
en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al
concepto hecho por una pobre experiencia. Pero -decía también- tampoco la palabra
experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y
repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco
crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería
muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le
contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía
tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus
vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa -la música
había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio-, Bob dijo
"nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni
lento.
Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró
en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo
aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella,
entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con
ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un
encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo
recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos
morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el
enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la
buena estación.
Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés
que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a
la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo
hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática
de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a
la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la
plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y
los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca
muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no",
sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob
para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada
-ni Inés- podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y
endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en
medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis
hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de
matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Ahora hace cerca de un año que veo a Bob casi
diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos
presentaron -hoy se llama Roberto- comprendí que el pasado no tiene tiempo y el
ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de
Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que
yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y
desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a
mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y
perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente
inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la
cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder
odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara
solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces
su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente
las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas,
elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer
acompañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años
atrás, la noche propicia en que estuviera solo.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta
segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma
de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que,
en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que
esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del
café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y
escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y
enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el
tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados
sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer
la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para
cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no
podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los
viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en
todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva
una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una
mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos
domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las
carreras por teléfono.
Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo
amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los
hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos,
los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas
veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado
para siempre.
No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida
a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al
tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de
vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho,
insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar
que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el
de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde
ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de
tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que
gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes,
creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de
donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo
redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una
sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y
queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo
entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas
de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos
miles de pies inevitables.
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