Sábado, 28 de enero.
Pero Votini
es incorregible. Ayer en la clase de religión, delante del director, el maestro
preguntó a Derossi si sabía de memoria aquellas dos estrofas del libro de
lectura: “Dondequiera que tiendo la vista te veo, inmenso Dios”. Derossi respondió que no, y Votini dijo en seguida: “¡Yo lo sé!”, sonriéndose,
como para mortificar a Derossi, pero el mortificado fue él, porque no pudo
recitar la poesía, pues en aquel momento
entró en la escuela la madre de Franti, muy afligida, despeinados sus grises
cabellos, toda llena de nieve, con su hijo, que había sido excluido de la
escuela desde hacía ocho días.
¡Qué triste
escena nos tocó presenciar! La pobre señora se echó casi de rodillas a los pies
del director, tomándole las manos y suplicándole:
-¡Oh, señor
director, hágame usted el favor de volver a admitir al niño en la escuela! Hace
tres días que está en casa. Lo he tenido escondido; pero Dios me valga si su
padre lo descubre, porque lo mata. ¡Tenga usted compasión! , que yo no sé ya
qué hacer. Se lo recomiendo con todo mi alma.
El director
trató de llevarla afuera; pero ella se resistía siempre, rogándole:
-¡Oh, si
supiese usted la lástima que me da este hijo! ¡Tenga usted compasión! ¡Hágame
el favor! Yo espero que se enmendará. Si no me lo concede usted, no viviré ya
más; me muero, aquí mismo; pero querría
verlo corregido antes de morir, porque… y la interrumpió el llanto. Es mi hijo,
lo quiero mucho y moriría desesperada. Admítalo de nuevo, señor director, para
que no sobrevenga una desgracia. ¡Hágalo por caridad hacia una pobre mujer! –Y
se cubrió el rostro con las manos, sollozando.
Franti
estaba impasible, con la frente baja. El director lo miró; estuvo un rato
pensándolo, y después dijo:
-Franti,
vuelve a tu puesto.
Entonces la
madre apartó las manos de la cara, muy consolada, y empezó a dar miles de gracias, sin dejar de
hablar al director y se alejó hacia la
puerta, enjugándose los ojos y diciendo con emoción creciente:
-¡Hijo mío,
que seas bueno. Tengan ustedes paciencia. Gracias, señor director; ha hecho
usted una obra de caridad. Adiós, hijo
mío. Buenos días, niños. Gracias, señor
maestro; hasta la vista. ¡Soy una pobre madre que ha sufrido mucho!
Y dirigiendo
aún desde el umbral de la puerta una mirada suplicante a su hijo, se fue ahogando los lamentos que la destrozaban,
pálida, encorvada, temblorosa, oyéndosele todavía toser cuando ya bajaba la escalera.
El director
miró fijamente a Franti, en medio del silencio de la clase, y le dijo con una
inflexión de voz que hacía temblar:
-¡Franti, estás matando a tu madre!
Todos se volvieron a mirar a Franti. Y el
muy infame ¡se sonreía!
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