Viernes,
18 de noviembre.
Coretti
estaba muy contento esta mañana, porque ha venido a presenciar los exámenes
mensuales su maestro del segundo grado: Coatti, un hombrón con mucho pelo y muy
crespo, gran barba negra, ojos negros, oscuros y una voz de trueno. Amenaza
siempre a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de las orejas a la
dirección, y tiene siempre el semblante adusto; pero jamás castiga a nadie; al
contrario, sonríe siempre detrás de su barba.
Ocho son los maestros, con Coatti, e
incluyendo también al suplente, pequeño y sin barba, que parece un muchacho.
Hay un
maestro, el de cuatro grado, arropado en una gran bufanda de lana, siempre
lleno de achaques que contrajo cuando era maestro rural, en una escuela húmeda,
cuyas paredes rezumaban. Otro maestro del cuarto grado es viejo, muy canoso, y
ha sido profesor de ciegos. Hay otro, muy bien vestido, con lentes, bigotito
rubio, y a quien llaman “el abogadillo”,
porque siendo ya maestro, se hizo abogado; después compuso un libro para
enseñar a escribir cartas. En cambio, el de gimnasia tiene tipo de soldado;
sirvió en Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable
que recibió en la batalla de Milazzo. El
director, en fin, es alto, calvo, usa lentes de oro, su barba gris le llega
hasta el pecho, está vestido de negro y va siempre abotonado hasta la barba; es
tan bueno con los muchachos que, cuando entran todos temblando en la dirección,
llamados por alguna falta, él no les grita, sino que les toma las manos y les
hace reflexiones: que no deben proceder
así, que es menester que se arrepientan, que prometan ser buenos; y habla con
tan suaves modos y con voz tan dulce que todos salen con los ojos arrasados de
lágrimas y más corregidos que si los hubiesen castigados. ¡Pobre director! Él
está siempre primero en su puesto por las mañanas para esperar a los alumnos y
dar audiencias a los padres; y cuando los maestros se han ido ya a sus casas,
da todavía una vuelta por las inmediaciones de la escuela, para cuidar de que
los niños no se cuelguen en la trasera de los coches ni se entretengan por las calles en sus juegos o
llenar carteras de arena o de piedras; y cada vez que se presenta en una
esquina, tan alto y tan negro, bandadas de muchachos escapan en todas
direcciones, dejando allí los objetos de sus juegos, y él los amenaza con el
índice, desde lejos, con su aire afable y triste. Nadie lo ha visto reír –dice
mi madre- desde que murió su hijo, que era voluntario del ejército, y tiene a
la vista su retrato sobre la mesa de la dirección. No quería servir después de
esta desgracia; había hecho un escrito
pidiendo su jubilación al Municipio, y lo tenía siempre sobre la mesa,
demorando al mandarlo, día tras día, porque le disgustaba dejar a los niños. Por fin, el otro día
parecía haberse decidido. Pero estaba diciéndole mi padre: “¡Es lástima que
usted se vaya, señor director!”, cuando entró un hombre a matricular a un chico
que pasaba de un colegio a otro porque se había mudado de casa. Al ver aquel
niño, el director hizo un gesto de asombro, lo miro unos instantes, miró el
retrato que tenía sobre la mesa, volvió a mirar al muchacho, lo sentó sobre sus
rodillas y haciéndoles levantar la cara, dijo finalmente: -Está bien-. Hizo la matrícula, despidió al padre y al
hijo, y se quedó pensativo. Aquel niño se parecía a su hijo muerto. –Es lástima
que usted se vaya –volvió a decir mi padre. –Entonces el director tomó su
instancia de jubilación, la rompió en dos pedazos y dijo: -Me quedo.
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