Mi compañero y yo
luchábamos sistemáticamente contra la molicie1. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente
de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas
fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los
boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros
sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de
un pebetero.
Había, pues, que estar en
guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras
debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra
ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que
constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio.
Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos
para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua
mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba
con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un
enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en
momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o
alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración
de ballet.
A pesar de todas esas
medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de
despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?)
nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra
lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos
sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero
estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de
nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo
cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía
pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras
pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo
entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las
calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo,
sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de
nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por
la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los
ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente
sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el
café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie
hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía
el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba
desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en
los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración
sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo
huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto,
donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.
A esta hora, tal vez,
fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un
día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más
aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta
el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento.
Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar
la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas,
pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.
A veces, hartos de
razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al
cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que
la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las
paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas
veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos
blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su
ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto
vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento,
regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas
como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos
fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto
aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio
destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto
sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos,
sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun
aquellos que ofrecieron resistencia -aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios
o aquel otro que tocaba la flauta- habían perecido estrepitosamente.
La poca gente que
disponía de recursos -nosotros no estábamos en esa situación- se libraban de la
molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos
improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas
frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en
cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para
que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A
veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros
cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente
corrompidos para toda la vida.
Las siete de la noche era
la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando
provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el
asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche,
cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brlllaban estrellas
implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las
posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta
en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su
cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada,
completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio
se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café.
Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran
tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines,
se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire
espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y
mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que
eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas
butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y
que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos
chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos
apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una
cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos
solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas
charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo
indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.
Al promediar la estación
la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo
gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de
aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días,
mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada
nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su
vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad
cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en
las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e
inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La
planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fue la primera en
suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba -pilas de carbón
vegetal, víveres malolientes- fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue
subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y
suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una
encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta.
Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en
las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas
tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas
verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas
sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras
camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra
capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario
repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?), la cuenta de los
días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de
somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola
palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Éramos fardos de materia
viva, desposeídos de toda humanidad.
¿Cuanto tiempo duraría
aquel estado? No lo sé, no podría decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que
fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a
toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un
instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire
fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los
cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un
saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces
vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles
habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un
breve vals tocaba la tierra. A este contacto -un dedo en llaga gigantesca- la
tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal
después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel
renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana,
recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.
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