Venía,
a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre
huido, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le
enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez en el sol de mediodía, lento y
triste, monte abajo. Aquella tarde llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que un
arranque de mal corazón había sacado la
escopeta, disparó contra él. No tuve
tiempo de evitarlo. El pobre perro, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente
un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo una acacia.
Platero
miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba
escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizá, daba largas razones
no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento.
Un velo parecía enlutecer el sol, un
velo grande, como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban más reciamente en el
hondo silencio aplastante que la siesta tendía por el campo de oro, sobre el
perro muerto.
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