lunes, 12 de mayo de 2014

CORAZÓN, Edmundo de Amicis. El hijo del herrero, texto.

     Sí, pero también aprecio a Precossi, y aun me parece poco decir que lo aprecio. Precossi, el hijo del herrero; aquel pequeño, pálido, de ojos grandes y tristes, que parece estar siempre asustado; tan corto, que siempre está pidiendo excusas; siempre enfermucho, y que no obstante  estudia incesantemente. El padre vuelve a casa borracho, le pega sin motivo, le tira los libros y los cuadernos de un revés y el pobre llega pálido a la escuela, a veces con la cara hinchada y los ojos inflamados de tanto  llorar. Pero nunca, jamás, se le oye decir que su padre lo maltrata. “¿Te ha pegado tu padre?”, le preguntan los compañeros. Y él siempre dice en seguida: “¡No, no es verdad!”, por no dejar en mal lugar a su padre. “¿Esta hoja la has quemado tú?”, le pregunta el maestro mostrándole el trabajo medio quemado. “Sí –contesta él, con voz temblona-; he sido yo quien la ha dejado caer  en la lumbre”. Y, sin embargo, sabemos nosotros muy bien que su padre, borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando él hacía sus tareas.
     Vive en una  buhardilla de nuestra casa, sobre la otra escalera, y la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar, desde la azotea, un día en que su padre le hacía bajar a trancos la escalera, porque le había  pedido dinero para comprar una gramática. Su padre bebe y el pobre Precossi va la escuela en ayunas, y come a escondidas algún pedazo de pan que le da Garrone, o una manzana que le lleva la profesora del penacho rojo, que fue su maestra de primero!  Pero jamás se le ha oído decir: “Tengo hambre, mi padre no me da de comer”.
     Su padre va alguna vez a buscarlo, cuando pasa por casualidad por delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con la cara  torva, el pelo sobre los ojos y la gorra al  revés; el pobre muchacho corre a su encuentro, sonriendo, y el padre parece que no lo ve y que piensa en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Él compone sus cuadernos rotos, pide  libros prestados para estudiar, sujeta los puños de la camisa con alfileres, y da lástima verlo hacer gimnasia con aquellos zapatos en que sus pies se pierden, con aquellos calzones que se le caen de anchos y aquel chaquetón demasiado largo, de cuyas  mangas, que tiene que subirse, le sobra casi la mitad. Y se empeña en estudiar: sería uno de los primeros de la clase si pudiese trabajar tranquilo en su casa.
     Esta mañana ha ido a la escuela con la señal de un arañazo y todos le dijeron:
     -Tu padre te lo ha hecho, esta vez no puedes negarlo. ¡Díselo al director, para que la autoridad lo llame!
     Pero  él se levantó muy encarnado, y con la voz ahogada por la indignación, gritó:
     -¡No, no es verdad; mi padre no me pega nunca!
     Pero después, durante la clase, se le caían las lágrimas sobre el banco, y cuando alguien lo miraba se esforzaba en sonreír para no denunciarse.

     ¡Pobre Precossi” Mañana vendrán a casa Derossi, Coretti y Nelli; quiero que venga él también. Pienso darle gran merienda, regalarle libros, poner en revolución toda la casa para divertirlo, y llenarle los bolsillos de frutas, con tal de verlo siquiera una vez contento. ¡Pobre Precossi! ¡Era tan bueno y tan sufrido!

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