martes, 13 de mayo de 2014

CORAZÓN, Edmundo de Amicis. Una desgracia, texto.

Viernes, 21 de octubre.

     Ha comenzado el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, contando yo a mi padre, de camino, las palabras del maestro, vimos de pronto la calle llenas de gente que se agolpaba delante del colegio.
     -Una desgracia. Mal empieza el año… -dijo mi padre.
     Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los maestros no lograban hacer entrar en las clases. Todos iban hacia el despacho del director, y se oía decir: “¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robertti!”. Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis de los agentes y la gran calva del director; después entró un caballero con sombrero de copa, y corrió la voz:
     -Es el médico.
     Mi padre preguntó a un profesor:
     -Qué ha sucedido?
     -Le ha pasado la rueda por encima del pie –respondió aquél.
     -Se ha roto el pie –añadió otro.
     Se trataba de un muchacho de segundo grado que, yendo hacia la escuela por la calle de Dora Grossa, y al ver a un niño de primero elemental, escapado de la mano de su madre, caer en medio de la acera a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, acudió valerosamente en su auxilio, lo asió y lo puso a salvo; pero no habiendo retirado a tiempo el pie, una rueda del ómnibus se lo había pillado. Es un hijo de un capitán de artillería.
     Mientras nos referían lo ocurrido entró como una loca una señora en la habitación, abriéndose  era la madre de Robertti, a la cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Juntas entraron en el cuarto y se oyó un grito desgarrador:
     -¡Oh, Roberto mío, niño mío!
     En aquel momento se detuvo un carruaje ante la puerta, y poco después salió el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre su hombro, pálido y cerrados los ojos. Todos guardamos silencio; sólo se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, alzó al niño  en sus brazos para que lo viese la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron a un tiempo:
     -¡Bravo, Robertti! ¡Bravo, pobre niño!
     Y le hacían saludos cariñosos. Y los  muchachos y las maestras que se hallaban cerca le besaban las manos y los brazos. Él abrió los ojos y murmuró:
     -¡Mi carta!
     La madre del chiquillo salvado se la mostró llorando, y le dijo:
     -¡Te lo llevo yo, hermoso, te lo llevo yo!  -y al decirlo sostenía la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.

     Salieron, acomodaron al muchacho en el vehículo, y el coche se alejó. Entonces, silencioso, entramos todos en la escuela.

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