Viernes,
21 de octubre.
Ha comenzado
el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, contando yo a mi
padre, de camino, las palabras del maestro, vimos de pronto la calle llenas de
gente que se agolpaba delante del colegio.
-Una
desgracia. Mal empieza el año… -dijo mi padre.
Entramos con
gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los
maestros no lograban hacer entrar en las clases. Todos iban hacia el despacho del
director, y se oía decir: “¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robertti!”. Por encima de
las cabezas, en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis
de los agentes y la gran calva del director; después entró un caballero con
sombrero de copa, y corrió la voz:
-Es el
médico.
Mi padre
preguntó a un profesor:
-Qué ha
sucedido?
-Le ha
pasado la rueda por encima del pie –respondió aquél.
-Se ha roto
el pie –añadió otro.
Se trataba
de un muchacho de segundo grado que, yendo hacia la escuela por la calle de
Dora Grossa, y al ver a un niño de primero elemental, escapado de la mano de su
madre, caer en medio de la acera a pocos pasos de un ómnibus que se echaba
encima, acudió valerosamente en su auxilio, lo asió y lo puso a salvo; pero no
habiendo retirado a tiempo el pie, una rueda del ómnibus se lo había pillado.
Es un hijo de un capitán de artillería.
Mientras nos
referían lo ocurrido entró como una loca una señora en la habitación,
abriéndose era la madre de Robertti, a
la cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó
los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Juntas entraron
en el cuarto y se oyó un grito desgarrador:
-¡Oh,
Roberto mío, niño mío!
En aquel
momento se detuvo un carruaje ante la puerta, y poco después salió el director
con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre su hombro, pálido y
cerrados los ojos. Todos guardamos silencio; sólo se oían los sollozos de las
madres. El director se detuvo un momento, alzó al niño en sus brazos para que lo viese la gente, y
entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron a un tiempo:
-¡Bravo,
Robertti! ¡Bravo, pobre niño!
Y le hacían
saludos cariñosos. Y los muchachos y las
maestras que se hallaban cerca le besaban las manos y los brazos. Él abrió los
ojos y murmuró:
-¡Mi carta!
La madre del
chiquillo salvado se la mostró llorando, y le dijo:
-¡Te lo
llevo yo, hermoso, te lo llevo yo! -y al
decirlo sostenía la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.
Salieron,
acomodaron al muchacho en el vehículo, y el coche se alejó. Entonces,
silencioso, entramos todos en la escuela.
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