Viernes,
28 de octubre.
Ayer tarde
fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a la pobre mujer
recomendada por el diario; yo llevaba el paquete y Silvia el diario con las iniciales del nombre y la dirección. Subimos hasta el
último piso de una casa alta y llegamos a un corredor largo, con muchas puertas.
Mi madre llamó en la última; nos abrió una mujer joven aún, rubia y macilenta,
que al pronto me pareció haber visto ya
en otra parte con el mismo pañuelo azul en la cabeza.
-¿Es usted
la del periódico? –preguntó mi madre.
-Sí, señora;
soy yo.
-Pues bien,
aquí le traemos esta poca ropa limpia.
La pobre
mujer no acababa de darnos las gracias y de bendecirnos. Yo, mientras tanto, vi
en un ángulo de la oscura y desnuda habitación a un niño arrodillado ante una
silla, de espaldas a nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía, en
efecto, teniendo el papel sobre la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las
arreglaba para escribir casi a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros,
reconocí los cabellos rubios y la chaqueta de mayoral de Crossi, el hijo de la
verdulera, el del brazo malo. Se lo dije muy bajo a mi madre, mientras la mujer
recogía la ropa.
-¡Silencio!
–murmuró mi madre-. Podría avergonzarse al verte viniendo a socorrer a su
madre. No lo llames.
Pero en
aquel momento Crossi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me
dio un empujón para que corriese a abrazarlo. Lo abracé, y él se levantó y me
tomó la mano.
-Aquí nos tiene
–decía, entretanto, su madre a la mía-; mi marido está en América desde hace
seis años, y yo por añadidura, enferma, sin poder ir a la plaza con verduras
para ganarme unos centavos. No me ha quedado ni una mesa para que mi pobre
Luisito pueda hacer los deberes. Cuando
tenía abajo el mostrador, en el portal, al menos podía escribir sobre él; pero
ahora me lo han quitado. No hay ni siquiera luz para estudiar sin dañarse la
vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Municipio le
proporciona libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, tú que tienes tanta voluntad para
estudiar! ¡Y yo pobre mujer, que nada puedo hacer por ti!
Mi madre le
dio cuanto llevaba en el bolso, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos;
y tenía mucha razón para decirme:
-Mira a ese
pobre chico. ¡Cuántas estrecheces para trabajar, y tú que tienes tantas
comodidades, todavía encuentras duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus
afanes de un año! ¿A cuál de los dos deberían dar los primeros premios?
que buena obra la verdad me encanto
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