El
hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco,
para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e
inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias,
distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía
exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así
servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o
vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre
de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en
sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad
conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como
bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un
celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto
llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día
inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por
último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que
en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez
y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un
himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía,
con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el
sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los
campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia
ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen
vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía;
bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico
levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca
entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino,
pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os
he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de
labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la
fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y
de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien
Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio
monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos
misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que
acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos.
Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio
una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería
paciente y filosófica:
-¡Desgraciado
de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y
agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era
ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la
vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el
villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una
titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y
fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave,
advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de
siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia
al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa
estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él,
enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de
antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como
en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir
adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano
Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.'
No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de
exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por
la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente
ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como
el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una
mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e
hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde
estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco.
Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera
negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los
que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica
diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y
hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y
opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un
collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba
sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de
rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor
los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un
cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey
Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no
usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística
complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.
Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.
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