Aquella mañana Walter despertó sobresaltado por una
premonición. Durante buena parte del día estuvo deambulando por el callejón,
pensativo, intentando reconocer de dónde le venía ese extraño
abatimiento. Se echó sobre los hombros la camisa del equipo de sus amores y
decidió dar un paseo en bicicleta: “cuando María me vea sobre esta shark me
abrazará solita”. El sol estaba alto y encendía la calle borrando las
señales de tránsito, dibujadas sobre el asfalto. Pedaleó fuerte y solo se
detuvo a llegar al parque del Avión a beber agua. El lugar estaba casi vacío.
Solo unos muchachos corrían entorno al oxidado avión. Walter
recordó sus juegos de niño. Él también había pasado por debajo de esas alas
metálicas, inventando un nombre para el piloto ausente. Mientras bebía,
advirtió que un hombre lo observaba con curiosidad. Era alto y fornido; usaba
zapatillas blancas y un buzo Umbro completamente azul. Sobre la cabeza ovalada
llevaba una gorra.
—Hey, campeón— ¿Juegas al fútbol? le preguntó de
pronto.
Walter no respondió. A pesar de estar solo, por una
antigua sensación de inferioridad, pensó que la pregunta estaba dirigida a
alguien más. Se volvió. No había nadie.
—Veo que tienes condiciones—. El hombre se acercaba
sonriendo. Ahora llevaba un pito entre los labios. Walter retrocedió. Su
rostro se había encendido. Lo dominaba el entusiasmo.
—Sí, respondió Walter— bajando los ojos. Soy
delantero.
En efecto, durante su infancia había abrazado el
sueño de convertirse en futbolista profesional—pero como sucede a menudo—
por falta de apoyo, había sido relegado al terreno de los hinchas. Walter
cierra los ojos: las calles angostas de su barrio en el Rímac son escenarios
perfectos para disputar una pichanga. Al fin vuelve a tomar consciencia
de su cuerpo.
—Soy entrenador de menores— dijo el hombre. No pude
dejar de ver tu camiseta, es también mi equipo favorito. Ahora estaba
serio. Agregó “estoy en busca de talentos para un nuevo club”
El rostro de Walter se iluminó. Sabía que tenía
condiciones. Era verdad, habían pasado algunos años desde aquella vez que pisó
una cancha grande, pero si entrenaba duro, podría recuperar su nivel. De eso
estaba seguro.
El sol estaba ahora en su punto más alto y el
calor se hizo insoportable. Una mujer se acercó hasta donde jugaban los
chiquillos y les ordenó que la siguieran. Así lo hicieron.
— ¿Qué tengo que hacer? —se aventuró a preguntar,
emocionado de estar frente a un casa talentos.
Es sencillo. El hombre se acuclilló y empezó a
dibujar sobre la tierra unas figuras con la uña.
— ¿Ves esto? Walter se aproximó. Se llama
movimiento de ofensiva, una progresión, ¿sabes lo que es eso? Walter asintió.
—Pero eso puede esperar, lo que necesito ahora como requisito principal es
medir tú físico: el entrenador entornó los ojos: —sin resistencia un
deportista está fuera del juego. ¿Cómo estás de velocidad?—
—Bien respondió Walter, motivado. Con la práctica
superaré mis fuerzas—
—Bien, bien— dijo el hombre— quiero que
corras. Dos vueltas alrededor del parque serán suficientes. El entrenador
lo miró a los ojos: ¿Aceptas el reto?
Walter se vio en el Estadio Nacional jugando la
final del torneo de ligas. Anotaba un gol y, en la tribuna María sonreía
enamorada.
—Sí respondió, listo. —
A mitad de la segunda vuelta alzó los ojos. Como el
calor, el hombre había desaparecido. —“tuvo que hacer un encargo y tomó la
bicicleta” vendrá pronto, pensó. —Así estuvo durante una hora esperando
bajo la sombra de un árbol. Después, resignado empezó el camino de regreso a
casa. —“Nunca estuve enamorado de esa” se dijo—. Sabía que él también mentía.
(Extraído del Dominical de EL Comercio)
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