Anton Chejov
EL VENGADOR
Inmediatamente después de haber
sorprendido a su mujer en el lugar de su delito, encontrábase Fedor Fedorovich
Sigaev en el almacén de armas de Schmuks y C.ª eligiendo el revólver que mejor
pudiera servirle. Su rostro expresaba ira, dolor y una decisión irrevocable.
"Sé lo que tengo que hacer
-pensaba-. Cuando son profanados los fundamentos de la familia y el honor es
pisoteado en el barro y triunfa el vicio..., yo, como ciudadano y como hombre
honrado, debo ser el vengador. La mataré primero a ella, luego a su amante y
después me mataré yo".
No había escogido todavía el revólver
ni matado a nadie, cuando ya empezaba su imaginación a dibujarle tres cadáveres
ensangrentados con los cráneos triturados y los sesos fluyendo...Barullo,
tropeles de curiosos y autopsias.
Con la insana alegría del hombre
ofendido, imaginaba el horror de los parientes y del público, la agonía de la
traidora, y hasta le parecía leer ya con el pensamiento los artículos de
primera plana comentando la descomposición de los fundamentos de la familia.
El dependiente del almacén, un tipo
inquieto, afrancesado, de pequeño vientre y chaleco blanco, presentaba ante él
los revólveres, y haciendo chocar los talones, decía sonriendo respetuosamente:
-Yo aconsejaría a monsieur que llevara
este magnífico modelo del sistema Smith y Wesson. Es la última palabra en la
ciencia de las armas. Tiene tres propulsiones y extractor y puede disparársele
desde seiscientos pasos. Llamo también la atención de monsieur sobre la
limpieza de su acabado. Su sistema es el que está más de moda. Vendemos
diariamente decenas de ellos, que se utilizan contra los bandidos, los lobos y
los amantes. Su tiro es preciso y fuerte; alcanza grandes distancias y mata,
atravesándolos, a la mujer y al amante. En cuanto a los suicidas, monsieur, no
conozco para ellos mejor sistema.
Y el dependiente, apretando y soltando
el gatillo, echándole el aliento al cañón y apuntando, parecía próxigo a
ahogarse de puro entusiasmo. A juzgar por la expresión admirada de su rostro,
se sentiría uno dispuesto a pensar que él mismo, de buen grado, se hubiera
pegado un tiro en la frente si hubiera poseído un revólver de tan maravilloso
sistema como el Smith y Wesson.
-¿Y qué precio tiene -preguntó Sigaev.
-Cuarenta y cinco rublos, monsieur.
-¡Hum!...¡Es demasiado caro para mí!
-En tal caso, monsieur, puedo
ofrecerle otro sistema más barato. Aquí está. Tenga la bondad de examinarlo.
Tenemos un surtido enorme en distintos precios...Este revólver, por ejemplo,
del sistema Lefauché que vale solamente dieciocho rublos; pero... -el
dependiente hizo una mueca de desprecio- es un sistema, monsieur, ¡demasiado
anticuado! Sólo lo compran ahora los pobres de espíritu y los psicópatas.
Matarse o matar a la mujer con un Lefauché se considera ahora signo de mal
tono... El buen tono admite únicamente el Smith y Wesson.
-No tengo necesidad de materme ni de
matar a nadie -mintió con acento sombrío Sigaev-. Lo compro sencillamente para
tenerlo en el campo... Para asustar a los ladrones.
-A nosotros no nos interesa para qué
lo compra -sonrió el dependiente bajando modestamente los ojos-. Si en cada
caso fuéramos a buscar los motivos, tendríamos que haber cerrado la tienda.
Para asustar a los cuervos, monsieur, el Lefauché no sierve, porque hace un
ruido sordo y a la vez fuerte. Yo lo propondría que llevara una pistola Mortimer
corriente de las llamadas para duelos.
-¿Y si le provocara en duelo? -pasó
por la cabeza de Sigaev-. Pero no... Sería demasiado honor... A estas bestias
hay que matarlas como a perros..."
El dependiente, dando graciosas
vueltas y pequeños pasitos y sin dejar de sonreír y de charlar, expuso ante él
todo un montón de revólveres. El Smith y Wesson era el de aspecto más
codiciable y sólido. Sigaev tomó uno de estos entre sus manos, fijó la mirada
en él y se quedó ensimismado. Su imaginación le presentaba a sí mismo
destrozando un cráneo, fluyendo sangre cual un río sobre el tapiz y el parqué,
y a la traidora, moribunda, agitando un pie convulsivamente... Pero para su
alma indignada esto era poco. Los cudros de sangre, los sollozos, el espanto,
no le satisfacían; había que pensar en algo más terrible.
"Esto es lo que haré -pensó-. Le
mataré y me mataré; pero a ella..., a ella la dejaré vivir. ¡Que muera de
remordimiento y con el desprecio de cuantos la rodean! Esto, para una
naturaleza nerviosa como la suya, será un martirio mayor aún que la
muerte."
Y comenzó a imaginar su propio
entierro. El ofendido tendido en el ataúd, con una sonrisa bondadosa en los
labios... Ella, pálida, torturada por el remordimiento, caminando tras el
féretro, como una Níobe y no sabiendo cómo ocultarse a las miradas
despreciativas y aniquiladoras que sobre ella arroja una muchedumbre
indignada...
-Veo, monsieur, que le gusta el Smith
y Wesson -dijo el dependiente, interrumpiéndole en su ensueño-. Si lo encuentra
caro, le rebajaría cinco rublos, aunque tenemos otros sistemas más baratos.
La figurilla afrancesada giró
graciosamente y cogió de la estantería una nueva decena de estuches con
revólveres.
-He aquí otro, monsieur. Su precio es
de treinta rublos. No es caro si se tiene en cuenta que el cambio ha bajado
terriblemente y que los derechos de aduanas suben cada día más... Le juro,
monsieur, que soy conservador; sin embargo, ya empiezo a protestar. ¡Calcule
que el cambio y la tarifa de aduanas son la causa de que ahora sólo los ricos puedan
adquirir armas! Para los pobres no quedan más que las armas de Tula y los
fósforos. ¡Y la armas de Tula son una desdicha! Pretende uno disparar un arma
de Tula sobre su mujer y sólo consigue hacer blanco en la propia paletilla...
Sigaev experimentó de pronto un
sentimiento ofensivo y triste ante la idea de morir él y no ver los
sufrimientos de la traidora. Sólo es dulce la venganza cuando existe la
posibilidad de ver y tocar sus frutos. Pues ¿y qué sentido tendría el que él
estuviese tendido en el ataúd sin darse cuenta de nada?
"¿Y si hiciera esto?... Matarle a
él, ir a su entierro, verlo todo y matarme yo después...Sí; pero... antes del
entierro me meterían preso y me quitarían el arma... Bien... Lo que haré será
matarle y dejar que ella siga viviendo. Y..., hasta que pase cierto tiempo, no
me mataré; iré a la cárcel. Para matarme siempre estoy a tiempo. El estar
arrestado es todavía mejor, porque así, al prestar declaración, tendré la
posibilidad de demostrar ante el poder y ante la sociedad toda la bajeza de su
comportamiento. Si me matara, ella, con su carácter embustero, engañoso y
desvergonzado, me echaría la culpa de todo, y la sociedad la absolvería de su
hecho...; pero, por otra parte, quizá se ría de mí si sigo con vida...
Entonces..."
Un minuto después pensaba:
"Sí... Tal vez me acusen de
mezquindad de sentimientos si me mato... Y, además..., ¿para qué matarme? Esto,
en primer lugar. En segundo..., matarme significa cobardía. Luego, entonces, lo
que haré será matarle a él, dejarla vivir a ella e ir yo a la cárcel. Me
juzgarán y ella figurará como testigo... ¡Habrá que ver su azaramiento, su
vergüenza cuando tenga que prestar declaración ante mi abogado! ¡Por supuesto,
las simpatías del tribunal, del público y de la Prensa estarán de milado...!"
Mientra así cavilaba, el dependiente
continuaba exponiendo su mercancía y consideraba deber suyo entretener al
comprador.
Vea aquí otros, ingleses de nuevo
sistema, que hemos recibido hace poco. Pero le prevengo, monsieur, que todos
los sistemas palidecen ante el Smith y Wesson. Seguramente habrá usted leído
uno de estos días que un militar que había comprado en nuestra casa un revólver
del sistema Smith y Wesson, disparó sobre el amante... ¿Y qué se figura usted
que pasó?... La bala atravesó primero el amante, alcanzó después la lámpara de
bronce, luego el piano de cola y desde el piano de cola, de una carambola, mató
a un pequinés y rozó a la mujer... El efecto fue brillante y hacía honor a
nuestra firma. El militar está ahora arrestado... ¡Seguramente le condenarán a
trabajos forzados!... En primer lugar, porque tenemos leyes muy anticuadas, y,
en segundo, porque ya se sabe que el tribunal toma siempre partido por el
amante. ¿Por qué?... Muy sencillo, monsieur: porque también el jurado, los
jueces, el procurador y el defensor se entienden con esposas ajenas, y es más
tranquilo para ellos que en Rusia haya un marido menos. A la sociedad le
encantaría que el Gobierno desterrara a todos los maridos a la isla Sajalín.
¡Ay, monsieur! ¡No puede imaginarse usted la indignación que despierta en mí
este derrumbamiento de las costumbres morales contemporáneas!... ¡En estos
tiempos, amar a las esposas ajenas agrada tanto como fumar cigarrillos ajenos y
leer libros ajenos! Año por año nuestro comercio decae, pero ello no significa
que haya menos amantes..., significa que los maridos llegan a reconciliarse con
su situación y tienen miedo a los trabajos forzados -y el dependiente, mirando
a su alrededor, murmuró-: ¿Y quien es el responsable, monsieur?...¡El Gobierno!
"¡Por culpa de un cerdo ir a
parar a Sajalín... no, tampoco es sensato! -reflexionó Sigaev-. Si me mandan a
trabajos forzados, sólo conseguiré dar a mi mujer la posibilidad de casarse
otra vez y de engañar a su segundo marido. ¡La que entonces saldrá triunfante
será ella!... No. Lo que haré entonces es esto: dejarla vivir, no matarme ni
matarle a él. Hay que idear algo más cuerdo y sentimental. Los castigaré con mi
desprecio, y entablaré un escandaloso proceso de divorcio..."
-Aquí tiene, monsieur, un nuevo sistema
-dijo el dependiente cogiendo de la estantería una docena más de revólveres-.
Llamo su atención sobre el original mecanismo del cierre...
Pero una vez tomada aquella decisión,
Sigaev ya no necesitaba revólver; en cambio, el dependiente, cada vez más inspirado,
no cesaba de exponer ante él sus artículos de venta. El agraviado marido
comenzó a avergonzarse de que por su culpa el dependiente estuviera trabajando
en vano, entusiasmándose y perdiendo el tiempo.
-Bien... -masculló-. Lo mejor será que
vuelva más tarde o que envíe a alguien...
Aunque no veía la expresión del rostro
del dependiente, comprendió, sin embargo, que para suavizar un poco la
violencia de la situación no había más remedio que comprar algo. Pero ¿qué?...
Sus ojos recorrieron las paredes de la tienda en busca de alguna cosa más
barata, y se detuvieron en una red de color verde colgada junto a la puerta.
-¿Y eso?... ¿Qué es eso? -preguntó.
-Es una red para cazar codornices.
-¿Y qué precio tiene?
-Ocho rublos, monsieur.
-Pues envuélvamela..
El marido ofendido pagó los ocho
rublos, cogió la red, y cada vez más ofendido, salió de la tienda.
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