Trataba la madre de despertar por
todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo,
sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y
golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer,
con indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado
meses y meses. Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se
encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y
como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería
infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro.
El desfile de doctores consultados
trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación
de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la
electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo
de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no
inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de
sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió
a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el
dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas
delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que
no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose
con algodón los oídos...
Fuera no acabar nunca referir cuanto
se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta
qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones.
Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas
que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada
curación. El novísimo radium,
substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe
duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero
continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de
una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los
músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían.
Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.
Pero el amor -que era la madre- no se
cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados,
declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo
demás era cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se
reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación
humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo,
la madre, oída la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y
juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:
-Tú, Señor, que me has permitido dar a
mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.
Desde el punto mismo, dedicose la
madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones
completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda
clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en
pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al
anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba,
en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas, el vecindario
creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de
una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y
entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba
aproximándose la Navidad.
Y la tarde del día 24, el niño, más
amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran
chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y
derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un
mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:
-¿No sabes? El Niño Dios ha venido a
verte.
Pero estas palabras no despertaban en
Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en
sueños:
-Niño Dios, Niño Dios...
-Y la Virgen -insistía la madre-. Y
los angelitos.
-Tengo frío -insistía el muchacho,
temblando ligeramente.
Por un instante, sintió la madre que
sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y
que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo. ¡Su hijo no
tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de
ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque
fracasada la creía, y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de
caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma,
lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...
Era la hora de acostar a Fernandito, y
resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y
a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse
la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y
todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:
-¡Ven, que ha nacido Dios y te está
llamando!
Cruzando un largo pasillo, abierta una
puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz
sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un
paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las
torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de
sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los
riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y
verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las
sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de
sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre de plateada barba,
que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un
Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran
cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte,
entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a
bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de
frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la
estrella, majestuosa, caminaba.
Y, parados ante la gruta, se
postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos
alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no
apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El
muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la
de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua
bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana!
Entre el silencio repentino de la
adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados
del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces,
afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso:
«¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».
Cogió la madre a su hijo, va con alma,
y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa,
entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en tal momento no se
pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había
murmurado bajito:
-¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!
Y, ya al pie de la gruta, haciendo
apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al
Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente:
-¡Bésalo, Fernando!
El muchacho dudó un segundo, como si
no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con
un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:
-¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!
Y aplicó los labios a la faz de rosa
que despierta, le sonreía...
No hay comentarios:
Publicar un comentario