Quien soy yo sino apagada sombra en el atrio de
una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silva el
viento, pero después regresa todo a su quietud. Hora incierta, gris, al pie de
ese agrietado imafronte. En ella es más ansioso y febril mi soliloquio. Y cuán
extraña mi figura – ave, ave negra que inmóvil reflexiona -. Esclavina de
paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida.
Sombrero de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y blondas. Exornado
tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que
por primera vez me vieron? ¿Cómo no iba a pensar en un danzante que andaba
extraviado en la meseta? Decían, en lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué
baile serán sus ropajes? ¿Dónde habrá danzado?” Y los que se topaban
conmigo preguntaban: “¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y
advertían el raro fulgor de mis pupilas, y abstraimiento, mi melancolía,
acabaron por considerar que había perdido el juicio y la memoria, quizás por el
frenesí de la danza misma en la que había participado. Y comentaban: “No
recuerda ni a su padre ni a su madre ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie
tal vez lo busca…” Se santiguaban las ancianas al verme, y las muchachas se
lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta
insanía y de mi gravedad, de mi extrañeza, se acrecentó la sensación de
extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan acusada que por fuerza
excluyó toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un
temor mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y
como nadie me oyó hablar nunca, ni articular siquiera un monosílabo se
concluyó que había perdido también el uso de la palabra. Era comprensible tal
pensamiento pues solo a mí mismo me dirijo en una fluencia razonada que no se
traduce ni en el más leve movimiento de mis labios. Solo a mí, en una
continuidad silenciosa ya que una tenaz resistencia interna me impide toda
forma de comunicación y todo intento de diálogo. Y así es mejor, sin
duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió
con gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido
gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más
bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a
mí sus paisanos. Sobre unos y otros pesaban, además, creencias
ancestrales, por cuya virtud mi “locura” adquiría una dignidad casi
sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor
que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asediaba la duda. ¿Y
si a pesar de todo era verdad aquello? ¿Si realmente fui danzante y
olvidé todo? ¿Si alguna vez tuve un nombre, una casa una familia? Inquieto, me
acerca a los manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado
siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a mí mismo, en su adustez, en su
hermetismo. Me contemplaba, y tenía la seguridad de que jamás había
desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza puramente
intuitiva, pero no por ello menos vigorosa. Mas entonces, si nunca desvarió mi
espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe? ¿Cómo explicar
mi atavío y la obstinación con la que a él me aferro? ¿Por qué esa vaga desazón
ante el lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era vano asimismo
encontrar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar que no es
de misti ni de campesino. Y más inútil aún
tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era
como si en un punto interminable del pasado hubiese surgido yo de la nada,
vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya y ajeno a
juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un principio
ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni
un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre en mi callado
monólogo, aunque me acercase a ayudar a un anciano bajo la lluvia, a una mujer
con sus pequeños, a un pongo moribundo en una pampa desolada. Concurría a los
pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza la música de las
quenas y lossicuris, y miraba una tras
de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial
las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus
interpretaciones, mas no reconocí jamás una melodía ni hallé una vestimenta que
se asemejara a la mía. Transcurrieron así los años y todo habría continuado de
esa manera si el azar - ¿el azar, en verdad? – no me hubiera llevado, al cabo
de ese andar sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre
viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un
quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y
hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de
Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la
mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres
jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la
fachada y los pilares. Subí al atrio y a poco mis ojos se posaron en el friso y
los pilares, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por
un rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten
esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino
de ángeles como los que aparecen en los cuadrosde Pomata y del Cuzco. Son
cuatro, más el último fue alcanzado por la centella y solo quedan los contornos
de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de
esa floración de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es
el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y
de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y
me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro luego los ojos. Sí,
solo una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria,
que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin
término la soledad, el crepúsculo, el exilio…
No hay comentarios:
Publicar un comentario