Cuando
Abelardo se mudó a vivir solo en Lima, en un departamentito que su padre había
comprado para que pueda estudiar sin mayores molestias, se convirtió, sin
quererlo, en el anfitrión de cada fin de semana de sus amigos más
allegados. Su repentina vida solitaria de estudios empezó a transformarse
en interminables jolgorios y cuchipandas.
Sin
embargo, al término de cada fin de semana que pasaba solo había sido un
privilegiado espectador de cómo sus amigos llegaban acompañados de féminas
para, luego de flirtearlas, llevárselas con rumbo desconocido a seguir
prodigándose caricias. Y él, por su lado, en todo ese tiempo y a pesar de ser
el eterno anfitrión, no había logrado siquiera robarle un beso a alguna de
ellas. Por todo eso y por su soledad sentimental en los últimos años de su vida
decidió trazarse como objetivo a corto plazo, darle un beso a cualquiera de las
próximas chicas que lleguen a su departamento.
Pasadas
tres semanas, luego de un opíparo almuerzo con su íntimo amigo Carlos y dos
amigas de él, Lucía y Mariela, decidió invitarlos a continuar la francachela en
su departamento. Esta era la oportunidad que había venido esperando. Ellos dos
varones, ellas dos damas guapas, su departamento, comida y licor. Era una
inmejorable coincidencia.
Carlos,
como ya lo había demostrado antes, no tenía ningún problema en cortejar a
alguna damisela. Era el galán de su grupo de amigos, el que conseguía siempre
las mujeres para las fiestas. Su verbo florido y su seguridad y aplomo lo
habían llevado a convertirse en una especie de “gurú” en el arte del flirteo.
Más de una vez Abelardo le había pedido algún consejo para poder conquistar una
fémina, con resultados, valgan verdades, desastrosos.
Por
eso, luego del abundante almuerzo y del exceso de licor, hoy era la ocasión
ideal. Ya en su departamento, sentados en los viejos muebles siguieron
conversando y libando todo tipo de licor. Al poco tiempo la conversación de
cuatro se convirtió en dos conversaciones de pareja. Carlos se había aislado
con Lucía en uno de los muebles contiguos y entre juegos sus manos empezaban a
magrear el cuerpo de su acompañante.
Abelardo,
por su parte había avanzado poco con Mariela. No tenía la habilidad de Carlos y
sus movimientos torpes y su timidez extrema estaban jugando en su contra. Por eso
a los pocos minutos, envalentonado por el alcohol se propuso cumplir la
meta que se había trazado unas semanas atrás, el beso.
Cuando
Mariela se dirigió al baño, Abelardo pensó que era el momento apropiado. Carlos
que abrazaba a Lucía le hizo un gesto con la cabeza para que vaya tras de ella.
Abelardo no supo si era un consejo o una orden para que se retire y los dejara
solos. Aun así, abandonó la sala y caminó simulando dirigirse a una de las
habitaciones. Cuando vio que Mariela salía del baño la detuvo en el pasillo
poniendo su mano sobre la pared. “Que tal, ¿cómo la estás pasando?” le dijo.
Ella le sonrió y bajó la mirada. Abelardo respirando hondo y tomando valor le
levantó el mentón con una de sus manos y le dio un beso profundo.
Cuando
terminó de besarla, Mariela bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio.
“Discúlpame” le dijo Abelardo confundido, “no te preocupes esto queda entre tú
y yo”, añadió tratando de excusarse. Y ya estando a punto de hablarle de su
repentino amor, Mariela lo interrumpió y le dijo “No, Abelardo, no es por eso”.
Él la abrazó fuerte y ella agregó bajito “Me sentía mal y he vomitado en tu
baño, discúlpame”.
(Extraído del Dominical de EL Comercio)
Gracias por publicarlo. Me siento honrado al lado de Chejov, Bukowski, Antonio Gálvez Ronceros, Edgardo Rivera Martínez.
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