La Nochebuena de Encarnación Mendoza
Cuento de Navidad
Con su sensible ojo de prófugo Encarnación
Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la
cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde
empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el
día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía
internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le
quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media
más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a
Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos
parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había
pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez
llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los
hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo
ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En
cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él
conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían
leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos
de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y
acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién se
atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a
Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la
comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de
guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo
Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor
lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su
contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito
pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si
Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a
transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre
de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que
cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le
quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar
a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca.
Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis
pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del
lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas-
tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al
salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un
momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las
carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se
veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de
caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo,
aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos
Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra
había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero
quedaba uno “para amamantar a madre”, y en él había puesto Mundito todo el
interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus
nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si
llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no
podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le
autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo más, corrió hacia la
casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a
Azabache, que lo voy a llevar allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido
autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en
brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así
empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco
antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde
estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de
indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de
los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza
oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo
temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana.
Con su agudo ojo de prófugo él podía ver hasta. dónde se lo permitía el barullo
de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada; no estaba el niño.
Encarnación Mendoza no tena pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo
hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando
la espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió
la cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó;
jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y
cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos.
Llamándolo a voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de
pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente
un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé
explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío.
En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no
se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado,
expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo
reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz
de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su
voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el
perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que
el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al
muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa
violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas,
cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a
correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo
y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre
muerto!
A lo que un vozarrón áspero
respondió gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey,
jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes
así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía
contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues
debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el
sargento era expeditivo; quince minutos después de haber oído a Mundito el
sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde
yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación
Mendoza.
El propósito de Encarnación Mendoza
era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y
caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras
estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo
encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quemas de
tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y
nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse
ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una
hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día
de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo
Pomares.
Necesariamente debía ver a su mujer
y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega
a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos,
Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles
un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además
necesitaba ver la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación donde se
reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él
los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio
camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se
moriría de una pena tremenda.
Encarnación Mendoza estaba
acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a
sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo
Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que
no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo
Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su
bohío. Solo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso
para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía
maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo.
Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se
había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los
pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido
prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía
la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara
por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando camino y le reconocía, era
hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las
nueve de la noche podría salir; caminar con cautela orillando los cerros, y
estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba
a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina
que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su
negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca
carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de
su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno
día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...
Despertó al tropel de pasos y a la
voz del niño que decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en
el de allá?
-En ése -aseguró el niño.
"En ése" podía significar
que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno
vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el niño y el
sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios
tablones de caña. Dependía de hacia donde estaba señalando el niño cuando decía
"ése". La situación era realmente grave, porque de lo que no había
duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no
era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza
comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer
se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había
que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo
voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!
Se oían murmullos y comentarios.
Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que
había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban
poniéndose feas.
Feas para él y feas para el
muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número
Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido,
maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no
vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en
la Colonia Adela.
-¿Tú ta seguro que fue aquí,
muchacho? -preguntó el sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito,
bastante asustado ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí
no hay nadie -terció el número Arroyo.
El sargento clavó en el niño una
mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con
Azabache -empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al
tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz
interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?
-Yo no le vide la cara -dijo el
niño, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la
cara. Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón?
-inquirió el sargento.
-Azul, y la camisa como amarilla, y
tenía un sombrero negro encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía
hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las
cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y
hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa
y lo perseguiría toda a vida.
De todas maneras, supiéralo o no
Mundito en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza
había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia
otro más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el
niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el
brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una pierna del difunto que
entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había
visto por la mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó
señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí!
Y como tenía mucho miedo siguió su
carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en
qué sé había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le
acompañaban, se había vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente
Nernesio Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su
oficio, era suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón
di una ve!-gritó.
Y así empezó la cacería, sin qué los
cazadores supieran qué pieza perseguían.
Era poco más de media mañana.
Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones,
buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos
excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras
del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza
sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus
perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él pensaba que el registro del
cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día
de San Juan.
Sin saber a ciencia cierta dónde
estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de
escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los
soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado
tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser
localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al
cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:
-¡Allá va, sargento, allá va; y se
parece a Encarnación Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo
el mundo quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a
gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde
señalaba el peón que había visto el prófugo.
Era ya cerca de mediodía, y aunque
los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los
cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces,
zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una
trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz,
y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi
parte que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando
sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los
perseguidores corrían de un lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose
prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.
Pasó el mediodía. Llegaron no dos,
sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la
cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto
un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues
era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban
saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el
dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían
cogido”.
Encarnación Mendoza no era hombre
fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los
cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la
columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se
revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues
los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces
empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a
insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza.
Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un
balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a
pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a
llover, si bien por entonces za. Y el sargento estaba pensando algo. Si él
sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo
ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo
llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a la
Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde
en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la
carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos, él podría
detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre
la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que
vamo a sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más
cerca.
No apareció caballo sino burro; y
eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso
los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones,
estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el
asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a
los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo
la lluvia.
No resultó fácil el camino. Tres
veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado
bajo el vientre del asno. Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el
barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de
reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas
grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en
rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar la
mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.
O simplemente aludía al cabo
Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más
temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el
camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían
más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.
-Sí, del caserío -explicó el
sargento; y al instarte urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho.
Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento
quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la
primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:
-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí
adentro, que no podemo seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan
escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se
afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo
suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que
salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo
de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y
tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes
sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.
La mujer miró aquella masa inerte;
sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una
mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y
corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:
-¡Hay m'shijo, se han quedao
güérfano. . . han matao a Encarnación!
Espantados, atropellándose, los
niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
-Entonces se oyó una voz infantil en
la que se confundían llanto y horror:
-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el
muerto que yo vide hoy en el cañaveral.
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