Theodora, o Thea como la llamaban, era
la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto
desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado
de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los
extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas
costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A
continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala
de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada
a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la
etiqueta como un pato en el agua.
-Gracias, lo he pasado maravillosamente
-decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de
despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido
almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y
sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando,
haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran
completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con
dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y
eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia
madre. Ella y su madre se adoraban.
Entre los contemporáneos de Thea, las
pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra
pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o
bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no
participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de
algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles
residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la
pandilla.
-No me importa nada, porque no quiero
ser uno de ellos -les dijo a sus padres.
-Thea hace trampas en los juegos. Por
eso no queremos que venga con nosotros -dijo un niño de diez años en una de las
clases de Historia del padre de Thea.
El padre de Thea, Ted, enseñaba en una
escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había
mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un
misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso,
hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?
-Las niñas nacen mujeres -dijo Margot,
la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo.
Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
-Pero eso no es tener carácter -dijo
Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.
Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la
impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su
mujer y su hija vivían en la era supersónica.
Al parecer, el principal objetivo en la
vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira
sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi
tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí
había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por
Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no
lo hubiera hecho mejor.
-Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza -dijo
Margot-. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.
Craig tenía diez años y vivía tres casas
más allá. Pero Ted
no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma
razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía
un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.
-¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente.
Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía,
pero el otro se limitó a volverse y decir:
-¡Eres un mierda, igual que Thea!
No era la primera vez que Ted oía tales
palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó
impresionado.
-Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig?
-le preguntó a su mujer.
-Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-.
Supongo que Craig está enamorado de ella.
Ted ya lo había pensado. Thea poseía una
belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando
llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo.
Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al
tipo de las provocativas y básicamente puritanas.
A lo que se dedicaban Thea y Craig por
entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos
chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig
iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y
espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la
pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo
leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo
esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención
de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y
luego se proponían destruirlo todo.
Mientras tanto a Thea y a Craig se les
ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para
decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de
la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una
fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a
todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la
madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y
observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer,
algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras
Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa,
diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía
dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.
Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas
y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron
tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio.
Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus
bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo
del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron
la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de papas y
sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.
Dos días más tarde, un jueves que era
día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos
olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la
garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen
golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas
demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.
Ted se quedó profundamente impresionado.
Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas.
Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que
había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban
constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo
acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y
tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La
investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del
colegio.
-Sólo porque Craig y yo faltáramos al
colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido
túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los
miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le
resultaba difícil desmentirla.
Así que para Thea la edad de las
pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios
y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río,
siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los
cuales no le duraron más de cinco días.
Dejemos a Thea a los quince años,
sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta
noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener
un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en
un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos
esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor
de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes
como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea
escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas
señoritas como Thea.
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