Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba
la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella
mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el
felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a
cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:
-Ayer lo enterramos, señor.
-¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el
caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata
deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió
incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle
algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió
amablemente:
-Espero que el entierro fuese bien.
-¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma
Parker.
¡Pobre mujer! Estaba acabada.
-Que espero que el entierro fuese bien... -repitió.
Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó
hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las
cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato
enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.
-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomando un
poco de mermelada.
Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban
la toca y la colgó detrás de la puerta. Se desabrochó la raída chaqueta y
también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas.
Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido
durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro
se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que
hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó
momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las
rodillas...
-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con
sus botines sobre su falda. Acababa de volver de jugar en la calle.
-¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela...!
¡Malo, más que malo!
Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su
mejillita contra la de ella.
-Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero.
-Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene
dinero.
-Sí, sí tienes.
-No, no tengo.
-Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda!
Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y
desvencijado de cuero negro.
-Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela?
El niño soltó una tímida risita y se apretujó más
contra ella. Notó sus pestañas haciéndole cosquillas en la mejilla.
-Pero si yo no tengo nada... -murmuró el niño.
La anciana se levantó como impulsada por un resorte,
tomó el hervidor de metal que estaba sobre la cocina de gas y la llevó hasta el
fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso
parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño.
Se necesitaría un libro entero para describir el
estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las
apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del té
en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y
cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de
cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era
bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos
problemas con la vida doméstica.
-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar
a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.
El resultado era una especie de descomunal basurero. Incluso
el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma
Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía
joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una
inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que
fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como
oscuras manchas de té.
Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a
barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una
cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»
Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando
volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre
ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de
alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker».
Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien
hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más
dura...!
A los dieciséis años había abandonado Stratford para
ir a Londres como ayudante de cocina. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon.
¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él.
Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros.
Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel
«sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá
siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo
más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía
maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos
veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.
Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No
la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la
mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer
cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese
tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar... ¡Y las
cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había
ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma
siempre soltaba una risita, como si... ¡mira que no haber visto nunca una
cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies.
Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como
«ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba
y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.
-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero
literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o,
al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito
estar casada con un panadero!
La señora Parker no parecía tan segura.
-Es un oficio tan limpio -argüía el literato.
La señora Parker no estaba muy convencida.
-¿No le gustaba entregar el pan calentito a los
clientes?
-Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona
muy a menudo. Tuvimos trece niños y enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era
un hospital, era una enfermería, como quien dice!
-Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga
-exclamaba el literato, estremeciéndose, y volviendo a empuñar la pluma.
Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis
todavía eran pequeños su marido se volvió tísico. Harina en los pulmones, le
había dicho a ella el médico... Su marido estaba sentado en la cama con la
camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su
espalda.
-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora
Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen
hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo si había visto o si
había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de
su pobre marido...
Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a
aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y
entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio,
la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y
cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera
lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño
-¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña
Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos
chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y
Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de
úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño
Lennie, mi nietecito...
Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios.
Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón.
Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de
sardina...
Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca,
desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por
una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un
diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella
criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada
domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la
colada.
Señor director:
Sólo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño
Myrtil que se hallaba grave de muerte... Y tras cuatro frascos de... aumentó 8
libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando.
Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía
de tintero y se escribía la carta, y al día siguiente por la mañana, camino del
trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No
había modo de que el pequeño Lennie engordase.
Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de
color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito.
Aunque desde el principio había sido el niño mimado de
su abuela...
-¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker
abandonando los fogones y dirigiéndose hacia la mugrienta ventana. Y una
vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar
de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».
En aquel momento se oyeron pasos y el literato
apareció, vestido de calle.
-Señora Parker, voy a salir.
-Perfectamente, señor.
-Encontrará la media corona en la bandejita del
tintero.
-Gracias, señor.
-Por cierto, señora Parker -dijo el caballero
rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un poco de cacao la última vez
que vino a limpiar, verdad?
-No, señor.
-¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una
cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y-añadió amablemente pero con
firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió
muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la
señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una
mujer.
Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo
del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama,
tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño
Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo
que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer
esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía
ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo.
Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido
como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no
podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos
se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una
patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía
permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba,
incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como
si estuviese ofendido.
-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma
Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero
Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con
ella... y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca
hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.
Cuando menos... Ma Parker echó la colcha sobre la
cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado... le había tocado
sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado
que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una
sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la
desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora...! Lennie
había muerto... ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta
vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que
ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.
-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he
hecho?
Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer
inesperadamente el plumero. Y se encontró en la cocina. Se sentía tan
desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca
y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía
lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le
acaba de ocurrir, echa a andar... sin dirección alguna, simplemente como si
andando pudiese alejarse...
En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La
gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras;
las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le
preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque
después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba
como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto.
Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el
pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero
hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar,
si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando
por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo
por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su
marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años
de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por
todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el
momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un
minuto más; ya no podía esperar... ¿Adónde podía ir?
«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí,
más de lo que creían, durísima! Labarbilla le empezó a temblequear; no
tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde?
No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se
hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier
parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar al hogar del
caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se
sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba
prohibido hacerlo.
¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese
esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin
molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin,
solazarse llorando?
Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro
lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a
llover. No, aquel sitio no existía.
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