No había terminado de pasar el cuento
mensual que el maestro me dio a copiar, y mi padre me pidió que lo
acompañara al cuarto piso a visitar al señor herido en el ojo. El anciano estaba
acostado entre almohadones y junto a él, sentada al lado de la cama, se
hallaba su mujer con el sobrinito. El
señor tenía el ojo vendado, pero se encontraba bien, según nos dijo, y muy
pronto estaría curado.
-Fue una verdadera desgracia –comentó-, y
lo lamento por aquel pobre chico.
En ese momento llamaron a la puerta y la
señora salió a abrir, convencida de que
era el médico. Al abrir la puerta… ¡veo a Garofi en el umbral, y sin atreverse
a entrar! El enfermo quiso saber quién
había llegado.
-Es el muchacho que tiró la bola… -explicó
mi padre.
-¡Oh! –exclamó entonces el anciano-. Ven,
acércate, pobre niño. Tranquilízate, que estoy mejor.
Garofi se acercó, haciendo esfuerzos por
no llorar, y el anciano, también muy emocionado, lo acarició.
-Dile a tus padres que todo va bien.
Garofi pareció querer decir algo; pero se
quedó mudo.
-Bien, muchacho, bien; será hasta pronto,
vete tranquilo.
Garofi caminó lentamente hasta la puerta y
de pronto, sacando de entre su capote algo que llevaba oculto, lo entregó al sobrino del anciano y desapareció. El niño
nos mostró aquello y vimos que encima le
había puesto un letrero que decía: “Te regalo esto”. Cuando vimos bien lo que era, lanzamos una
exclamación.
Garofi se desprendía de su álbum de
estampillas, la colección de la que siempre hablaba, orgulloso, y que tanto le
había costado reunir: su tesoro.
¡Pobre niño! A cambio del perdón, regalaba
la mitad de su vida.
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