Lunes
20 de marzo.
No fue por envidia, porque Coreta haya
alcanzado el premio y yo no, que haya tenido un altercado con él. ¡Pero hice
mal!
Mientras escribía yo en el cuaderno de
caligrafía, me empujó con el codo, haciéndome echar un borrón y manchar también
el cuento mensual, Sangre romañola, que tenía que copiar para el “albañilito”,
que está enfermo. Yo le solté una palabrota. Él me contestó, sonriendo:
-No lo he hecho a propósito.
Pensé: “¡Oh! ¡El premio lo ha
ensoberbecido!”, y para vengarme, le di
tal empujón que la estropeé la plana. Se enfureció.
-Tú sí que lo has hecho de intento –me
dijo, levantando la mano.
El
maestro lo vio y la retiró. Coreta añadió por lo bajo:
-¡Te espero afuera!
Yo me quedé en mala situación; la rabia se
desvaneció y sentí arrepentimiento: Coreta no podía haberlo hecho a propósito.
“Es bueno”, pensé. Se me ocurría el consejo que mi padre me hubiera dado: “¿Has
hecho mal? Pues, pídele perdón”. Pero no
me atrevía hacerlo, porque me avergonzaba el tener que humillarme. Me decía a
mí mismo: “¡Valor!”, pero la palabra “Perdóname” no salía de la garganta.
Él, alguna que otra vez, me miraba de
reojo, pero más bien me parecía apesadumbrado que rabioso. En tales ocasiones yo también le miraba hosco, para
darle a entender que no le tenía miedo. Él me repitió:
-¡Ya nos veremos afuera!
-¡Sí que nos veremos afuera! –le respondí.
Yo estaba destrozado, triste, no oía lo que decía el maestro. Al fin llegó la hora
de salida. Cuando me encontré solo en la calle, observé que él me seguía. Me detuve y le esperé con la regla
en la mano. Se acercó él y yo levanté la regla.
.No, Enrique –me dijo bondadosamente-;
sigamos de buenos amigos.
Me quedé aturdido por un momento, y luego
me arrojé sus brazos.
Cuando llegué a casa y se lo conté a mi
padre, me replicó:
-Tú debías haber sido el primero en tender
la mano, puesto que habías cometido la falta. ¡No debiste levantar la regla
sobre un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un soldado! –y tomó la regla,
destrozándola.
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