El chaucato ve a la víbora y la denuncia; su lírica voz se descompone. Cuando
descubre a la serpiente venenosa lanza un silbido, más de alarma que de
espanto, y otros chaucatos vuelan agitadamente hacia el sitio del
descubrimiento; se posan cerca, miran el suelo con simulado espanto y llaman
saltando, alborozado. Los campesinos acuden con urgencia, buscan el reptil y lo
parten a machetazos. Los chaucatos contemplan la degollación de la víbora y se
dispersan luego hacia sus querencias, a sus árboles y campos favoritos. Si la
víbora no es alcanzada por los campesinos, los chaucatos se resignan, cambian
la voz lentamente, del tono de horror a su cristalina música; y vuelan abriendo
y cerrando las alas, como cayendo y levantándose en línea quebrada, a la manera
de sus primos, el chihuillu y el guardacaballo costeños, y el zorzal andino. El
chaucato es campesino; no va a los árboles de las ciudades; es pardo jaspeado,
de pico fino y largo. La víbora se arrastra sobre el suelo polvoriento del valle;
raza líneas visibles en la tierra.
Cierta tarde, sobre uno de los grandes ficus que dan sombraal claustro del Colegio, canto un chaucato. Su voz transmitía el olor, la
imagen del ingente valle. Los internos jugaban o charlaban. Salcedo se acercó,
sorprendido, junto a una columna. Gorjeó nuevamente el pájaro; el cielo dorado
recibió la música y se hizo transparente, bañado por el débil canto. Varios
alumnos corrieron en el patio, persiguiéndose a gritos, y el chaucato se fue.
Salcedo vino adonde yo estaba. - He observado que escuchaba usted como yo- me
dijo. - Sí, se parece al zorzal. Nunca los había oído cantar en la ciudad.
Salcedo me causaba turbación, más que a los otros compañeros del Colegio.
- Es muy extraño que haya venido a cantar aquí- dijo- Quisiera hablarle de
este pájaro; pero es usted muy callado, y es con quien deseo charlar siempre.
- Nadie le escucha como yo, Salcedo; aunque me faltan palabras para
contestarle bien Yo era alumno del primer año, un recién llegado de los Andes,
y trataba de no llamar a atención hacia mi; porque entonces, en Ica como en las
ciudades de la costa, se menospreciaba a la gente de la sierra aindiada y mucho
más a los que venían desde pequeños pueblos. -El chaucato es un espécimen real
; me refiero a la realeza, no a las cosas .
–Salcedo hablaba inspiradamente ,sin mirar casi a su interlocutor-.El
chaucato es un príncipe como de los cuentos .Debe ser un genio antiguo ,iqueño.
Es quizá el agua que se esconde en el subsuelo de este valle y hace posible que
la tierra produzca tres años, a veces más años ,sin ser regada. Es en el fondo
de la tierra , en los núcleos adonde quizá sólo llega la raíz de los Picus más
viejos, hay agua cristalina y fecunda, cargada de la esencia de millones de
minerales y de los cuerpos carbónicos por los que se filtró a la manera de un
líquido brujo . La voz del chaucato es el único indicio que bajo el sol tenemos
de es honda corriente. Yo vi que usted fue tocado por el mensaje .
El mensajero es digno de su origen ,de su autor.¿Por qué el chaucato
descubre en el polvo a la víbora , que es del color del polvo y hecha de fuego
maligno? ¡La oposición absoluta! La víbora de una parte especial ,negada, del
polvo, que a su vez aprehende los rayos del sol , de la parte maligna del
sol.!El agua la niega ; apaga el ardor! Por que en la oscura entraña, bajo la
tierra, el agua fresca , por la temperatura ,la soledad y el largo proceso de
empurecimiento , adquiere el poder extremo, la belleza extrema. ¡El canto que
hemos oído! Yo presentía que al ver hablar tan largamente a Salcedo , y más,
conmigo ,vendría Wilser a escucharlo ,a buscar algún motivo para provocarlo.
Vino .Lo acompañaba Muñante. Se detuvieron detrás de mí, frente a Salcedo. Pero
él, como siempre ,los ignoró. Aparecieron, los retratados en los grandes ojos
de Salcedo ;yo los veía y me sentí intranquilo. Salcedo siguió hablando con al
sapiencia e inspiración que eran en él tan naturales.
-No conozco al zorzal. Sé que es pardo muy oscuro y de pico amarrillo. Debe
tener la misma naturaleza especial que el chaucato . Me gustaría oírlo cantar
en los valles profundos donde vive ¿Ha escuchado Ud al chaucato , al borde del
valle de Nazca o Palpa, allí donde montañas rocosas y no sólo el arenal
circundan los campos sembrados? El color del chaucato es semejante al de las rocas
de la cordillera seca, de los Andes gastados que se acercan al mar. En esos
valles angostos, un chaucato canta posado en lo alto de un sauce, cerca de un
monte de rocas cubiertas de polvo. Y vibra el fondo en que su pequeño cuerpo se
distingue apenas por su jaspeado. El color del desierto , de los arenales
sueltos que beben el sol y se recrean ardiendo, está muy cerca, a dos pasos .El
chaucato nunca ha cruzado el desierto que separa un valle de otro. No sería una
buena experiencia en una jaula . A mí ,en la niñez , me llevaron por las pampas
de Huayurí, a caballo. Los rodeantes arenales , el silencio y el calor,
tantos,no debiera sentirlos el hombre en tan tierna edad. -¡Basta ya!- gritó
Wilser a mi espalda-¡Charlatán lora de Nazca! Y se acercó hasta topar casi su
cabeza con al de Salcedo . Corrieron todos los internos hacia el sitio donde
estábamos. Wilster tenía ojos un poco saltado ; era alto y fornido , el más
corpulento de los alumnos del quinto grado. Salcedo lo empujó un poco y pudo
paralizarlo inmediatamente ¿Qué influencia ejercía este joven, tan súbita,
sobre profesores y estudiantes? -Mire Wilster, creo que debo pelear con usted,
formalmente -le dijo- .Ha acumulado un furor clamoroso ,¿No es cierto? A la
noche a luna .Usted y yo ,solos, nos quedaremos detrás de loa silos .El único
lugar tranquilo para estos sucesos . Yo aseguraré la puerta , y nadie entrará .
Pero lucharemos con un minimum de decencia ,Medio cuerpo desnudo . Nada de
cabezazos , patadas en el suelo .Usted puede cebarse en mí ,quizás le dé la
oportunidad o quizá le rompa la nariz o le reviente más los ojos. -¡Lo que
buscaba! –exclamó Wilster -. Y tras de los silos. ¡Quizá yo te meta entro! Y
desde abajo recitarás tus sabidurías , con la boca llena de “esencia”. Gran
entierro para un futuro Presidente de la República. ¡Muñante;vámonos!-le dijo a
su amigo-;después de tantos días de trabajo he conseguido que este…. No pudo
pronunciar las otra palabras , porque todos los internos lo mirábamos .Alzó la
cabeza con un ademán despectivo ,hizo una señal con la mano a Muñante para que
lo acompañara , y se fue caminando lentamente .Atravesó el patio ; se apoyó en
uno de los maderos de la barra , bajo las ramas inmensas del ficus que se
elevaba en esa esquina ;saltó a la barra e hizo varias flexiones rapidísimas.
Al bajar no miró al grupo. Muñante estaba pendiente de él. Volvió a tomarlo del
brazo y se lo llevo al corral de los silos .Desaparecieron Salcedo sonreía
.Todos los internos lo miraban con preocupación .Cuando Wilster y Muñante
entraron al corral ,Gómez el cetrino, le dijo a Salcedo: -Yo seré el Juez Los
colegiales no encontrábamos cómo decirle algo a Salcedo. Tenía una frente alta,
sus cabellos muy ondulados se levantaban como pequeñas olas. Su nariz recta ,
semejante a la de las máscaras de Herodes que usaban en mi aldea para la
representación del día de los Reyes, era armoniosa , como la amplitud y la
forma de su frente. La sombra de las altas ramas del ficus llegaba a su rostro.
Era el único alumno a quien todos los colegiales le hablaban de usted. -Yo creo
que usted deberá ser el Juez ,Wilster lo respetará –contestó Salcedo Gómez era
el campeón de atletismo en Ica ,su nariz rara ,con un caballete increíble ,que
parecía tener filo ; sus ojos hundidos , sus pómulos huesudos y los carrillos
descarnados ,daban a su rostro un aire de ave de rapiña ; pero sus negrísimos
ojos eran tiernos e infantiles .Gómez hablaba poco .Era cetrino amarillento sus
brazos y piernas eran largos y delgados. Saltaba y corría con agilidad
regocijadora . Los niños lo engreían. Su frente tan estrecha tenía algo que
hacer con el brillo infantil de sus ojos. Se elevaba en los saltos recogiéndose
como una araña. En las carreras dejaba atrás a sus competidores , desde los
primeros tramos . Sus pasos parecían saltos ; los niños los marcaban con rayas
y se enorgullecían cuando alcanzaban la distancia , en saltos con impulso.
Cuando él propuso : “Yo seré el Juez”, disipó la intranquilidad que nos aislaba
a todos. Como una grúa de acero fino, Gómez levantaría a Wilster del cuello, si
pretendía emplear en la lucha alguna maña traidora. ¡Ellos tres! La mayor parte
de los colegiales celebraron la respuesta de Salcedo con un grito. Pero Gómez
no iba a pelear, iba a ser sólo el Juez. Nadie empleó la palabra árbitro o
“referee”. Y la intervención de Gómez hacia segura la realización del
encuentro. ¿En que favorecía a Salcedo? ¿En qué lo favorecía, si Wilster era
más fuerte que él, era valiente y estaba envenenado por la ira? - Hasta luego,
jóvenes - dijo Salcedo. Y empezó a pasearse a lo largo de uno de los corredores
del claustro. - “Le va a destrozar la cara – pensaba yo- . Tratará de sacarle
sangre de la nariz, de partirle los labios, de cortarle las cejas; de
desfigurarlo”. Salcedo acostumbraba caminar en el claustro, solo, durante
horas. Los días domingo y de fiesta él se quedaba en el colegio, y leía, mientras
paseaba; se detenía a instantes y meditaba. No, no era una simulación; veíamos
que meditaba, luego reiniciaba su paseo. Los profesores le permitían hablar en
las clases,a él únicamente. Demostraba teoremas y resolvía problemas de física,
explicando el proceso con fría modestia. A veces ocupaba las horas íntegras de
las clases de Historia y Filosofía .Ni los alumnos ni los maestros se sintieron
afectados en nada por las intervenciones de Salcedo. El profesor de Historia
era un gran hacendado, doctor en letras y taurófilo; le llamaban “camión”,
porque era alto e inmenso; su voz era un trueno acuoso y regocijante. “¡a ver ,
el ilustre Salcedo! Usted tiene ideas propias y muy profundas; considera ud. A
Bolívar y a Hércules como demonios del orgullo; me lo dijo por escrito:
Discutamos para satisfacción nuestra y de los “pequeños” alumnos “Yo pienso que
Bolívar…” y discutían. Cuando tocaban la campana, cerraban la puerta del salón
y la discusión continuaba… Los domingos, de seis a ocho de la noche, la Banda Municipal
ofrecía una retreta en la Plaza de Armas. Salcedo iba de vez en cuando al
parque a oir la música. Unos carteles gigantes colgaban a esa hora en la
fachada del cine. Los altos y frondoso ficus enlazaban sus ramas en el aire y
cubre de infinita sombra, la más clemente, el parque de esa ciudad que flota
sobre fuego. Salcedo caminaba en el parque lentamente a orillas de los grupos
de jóvenes que llenaban las aceras. Lo conocían todos. Había logrado interesar
aún a las grandes familias de la ciudad. - ¡Qué frente tiene! - ¡Qué frente tan
ancha - ¡Es así frente de sabio.!- Exclamaban, mirándolo con curiosidad no
disimulada. Los alumnos del quinto año usaban entonces bastón, guantes, y sara
o sombrero ribeteado con fieltro. La moda para el traje era exagerada; un
pantalón, llamado “Oxford”, muy ancho y largo, que cubría casi los zapatos; en
cambio el saco era cerrado y corto . Los jóvenes del quinto año, hijos de gente
adinerada, hacían brillar este conjunto con el cual se pavoneaban,
especialmente los días domingos. En el internado el prepararse para salir a la
calle duraba una o dos horas, Salcedo no acató esa moda; vestía al modo
corriente, y siempre de drill: No usaba sombrero; quizá por eso era tan
observada su brava cabeza, su cabellera levantada y su frente. Luego de dar una
o dos vueltas en el parque principal, iba a los barrios y se quedaba a pasear
en alguna de las otras dos plazas de la ciudad, que eran más pequeñas,
sombreada de ficus menos añosos y de ramas menos espesas. - Esas plazas de los
barrios no estaban bien alumbradas y limpias; la semillas de los árboles se
amontonaban en el suelo o en las aceras de las locetas ;crujías bajo los pies
de los transeúntes. Casas de un solo piso, bajas de paredes ondulantes,
pintadas cada uno de u color diferente; rosado, azul, verde o naranja parecían
formar un marco risueño a las filas cuadranculares de los grandes árboles.
Durante el día , el sol, en las bajas fachadas resplandecen los colores y los
ficus mecen lentamente sus ramas pesadas. De noche, en el centro de la plaza,
lucía la luz de la luna o de las estrellas, porque las ramas de los ficus no se
entrelazan, como en la plaza mayor. Casi todos los domingos, a la hora de la
retreta, veía a Salcedo caminar sólo en la acera principal de algunos de estos parques
silenciosos. No se sentaba en los bancos de madera; prefería, a veces, reclinar
su cuerpo por unos instantes, en el tronco de un ficus, y continuaba, después,
caminando. La sombra extensa de los ficus cubría, la fachada de las pequeñas
casas, aumentaba la oscuridad. En el valle de Ica, donde se cultiva la tierra
desde hace cinco mil o diez mil años, y cerca de la ciudad, hay varias lagunas
encantadas. “La Victoria” es la más pequeña, la rodean palmeras de altísimos
penachos, y el agua es verde, espesa; natas casi fétidas flotan de un extremo a
otro de la laguna. Es onda y está entre algodonales. Aparece singularmente,
como un misterio de la tierra; porque la costa peruana es un astral desierto
donde los valles son apenas delgados hilos que comunican el mar con los andes.
Y la tierra de estos oasis produce más que ninguna otra de América. Es polvo
que el agua de los andes ha renovado durante milenios cada verano. En los
límites del desierto y el valle están las otras lagunas: “Huacahcina”,
“Saraja”, “ La Huega”, “Orovilca”. Altas dunas circundan a Huacachina. Lago
habitado en la tierra muerta, desde sus orillas no se ve en el horizonte sino
montes filudos de arena. Es extensa y la rodean residencias y hoteles en cuyos
patios han cultivado flores y árboles. Ficus gigantes, refrescan el aire y dan
sombra. Contra la superficie de arena, la fronda murmurante de estos árboles
profundos se dibujan. Y quién está bajo su protección siente en el rostro,
sobre los ojos, su paternal, su fría lengua; porque las dunas tienen su
cimiento en esta orilla arbórea, y el ardor de las arenas estalla en derredor,
como un anillo. La gente nada o chapotea en el agua de la laguna, también
espesa y de color penetrante; chapotean y juegan como animales regocijados por
estos contrastes, que en lugar de abrumarlos, lo calman, lo acarician, le dan
una gran alegría, algunos tullidos, los viejos, los llagados, y otros enfermos
de las vísceras se sienten resucitar al estímulo de tanto fuego, de tan extraño
mundo. Y vuelven por años desde lejanas ciudades. “Orovilca” significa en
quechua gusano sagrado. Es la laguna más lejana de la ciudad; está en el
desierto, tras una barrera de dunas. Salcedo iba a bañarse a “Orovilca” los
días domingos por la tarde, en la primavera. Yo lo acompañé algunas veces.
Ibamos por caminos de3 chacra, porque entre la ciudad y Orovilca” no había
carretera. - Caminar en el polvo, entre caballos y peatones, diez horas, veinte
horas, no importa –decía- . Los largos caminos pavimentados, empedrados, me
abruman. Y no me agrada ”Huacachina” . La ostentación humana me irrita. El
pequeño camino, entre sembrados y arbustos, no entre árboles alineados por el
hombre, es liberador. En cambio, andar en el desierto, sobre la arena suelta,
es una vía segura para buscar la muerte. Llevábamos una sandía al hombro cada
uno. Salcedo no perdía su compostura a pesar de ir cargando la sandía a la
manera de los campesinos. Conversaba Con la naturalidad y animación de siempre.
Escalábamos las dunas silenciosas, como dos pequeño9s insectos, de andar lento.
Tramontando las limpias cimas, bajábamos a la hondonada de arena en que está el
pequeño lago; volcán de agua la llaman, porque es un estanque fresco entre
lenguas de arena, quemantes o heladas de inmortal blancura. Llegábamos a la
orilla de la laguna y Salcedo partía inmediatamente la sandía, cortaba grandes
trozos de la pulpa roja, y la bebía con un apresuramiento que me parecía
locura. - La sed que tengo- me explicó una vez- no debe venir únicamente de mis
extrañas, sinó de alguna necesidad antigua. En Nasca, a estas horas; mi padre
se expone al fuego del valle; trota catorce horas diarias, recorriendo la
hacienda de su patrón. El cree ser dichoso. Yo he caminado por el cauce seco
del río millares de días, para ir a la escuela. El fuego debiera atraerme, pero
no en forma de sed . a veces sospe4cho9 que un can mítico vive en mi.El
espíritu del río cuyo cauce arde diez meses y brama dos con esa agua terrosa.
¡Pero esos patos de “Orovilca”, que tiene la cresta roja y nadan cobn tanta
armonía felizmente existes! “Orovilca no tiene aguas densas, puede brillar; la
superficie de las otras es opaca. No hay ficus, ni laureles, ni flores; la
orillan árboles y hierbas nativas. Huarangos de retorcidos tallos, ramas
horizontales y hojas menudas que se tienden como sombrillas; arbustos grises o
verdes oscuros que reptan en las base3s de las dunas, y totorales altos,
espesos, de onda entraña, desde donde cantan los patos. Los huarangos dejan
pasar el sol, pero quitándole el fuego. Árbol nativo del campo, el hombre se
siente ahí , bajo sus troncos y rodeado del mundo seco y brillante, como si
acabara de brotar de “Orovilca”, del agua densa, entre griterío triunfal de los
patos. Salcedo se tendía de espaldas en la laguna y flotaba durante largo rato.
Una arenilla dorada forma ondas difusas en la playa. Es un oro húmedo, opaco ;
sobre esta superficie metálica encontraba gusanos de caparazones azuladas,
pequeños escarabajos y lombrices. Luego me echaba a nadar, braceando, y un halo
de agua verde me rodeaba. Volvíamos cuando el sol tocaba la cima de las
montañas de arena. Cruzábamos el trozo de desierto que separa el valle de la
laguna, sin hablar. Salíamos de la hondonada, y el valle parecía como un
rumoroso mundo, recién descubierto , un oasis donde los pájaros hablaran .
Porque la luz del crepúsculo embellece a los seres de la costa, les trasmite su
armonía; su plácida hondura; no los rasga y exalta como los torrentes de
lobreguez y metales llameantes de los crepúsculos serranos. Salcedo hundía su
mirada en el gran campo negrusco y en los confines donde aparecían los Andes;
se detenía junto a los grupos de palmeras que crecen sin dueños a la orilla del
valle, en la arena, y en los caminos. Arrojando piedras bajábamos algunos
dátiles de los elevados racimos. -¡Qué cabellera tienen las palmeras de Ica! –
exclamó Salcedo la última vez que fuimos a “Orovilca” -. Este es el único valle
de América donde caminaron durante unos años los dromedarios y camellos de
África. Las arenas de la costa peruana se hunden mucho con las pisadas. Las
bestias de África se cansaron y extinguieron. - A esta hora, junto a las
palmeras, debieron verse como animales nativos- le dije. - Si, los dromedarios
,especialmente, porque tiene la apariencia de animales deformados por el
hombre. Usted no sabe cuánto ocurre bajo esta luz que nos ilumina como si
fuéramos ángeles. Aquí aprietan con tenazas de aire. El espacio andino, en
cambio, el helado espacio ,todo lo exhibe; se muestran las cosas como sobre un
témpano en cuya superficie la más pequeña cosa camina como una araña; aquí, el
polvo, el sol, amodorran y encubren… Llega el agua en enero a Nazca, viene
despacio y el cauce del río se hincha lentamente, se va levantando, hasta
formar trombas que arrastran raíces arrancadas de lo profundo, y piedras que
giran y chocan dentro de la corriente. La gente se arrodilla ante el paso del
agua; tocan las campanas, revientan cohete y dinamitazos. Arrojan ofrendas al
río, bailan y cantan, recorren las orillas mientras el agua sigue lamiendo la
tierra, destruyendo arbustos, llevándose las hojas secas, la basura, los
animales muertos. Después comienza el trabajo y la guerra. En las grandes
haciendas se empoza el agua , cargada de esencias, como la sangre; y hay
campesinos que no alcanzan a regar y siembran en la tierra seca, con una
esperanza como la mía que no es sino una sed inclemente. Yo los he visto llorar
en las noches del feraz verano y aún bajo la luz del sol repercute en el
inmenso “Cerro blanco”. - ¿Usted conoce la sierra?- le pregunté. - Si el patrón
de mi padre me llevó a cazar vicuñas en la altura, a 4,200 metros, donde se ven
ya chozas de indios pastores. Hay allí un silencio que exalta las cosas. El
llanto, en tal altura; o un incendio ¡un gran incendio! Perturbarían al mundo.
Lo dejé hablar. Yo no me atrevía a contarle. Le temía y me inquietaba; sentía
por él un respeto en algo semejante al que me inspiraban los brujos de mi
aldea; pero me calmaba la expresión siempre tranquila de su rostro, de sus ojos
en que podía seguir el curso de su afán por encontrar la palabra justa y bella
con la que se recreaba. Porque su oratoria lo envolvía y aislaba. En cualquier
momento él podía abandonar a la persona o el grupo con quien hablaba, e irse, a
paso lento. Su cabeza tenía expresión entonces; la llevaba en alto como un
símbolo, a la sombra de los claustros o de los grandes ficus o en el patio en
que el sol denso hacia resaltar su figura, toda ella pensativa. Wilster comenzó
a atacarlo, súbitamente. Wilster había sido durante cuatro años uno de los
internos más festejados. Bajo los ficus del patio, cantaba con voz agradable
las melodías que estaban de moda: tangos, pasodobles, jazz “incaicos”, valses.
Marcaba alborozadamente el ritmo de las danzas, y movía a compás las piernas y
la cabeza. Se improvisaban bailes entre los alumnos. Wilster era tenor. Sus
canciones predilectas no las habrán olvidado quienes las oyeron en esa sombra
baja del claustro:”Y todo a media luz”, “Medias finas de seda”, “Melenita de
oro”, “Cuando el indio llora”, “Bailando el charleston” Un guitarrista limeño
que no conocía la sierra, compuso el jazz pentafónico “Cuando el indio llora”.
De melodía triste y de compás muy norteamericano, aunque lento, esta canción la
oíamos en todas partes. Wilster la entonaba melancólicamente. Le escuchábamos,
y nadie bailaba. Pero inmediatamente después cantaba un charlestón, y los
jóvenes internos atravesaban el patio o recorrían los claustros danzando a toda
máquina. Hasta que tocaban la campana que señalaba la hora de entrar al
dormitorio. -Sólo Hortensia Mazzoni baila “Cuando el indio llora” como si fuera
una ninfa- dijo cierta vez Wilster. - Es que no has visto a otras. Ella baila
sola, en el salón de su casa. Por los balcones que dan a la plaza de plaza de
armas podemos verla. -¿Quién baila sola un jazz? Únicamente ella. Gira como una
estrella de cine. ¿Qué hace?- preguntó Wilster. -Hay que bailar con ella- dijo
Gómez.- -Podría usted hacerlo-le dijo Salcedo a Wilster- .Es la muchacha más
bella de Ica. Y ella no ve que la miran. Su salón está siempre muy iluminado;
la calle o la esquina de la plaza quedan en la oscuridad. - Una rama del ficus
de la esquina se extiende justo f Wilsder- Salcedo rió, y Wilster también. Unos
días después, Wilster odiaba a Salcedo lo acosaba Y no hubo desde entonces otra
preocupación en el internado, que esa lucha. Del sereno, del sabio, armonioso y
raro joven de Nazca, vestido siempre de drill; y de su persecutor, el elegante
Wilsner, cantor y deportista el que usaba más llamativo y mejor levado bastón
de Ica. Wilster andaba perdiendo. No se atrevía, no se atrevía. Descompuso su
vida, la revolvió; mientras salcedo continuaba… Wilster era el sapo, cada vez
más el sapo. Empezaba ya a odiarlo. Hasta que Salcedo quiso dar fin a la lucha.
Parecía que su actitud había sido bien meditada y no era el fruto de su actitud
había sido bien meditada y no era el fruto de su estallido. Pero yo temía que
sus cálculos fallaran esta vez. Confiaba mucho en el pensamiento: En cinco
años, su inteligencia le había dado en el Colegio una autoridad sin límites;
pero la armonía entre él y los internos se había quebrado hacia unos instantes,
con el desafío. Lo seguí, cuando tras largo paseo en el claustro, se encaminó
al pequeño jardín del internado. Se sentó al borde del pozo que daba agua al
Colegio: La polea pendía de un madero rojo de huarango, a poca altura del borde
musgoso de la cisterna. - ¿Va usted, a trompearse con Wilster?- le pregunté -
Claro. Yo lo he citado. Tengo ya el candado con que aseguraré la puerta. He
estudiado el terreno. Cuatro hoja de calamina cubren la puerta de los cuatro
silos. La lucha será detrás de esas casetas. - Pero usted no se ha trompeado
nunca. -Sin embargo, todos saben que he cultivado con sistema mis músculos. En
las pruebas de barra, sólo Gómez me supera. Lo derribaré, seguramente. Yo no
pienso en que me derribe él. Ninguna esfera puede girar limpiamente, creo. A
usted que es callado y tiene otro modo de ser que el nuestro, me refiero a los
hombres de estos valles y desiertos, le contaré un secreto ¿Sabía usted que un
corvina de oro viaja entre el mar y “Orovilca” , nadando sobre las dunas? - No,
Salcedo. Nunca he oído esa historia. - Sale después de la media noche. Tiene
una ola ramosa y aletas ágiles que la impulsan sobre la arena con la misma
libertad que en el agua. - ¿Usted cree en eso? - Debe ser diez veces más grande
que una corvina de mar, pues se la distingue claramente desde el bosque de
huarangos hasta que traspone la cima de la gran Duna. El brillo de su cuerpo
permite ver su figura. Y ¿sabe usted?, en la primavera lleva a Hortensia
Mazzoni sentada sobre su lomo, tras de una aleta encrespada que tiene en la
línea más alta de su esfera. -¿A Hortensia Mazzoni? Usted delira. Conoce la
montaña de arena más grande del Pacífico “Cerro Blanco”, de Nazca. Al pasar por
sus bajíos ¿no lo ha oído usted cantar al medio día? -No. Pero los arrieros que
me traen de la sierra a Nazca, han oído ese canto. Yo creo que es el viento que
forma remolinos de arena en el cerro. He visto esos remolinos; el soplo de s us
costados llegaban hasta el camino que pasa a dos leguas de la cumbre. - Hay en
el mundo hombres rígidos que no tocarán las mejillas de ninguna mujer muy
bella- exclamó Salcedo, de repente, y se puso de pie-. Somos como la superficie
de la corvina de oro, amigo. ¡Qué proa para cortar el aire, la arena, el agua
densa! ¡Nada más! ¡Nada más! Decía la verdad. En el jardín, lirios morados y un
árbol de tilo temblaban con el viento; el cielo, casi oscuro ya, nos bañaba,
con el resplandor que calma al hombre, como ningún cielo ni hora en los Andes.
Pero Salcedo ¿Poe qué estaba ausente? Sus ojos tenían una expresión acerada,
una especie de decisi´pon para cortar, como un diamante, las flores , y los,
astros que empezaban aparecer. - Lo matará. ¡Matará a Wilster!- Pensé. - Me
levanté. - - Salcedo- le dije- los indios cuentan historias como ésa. Pero
usted no es indio; Es todo lo contario. - -Soy heredero de los griegos!la
armonía puede matar, puede cercenar un cuerpo, disiparlo, sin mover una sombra,
¡ni una sombra! - Losninternos no fueron al dormitorio a sacar sus a matas de
dulce o mantequilla. Ingresaron directamente al comedor. Éramos veintiocho. El
Inspector-jefe, un viejo calvo, enérgico, veterano de los “montoneros” de
Piérola, imponía orden en la mesa. En menos tiempo que de costumbre, terminamos
de comer. El viejo nos miró a todos con extrañeza. Fue una comida apresurada y
en silencio. Salimos Gómez y Salcedo alcanzaron a Wilster. -Gómez desea ser
testigo. A mí no me importa. Usted decida- dijo Salcedo, casi en voz alta. -Que
sea; pero que no se meta a separarnos. Y que nadie más entre- contestó Wilster.
Los tres fueron por delante. Llegamos al claustro formando un solo grupo. Vimos
en seguida que el Inspector nos observaba. El también entró al claustro. No era
su costumbre. A esa hora nos dejaba libres. Se paró en la esquina, y permaneció
allí hasta que vió cómo nos dispersábamos en el patio. Entonces se dirigió
hacia el corredor que comunicaba el jardín del internado con el claustro. Pero
aún se detuvo allí un rato bajo la luz del foco que alumbraba el corredor.
Quedaba ya muy poco tiempo para la lucha. Los tres guardaban la entrada al
corral de los silos. Salcedo entregó las llaves de un pequeño candada a Gómez.
Cuando el Inspector desapareció en el corredor, entraron los tres al coral;
cerraron la puerta por dentro y le pusieron candado. El portero del Colegio
echaba otro candado a esa verja, cuando los internos nos recogíamos al
dormitorio. Los alumnos se agolparon junto a la puerta. En la pared blanqueada
de los silos había un pequeño foco que alumbraba de frente; pero detrás de las
celdas, el corral quedaba a oscuras. No veíamos nada. Los alumnos ,menores no
pudieron acercarse a la puerta; yo logré conservar el sirio en el extremo
inferior, junto al suelo. Alcanzaba a ver el campo por entre los barrotes de
madera. Gómez apareció y se recostó en la pared. Detrás de los silos empezó la
lucha. ]Oímos las pisadas fuertes en el suelo y el choque de los cuerpos. Gómez
corrió hacia la sombra. -Esto no- dijo con voz fuerte. Debió separarlos, porque
volvió a su sitio. - ¡Déjalo que se levante! – gritó de nuevo Gómez. Y estiró
el brazo hacia nosotros, pidiendo calma. - Oímos que corrían, que se
atropellaban, que giraban tras los silos. - A esa hora, la fetidez del coral
empezaba a elevarse e invadir el patio; en los barrios de la ciudad, las
mujeres echaban el agua sucia a la calzada. Ica era envuelta en un vaho de
humedad semi-púdrida. De centenares de silos brotaban un hedor veloz que se
expandía en las calles. - ¡Salcedo amigo mío, caballero, no te hagas golpear! –
rogaba yo- ¡No te dejes! - ¡Salcedo pierde! ¡Echemos abajo la puerta!- dijo un
aluno del quinto año, porque vimos a Gómez correr de nuevo, a saltos. - Recita
ahora, oye Demóstenes! ¡Canta, ruisiñor canta ¡- escuchamos la voz de Wilster.
Y lo vimos aparecer después, arrastrado por Gómez. Lo traía del cuello. Sus
piernas flojas araban el polvo. - ¡Viene muerto! - - ¡Desmayado! Gómez le
aprieta la garganta. Y tocaron la campana del Colegio, fuerte. La agitaron
llamando, con urgencia. Corrieron los más pequeños. Gómez dejó en el suelo a
Wilster; abrió el candado y arrojó el cuerpo sobre las baldosas del claustro.
Volvió después al corral. Wilster se levantó; se agarró la garganta y empezó a
caminar detrás de los que se iban. Muñante veía el corral. No siguió a Wilster.
-¡Me tapó la respiración! ¡Me tapó la respiración!- exclamó Wilster a pocos
pasos de la puerta. Entonces se acercaron hacia él, Muñante y dos o tres
jóvenes más. En ese instante volvieron a tocar la campana. - Viene el
Inspector!- dijo alguien. Corrieron los internos. Sólo quedamos en la puerta
tres. Y continuaron tocando la campana. - Te espero- exclamé yo, despacio - Te
espararé. ¡Juntos iremos a “Orovilca”, esta noche! La seguiremos convertidos en
cernícalos de fuego, como los que salen de la cumbre del “Salk´antay, en las
noches de helada. Pondrás tu mejilla sobre el rostro de esa niña ; o la cazarás
desde lo alto, con una honda sagrada . Lo arrebataras viva o muerta… Gómez
salió , mientras yo hablaba. - Ya viene - dijo- . Dejémosle un rato. Se está
arreglando . No conviene que el Inspector lo sorprenda. Me tomó del brazo . Nos
siguieron los demás . Los dedos de Gómez me apretaban. Eran largos y como de
acero . Acababan de cortar la respiración de Wilster , hasta convertir su
fornido cuerpo en una masa inerme. - ¿Qué tiene Salcedo? ¿Le ha roto la nariz
,Wilster? –preguntó un alumno. - Nada, nada fuerte. Un poco de sangre . El
Inspector venia. - ¿Por qué demoran? –gritó desde el corredor- Esperó; nos dejó
pasar, y luego de un instante volvió. No se dio cuenta que Salcedo faltaba. La
mano de Gómez seguía prendida de mi hombro; sus dedos se movían como una araña
inquieta; vibraban. - ¡Gómez, Gomecitos! ¿Tú has dejado en el suelo a Salcedo?-
le pregunté en voz muy baja. - Sentado-me dijo-. Restañándose la sangre con su
camisa. ¡Eso es la muerte! ¡La misma muerte! Sentado en la tierra maloliente,
con un inmenso trapo sobre su rostro, en que la sangre no corría ,sino que era
detenida por sus manos, daba vueltas sobre sus mejillas.¿ Qué podía ser eso, en
él, sino lamuerte? El viejo Inspector dormía con nosotros. Su catre estaba bajo
la imagen de un crucifijo, en un extremo del angosto y largo dormitorio , junto
a la puerta. Al pie de la cruz, un foco rojizo daba muy poca luz al dormitorio…La
calva del viejo relucía ahora , porque estaba cerca del foco.
-¿Todos?-preguntó. -Sí, señor-contestó Gómez. El catre de Salcedo ocupaba el
extremo opuesto, pero en la fila. Algunas noches, para enfurecer al Inspector,
los internos imitaban el aullido de un perro o el canto de los gallos de pelea.
El viejo bramaba. Insultaba a los alumnos con las palabras más inmundas , se
levantada, envuelto en una larga bata. Caminaba entre los catres; podíamos oír
el roncar de su vientre. Salcedo pedía calma; conseguía aplacar a los alumnos y
al viejo. El Inspector permanecía, después, largas horas, recostado, con los
gruesos brazos cruzados, y con un gorro tejido que le cubría la coronilla. No
podía imaginarse él que Salcedo faltara nunca al internado. Cuando el portero
fue a cerrar el corral, encontró a Salcedo de pie, rccostado en el ficus que
crece a ese lado del claustro. Le mostró la sangre de su camisa y le pidió que
le dejara salir. Tenía la cara cubierta por otro trapo blanco. Salcedo le
explicó que iría sólo a la botica, y que volvería en seguida. El portero
obedeció, sin decir una palabra. Salcedo caminó con pasos apresurados detrás
del portero. Este abrió el postigo del zaguán, y el joven salió, con el saco
puesto. El portero lo esperó hasta la media noche. Luego fue a buscarlo en las
calles. El frio de los desiertos rodeaba ya a Ica, la estaba helando. El
portero recorrió la ciudad, todos los barrios. No se atrevía a preguntar. Era
un negro joven. Al amanecer se echó a llorar, y entró así al dormitorio.
Estábamos despiertos. Yo había vigilado hasta el amanecer. Gómez se sentaba
sobre la cama, caminaba unos pasos y volvía a acostarse. Yo no quise ir donde
él. Vigilaba la puerta. Algunos niños presentíamos cuando alguien muere; cuando
alguien a quien dejamos en grave riesgo, O vuelve. Lo esperamos con el corazón
oprimido, mientras un insondable pálpito nos hunde en un páramo resonante donde
la respuesta mortal, al unísono, canta, sustenta el presagio, lo comunica a
nuestra fría materia; canta con ella como sobre acero, con un tono triste, sin
cesar. Wilster se levantó cuando vio al portero. -Inspector-dijo-¡Señor
Inspector! ¡Despierte! No lo encontraron. Yo le dije al Inspector que lo
buscáramos en el camino de “Orivilca” al mar. Detrás de los bosques de
huarango, entre las malezas que rodean la laguna, huellas ondulantes de víboras
hay marcadas en la arena. Las huellas suben algo por la pendiente del desierto.
¡Por allí ha andado él; por ese punto debió iniciar su viaje al mar! Me
escucharon como a un niño delirante, como a un muchacho adicto a las
apariciones e invenciones, como todos los qué viven entre los ríos profundos y
las montañas inmensas de los Andes. ¿La corvina de oro? ¿La estela que deja en
el desierto? Me tomaron desconfianza ¿Cómo iba a hablar, entonces, de la
hermosa iqueña que viaja entre las dunas agarrándose de unas frías aunque
transparentes aletas? Pero Salcedo, con el rostro ya revuelto, la piel
crujiendo bajo la costra de sangre, su cabeza cubierta por una larga camisa
rasgada, su nariz y los ojos negros, no iba volver. Cortaría como un diamante
el mara de arenas, las dunas, las piedras que orillan el océano. El mar, por el
lado de “Orovilca”, es desierto, inútil; nadie quería buscar allí, donde sólo
los cóndores bajan a devorar piezas grandes. Los cóndores de la costa,
vigilantes, casi familiares, despreciables. (1954)
que buen cuento es orovilca
ResponderEliminarque buen cuento es orovilca
ResponderEliminar¿Es el cuento completo?
ResponderEliminarResumen
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