Abraham Valdelomar
Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas islas, había la tostado de un tono sepia y, soplando constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.
La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
–El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
–La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo estribillo, hondo fruto de su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confundieron en un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y al cumplirse esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recortaban sobre la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies breves.
–¿A dónde vas, señora? –le dijo un viejo pescador de perlas–. No avances más porque en este tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro? – interrogó la señora Glicina.
–Por las huellas fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la noche...
Avanzaba la viuda y encontró un pescador de corales:
– ¿A dónde vas, señora? – le dijo. – ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele salir en busca de sus ojos – agregó el mancebo.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro?
– En el mar se oye su silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio.
Caminaba la viuda y encontró a un niño pescador de carpas:
–¿A dónde vas, señora? – le interrogó –. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar del Durazno de las dos almendras. . .
–¿Y cómo sabré yo dónde sale el Hipocampo de oro?
–En el silencio de la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.
–Oh, desdichado de mí – decía – soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa es la carpa más ruin de mis estados!
–¿Por qué eres tan desdichado, señor? – interrogó la viuda –. Un rey bien puede darse la felicidad que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad y ellos te la darán...
–Ah, gentil y bella señora – repuso el Hipocampo de oro –. Mis súbditos pueden darme todo lo que tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿Qué me va en estos criaderos de perlas negras que me sirven de alfombras? ¿De qué me sirven los corales de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz? ¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fondo marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas hojas son como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos los que habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo distinta sangre.
–¿Y qué necesidades son esas, señor Hipocampo de oro? – interesose la señora Glicina.
–Es el caso, señora mía –agregó éste– que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas, anguilas, tortugas... Hipocampos no habernos sino nosotros.
–¿Y vuestros siervos saben que vos padecéis tales necesidades?
–Esa es mi fortuna; que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una agradable preeminencia...
Y agregó con profunda tristeza:
–No hay más grande dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un rey.
–¿Y se puede saber, señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla el Hipocampo de oro; alisóse las aletas de plata incrustadas de perlas grandes como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba deformándose en la linfa, dijo:
–Me ocurre, señora mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos –y se los acarició con la cresta de una ola– mis bellos ojos no son míos....
–¿No son vuestros, señor Hipocampo de oro? – exclamó asustada la viuda.
–Mis bellos ojos no son míos –agregó bajando la cabeza mientras un sollozo estremecía su dorado cuerpo–. Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que el horizonte corte en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme de nuevos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos. No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la admiración de mi pueblo y si no le consigo volveré sin elocuencia y sería el último de los peces yo que soy primero de los reyes. Mis súbditos no necesitan la sabiduría e ignoran dónde se nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la belleza e ignoran dónde reside el secreto de los ojos...
La señora Glicina guardó silencio un breve instante y el Hipocampo continuó:
–Mi vida, señora, es una sucesión de dolor y de felicidad, es una constante lucha. Mi placer, mi inefable placer consiste en buscar nuevos ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y luego... robarlos, tenerlos para mí, poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una luna íntegra! Mas luego viene la tortura; en los últimos días mi felicidad se opaca, tengo el temor de perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de durarme un tiempo determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que comenzar de nuevo. ¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el azahar del durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada veintiocho días. Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal sacrificio. Bien cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras estoy buscando los nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con aquel estado de duda, cuando veo los que son para mí –porque yo comprendo cuáles ojos me están predestinados desde que los veo– cuando recibo su primera mirada, cuando a través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus rayos inteligentes, elocuentes, fascinantes...
–¿Habéis cambiado ya muchos ojos?
–Tantos como lunas llevo vividas. Sabed que los Hipocampos somos más longevos que las tortugas. Yo he tenido ojos azules, azules como el cielo, como el agua clara, como esas noches que dejan ver la vía láctea, azules como el borde de las conchas que crecen en la desembocadura de los grandes ríos. Con ellos veía yo todo azul, azul, azul.... ¿Os ocurre lo mismo? –preguntó con una cortesía verdaderamente real.
–Continuad, continuad...
–He tenido ojos verdes como las algas que crecen al pie de los muros de mi palacio y que son las que dan al mar ese color verde que admiráis tanto, señora. Los he tenido negros, negros como el fondo del mar, como un pecado, como la noche, como la germinación de un crimen, como una deslealtad, como el alma de la sombra, negros como esta perla en la cual termina mi cuerpo torneado –dijo con vanidoso acento–. Y amarillos, y pardos y... ¡todos eran tan bellos!
Dos ojos iban sobre el motivo de estos versos:
... De un melocotonero
tal el primer y sazonado fruto,
velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne
baja la Primavera rosa y áurea!
–¡Se acostumbra uno tanto! ¡Después de haber encontrado las pupilas nuevas ya es imposible la paz. Es tan dulce alcanzarlas, que nada importa la angustia que cuesta conseguirlas. Pudiera sufrir diez veces más en este empeño y siempre la felicidad excedería al sufrimiento. El mismo sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas llega a parecerme una felicidad. Es como... no sabría deciros, señora... pero es el amor, es más que el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de la tierra, un concepto tan limitado de las cosas!...
Luego, cambiando de tono, recostaba la cabeza sobre un banco de arena, abandonando su cuerpo al vaivén de las olas entre las cuales su cola se movía mansa y tranquila como un péndulo, agregó, mirando fijamente a la viuda:
– A propósito, qué ojos tan bellos tenéis, señora mía.
–Os parecen bellos – repuso la señora Glicina – porque vos los necesitáis, pero a mí sólo me sirven para llorar. A veces pienso –agregó– que si no tuviésemos ojos, no lloraríamos; no tendrían por dónde salir las lágrimas...
–Oh, entonces saldrían del lado izquierdo del pecho o de aquí, de la frente dijo señalando la suya donde brillaba una perla rosada.
–Y ¿qué haréis si mañana, a la hora en que el horizonte corte por la mitad el disco rojo del sol, no habéis encontrado nuevos ojos, nueva copa de sangre y nuevo azahar de durazno?
–Ya lo veis, moriré. Moriré antes de volver a mi palacio donde no me reconocerían y donde me tomarían por un mondacarpas...
Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente.
–¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?
–Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. ¡Y qué cosas podría dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no fueran de mi reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar. Del mar nació el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor mío, fue rey de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios, infusorios, gérmenes, células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las más altas y perfectas civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen y las que existirán. El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra felicidad, que consiste en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí, entre las aguas sombrías. Yo os podría dar todo lo que me pidierais. Tengo yo en la tierra un amigo a quien mi más antiguo abuelo, hizo un gran servicio. El, si pudiera caminar, vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna. Pero él es inmóvil y está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una virtud, merced a uno de mi familia. ¿Vos necesitáis algo?
–Sí, dijo la señora Glicina–. Yo amé a un príncipe rutilante que vino del mar. Le amé una noche. Y me dijo: Cuando pasen tres años, tres meses, tres semanas y tres noches, ve hacia el sur, por la orilla y nacerá el fruto de nuestro amor como tú lo desees... Y he venido y aquí me veis. Y os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y buscaría el durazno de las dos almendras, si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo deseo...
Brillaron en la noche los ojos ya mortecinos del Hipocampo de oro, alegrose su faz y tembló de emoción.
–Pues bien – dijo el Hipocampo de oro–. Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedecedme. Iréis caminando hacia el oriente. Encontraréis un bosque, penetraréis a él, cruzaréis un río caudaloso y terrible y cuando éste os envuelva en sus vórtices diréis: "La flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas mías son para el Hipocampo de oro" y llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá solo. Cuando tengáis la flor de los tres pétalos, vendréis con ella, me entregaréis vuestras pupilas, me daréis la copa de sangre y la flor del durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estáis resuelta?
–Estoy resuelta, dijo la señora Glicina. Y marchó hacia el punto señalado.
Tal como se lo había dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas podía tenerse en pie. Sentose bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella, como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.
–¿Dónde estará el Durazno de las dos almendras? – exclamó.
–¿Quién me quiere? – susurró entre la brisa una dulce voz.
–El rey del mar, el Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo por el azahar de los tres pétalos que crece en el Durazno de las dos almendras.
–Es lo más amado que tengo, dijo el Durazno, pero es para el rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!
Y la señora Glicina cortó el azahar, y el Durazno se quedó llorando.
Muy poco faltaba para que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.
–¡Llena mi copa de sangre! – dijo.
Y la dama sin lanzar un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un sorbo.
–¡Dame el azahar del Durazno de las dos almendras! – dijo.
Y la dama, sin lanzar un grito de dolor, le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de una perla.
–¡Dame tus ojos que son míos! – dijo.
Y la dama, sin lanzar una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.
–¡Ahora dame mi hijo! – exclamó.
–Llévate el tallo del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle de una de ellas doble porción, pero sólo de una... ¿Cuál porción quieres que le duplique?
–¡La del amor! – dijo la dama.
–Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para siempre.
–Gracias, gracias, ¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?...
Las últimas palabras no las oyó el Hipocampo de oro porque ya su cuerpo rollizo y torneado, se había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.
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