RICARDO PALMA
Cruel enemigo es el zancudo o mosquito de trompetilla, cuando se le viene en antojo revolotear en torno a nuestra almohada, haciendo imposible el sueño con su incansable musiquería.
¿Qué reposo para leer ni escribir tendrá un cristiano si en lo mejor de la lectura o cuando se halla absorbido por los conceptos que del cerebro traslada al papel, se siente interrumpido por el impertinente animalejo?
No hay más que cerrar el libro y arrojar la pluma, y coger el plumerillo o abanico para ahuyentar al malcriado.
Creo que una nube de zancudos es capaz de acabar con la paciencia de un santo, aunque sea más cachazudo que Job y hacerlo renegar como un poseído.
Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y soportar dolores físicos, halló que tormento superior a sus fuerzas morales era el de sufrir, sin refunfuño, las picadas y la orquesta de los alados musiquines.
Y ahí va, a guisa de tradición, lo que sobre el tema tal refiere de los biógrafos de la santa limeña.
Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de Lima, hubo un espacioso huerto en el cual se edificó la santa una ermita u oratorio destinado al recogimiento y penitencia. Los pequeños pantanos que las aguas de regadío forman, son criaderos de miriadas de mosquitos y como la santa no podía pedir a su Divino Esposo que, en obsequio de ella, alterase las leyes de la naturaleza, optó por parlmentar con los mosquitos. Así decía:
– Cuando me vine para habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje los mosquitos y yo,e que no los molestaría, y ellos de que no me picarían ni harían ruido.
Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen... ni los pactos politiqueros.
Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita, los bullangueritos y lanceteros guardaban compostura hasta que con el alba, al levantarse la santa, les decía:
– ¡Ea, amiguitos, id a alabar a Dios!
Y empezaba un concierto de trompetillas, que sólo terminaba cuando Rosa les decía:
– Ya está bien, amiguitos: ahora vayan a buscar su alimento.
Y los obedientes sucsorios se esparcían por el huerto.
Ya al anochecer los convocaba, diciéndoles:
– Bueno será, amiguitos, alabar conmigo al Señor que los ha sustentado hoy.
Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada decía:
– A recogerse amigos, formalitos y sin hacer bulla.
Eso se llama buena educación, y no la que da mi mujer a nuestros nenes, que se le insubordinan y forman algazara cuando los manda a la cama.
No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de dar orden de buen comportamiento a sus súbditos; porque habiendo ido a visitarla en la ermita una beata llamada Catalina, los mosquitos se cebaron en ella. La Catalina, que no aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un mosquito.
– ¿Qué haces hermana? –dijo la santa–, ¿Mis copañeros me matas de esa manera?
– Enemigos mortales que no compañeros, dijera yo –replicó la beata. ¡Mira éste cómo se había cebado en mi sangre, y lo gordo que se había puesto!
– Déjalos vivir hermana: no me mates a ninguno de estos probrecitos, que te ofrezco no volverán a picarte, sino que tendrán contigo la misma paz que conmigo tienen.
Y ello fue que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le atreviera a Catalina.
También la santa en una ocasión tuvo que valerse de sus amiguitos para castigar los remilgos de Francisquita Montoya, beata de la Orden Tercera, que se resistía a acercarse a la ermita, por miedo de que la picasen los jenjenes.
– Pues tres te han de picar ahora –le dijo Rosa–, uno en el nombre del Padre, otro en el nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo.
Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de los tres mosquitos.
Y comprobado el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y animales domésticos; refiere el cronista Meléndez que la madre de nuestra santa criaba con mucho mimo un gallito que, por lo extraño y hermoso de la pluma, era la delicia de la casa. Enfermó el animal y postrose de manera que la dueña dijo:
– Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado.
Entonces Rosa cogió el ave enferma y acariciándola dijo:
– Pollito mío, canta de prisa, pues si no cantas, te guisa.
Y el pollito sacudió las alas, encrespó las plumas y muy regocijado soltó un
¡Quiquiriquí!
(¡Qué buen escape el que dí!)
¡Quiquiricuando!
(Ya voy, que me están peinando).
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