Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda
y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las calandrias
llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos,
en las más altas ramas, y cantaban.
A esa hora descansaba un rato Singu, el pequeño
sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la
puerta falsa de la casa y miraba la quebrada, el espectáculo del río al
anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles
frutales.
La velocidad de las palomas le oprimía el
corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma,
vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las
calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del
bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto
invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz,
vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra.
Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los
duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las
pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos
oscuros, de las flores rosadas.
Estaba mirando el camino de la huerta, cuando
vio entrar en el callejón empedrado del caserío un perro escuálido, de color
amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía
“anteojos”, unas manchas redondas de color claro arriba de los ojos.
Se detuvo frente a la
puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua
con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia
estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a
correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su
vientre; resaltaban los huesos de las piernas, sus orejas se recogieron hacia
atrás; eran oscuras por las puntas.
Singu buscaba un nombre.
Recordaba febrilmente nombres de perros.
—¡Hijo Solo! —le dijo cariñosamente—. ¡Hijo
Solo! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Niñito!
Como no huyó, sino que
lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en
quechua, con tono cada vez más familiar.
—¿Has venido por fin a
tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?
Se bajó de la piedra,
sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de
color amarillo, el iris se contraía sin decidirse.
—Yo, pues, soy
Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo
te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?
Abrió la puerta. De la
leche que había para los señores echó apresuradamente bastante, en un plato
hondo, y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato
en el suelo. Hijo Solo se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras
lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente
hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas,
era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro,
conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No
huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su
aliento pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las
orejas.
Jamás había visto un
animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. “¿No habrá vuelto de
acompañar a su dueño, desde la otra vida?”, pensó. Pero viéndole la barriga, y
la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Solo los perros
maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos
del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de Hijo Solo. Todavía
pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando.
Hacia tiempo que Singu
no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si
el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o
estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar
del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida.
Debía ser cierto que Hijo Solo fue su perro en el mundo incierto de donde
vienen los niños. Le había dicho eso al perro, solo para engañarlo, pero si él
había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque
debían encontrarse allí, en Lucas Huayk’o, la hacienda temida y
odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato Hijo Solo había llegado hasta
ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y
había escapado de Lucas Huayk’o?
—¡Gringo! ¡Aquí
sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones
pelean, matan sus animales; por eso dicen que Lucas Huayk’o
es infierno. Pero tú eres de Singuncha, “endio” sirviente. ¡Jajay! ¡Todo
tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Abrazó al perro más
estrechamente, lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de Hijo
Solo se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún
desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para
mirarlo más detenidamente, e infundirle confianza.
Vio que el iris de los
ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos
renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los
colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean
sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. Hijo
Solo movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho;
chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No
deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado
sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una
habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o
regaban, rezumaba agua por ese muro.
Quizá los perros conocen
mejor al hombre que nosotros a ellos. Hijo Solo comprendió cuál era la
condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía
también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra
banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en
los pueblos sobre los señores de Lucas Huayk’o?
—¿Viven aún los dos? —se
preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las
tomas de agua, los andenes?
—Dicen que don Adalberto
ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte
peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron
hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.
—¡Anticristos!
—¡Y su padre vive!
—¡Se emborracha!
¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
—¿De dónde, de quién
vendrá la maldición?
No criaban ya animales
caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de
venganza, fáciles.
—Lucas Huayk’o
arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los
viajeros pasan corriendo el puente.
Sin embargo Hijo Solo conquistó su derecho a
vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí
era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a
balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos
señores criaron, en esta y en la otra banda.
Los primeros ladridos de Hijo Solo fueron
escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor. Hijo Solo ladró al
descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón.
Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.
—¿Es tuyo? ¿Desde
cuando?
—Desde la otra vida,
señor —contestó apresuradamente el sirviente.
—¿Qué?
—Juntos, pues habremos
nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se
ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso.
De “endio” es, no es de werak’ocha. Tranquilo va
cuidar la hacienda.
—¿Contra quién? ¿Contra
el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?
—Perro de mí es, pues,
señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don Alberto.
Hijo Solo los escuchaba
inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en
los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a
la puerta falsa de la casa grande.
—Es simpático; chusco.
Lo matarán sin duda —dijo Don Ángel—. Se desprecia a los perros.
Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que
se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará
cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la
sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la
quebrada.
—Hijo Solo, patrón.
Movió el rabo. Miró al
dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del
crepúsculo sino del sol declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin
ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles
de la huerta.
“Más fácil es ver aquí
un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi
hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido”.
El dueño de la hacienda
bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo.
El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don
Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía
en la alfalfa floreada, corría a saltos, levantando la cabeza para mirar a su
dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya por el buen trato, resaltaba entre el
verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
—¡Hijos de Dios en medio
de la maldición! —decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que
vivían en los bosques de retama de los pequeños abismos. El chihuillo tiene
vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El
perro se lanzaba anhelante tras de los chihuillos cuando cruzaban los campos de
alfalfa, buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a
carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro la orilla del río
cuando veía pasar a los patos, que eran raros en Lucas Huayk’o.
Singu era becerrero,
ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos,
espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que
encontró a su perro Hijo Solo, fue aún más diligente. Había trabajado siempre.
Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con
suero, leche, desperdicios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo
dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos
vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban
al campo, le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando.
Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El
otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las
aldeas de la hacienda y las minas. Don Ángel los alfalfares, la huerta, el
ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La
matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas se
producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se
armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de
pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La
cocinera lloraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho,
como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el
agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos
en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba
que en Lucas Huayk’o, de veras, el demonio
salía a desplegar sus alas negras y a batir el viento desde las cumbres.
Hubo un período de calma
en la quebrada; coincidió con la llegada de Hijo Solo.
—Este perro puede ser
más de lo que parece —comentó Don Ángel semanas después.
Pero sorprendieron a
Hijo Solo en medio del puente, al medio día.
Singuncha gritó, pidió
auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó que el perro caía al
río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su
desigual cuerpo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio
amarrado al cuello.
Mientras se arrancaba el
costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún
en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.
Nadie había oído los
gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía espuma en el centro donde se
percibía la corriente.
Singu miró el agua. Era transparente, pero
honda. Cantaba con voz profunda; no solo ella, sino también los árboles y el
abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el
espacio. Singu no alcanzaría jamás a Hijo Solo. Iba a lanzarse al agua. Dudó y
corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a
la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era profundo
pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero que las
cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba,
parecía sorber el río.
¡Era cierto! Hijo Solo
luchaba a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del
vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje
que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido,
boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del
recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo
agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y
salió a la orilla, arrastrando al perro.
Se tendieron en la
arena. Hijo Solo boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Singuncha empezó a
temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en
quechua: “Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita
como a las velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con
cadenas en la cima de Aukimana; Hijo Solo comerá tus ojos, tu lengua, y
vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!”
Se calentó en la arena
el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus “anteojos”
lo miraba. Entonces lloró Singu.
—¡Papacito! ¡Flor!
¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le tocaba las manchas
redondas que tenía en la frente, sus “anteojos”.
—¡Vamos a matar a Don
Adalberto! ¡Dice Dios quiere! —le dijo.
Sabía que en los bosques
de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del
mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo
a Lucas Huayk’o, porque se afirmaba que
esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban
meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.
—¡Para mí cantan, por
orden del cielo, estas palomas! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.
Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó,
llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.
Al anochecer se encaminó
hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los
arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto;
pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.
Cortó un retazo de su
camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo. Escarmenándolas con las uñas formó una
mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.
Había escogido las
piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aun a
plena luz del sol.
Más tarde vendrían concertados, a la orilla del
río, a vigilar armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca
altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas
rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la
cabeza.
—¡Adiós niñitas! —les
dijo en voz alta.
Sabía que el sonido del río apagaría su voz.
Pero agarró del hocico al Hijo Solo para que no ladrase. El ladrido de los
perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.
Tupidas matas de retama
seca escalaban la ladera desde el río. No las quemaban ni las tumbaban porque
vivían allí las torcazas.
Llegaron palomas en grandes bandadas y empezaron
a cantar. Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas
de k’opayso
y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a
la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo
prendieron. Se agachó de rodillas; mientras con un brazo tenía al perro por el
cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una
llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.
—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta
fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! —gritó alejándose y volvió a arrodillarse sobre
la arena.
Se quedó un buen rato en
el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo,
cerca del vado, se lanzó al río. Hijo Solo aulló un poco y lo siguió. Llegaban
las palomas a esta banda, a la de Don Ángel, volando descarriadas, cayendo a
los alfalfares, tonteando por los aires.
Pero Singu se iba ya; no
prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de
altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia, o el Señor
Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago.
Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría
al cielo, cantando a dúo con el Hijo Solo.
—¡Amarillito! ¡Jilguero!
—iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz
de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.
En la quebrada se avivó
más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió
en el incendio.
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