Verán, dijo el señor Mathieu d’Endolin, a mí las
becadas1 me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra. Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá
en el momento de la llegada de los prusianos.
Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya
razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de
veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo
recién nacido. Cuando la muerte entra una vez en una
casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.
La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama,
deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a
la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo
solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la
matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas
para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.
Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a
beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en
aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en
sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su
pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?
Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó
la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en
Cormeil.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas
que resquebrajan las piedras; yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado
por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi
ventana, los vi pasar. Era un desfile interminable,
todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les son peculiares. Después
los jefes distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Me tocaron
diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos un comandante, un
verdadero soldadote, violento y tosco.
Durante los primeros días todo transcurrió normalmente.
Al oficial de al lado le habían dicho que la señora estaba enferma, y no se
preocupó para nada. Pero pronto aquella mujer a la que nunca veía empezó a
irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le respondieron que la anfitriona
guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia de una pena muy honda. No
lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se levantaba por orgullo,
para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse con
ellos.
Exigió que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le
pidió con un tono brusco:
-Zírvace uzted, ceñora,
lefantarce y bajar, para que la feamoz.
Ella volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos
vacíos, y no respondió.
Él prosiguió:
-No toleraré maz inzolencias. Ci
uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré para que ce pacee
zola.
Ella no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no
lo hubiera visto.
Él rabiaba, tomando aquel
silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:
-Ci no baja mañana...
Y después salió.
Al día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso
vestirla; pero la loca empezó a chillar, debatiéndose. El oficial subió en
seguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó:
-No quiere, señor, no quiere.
Perdónela; es muy desdichada.
El soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su
cólera, a hacer que sus hombres la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a
reír y dio unas órdenes en alemán.
Pronto se vio partir un destacamento que sostenía un
colchón, como quien lleva a un herido. En aquella cama que nadie había deshecho,
la loca, siempre silenciosa, permanecía tranquila, indiferente a los
acontecimientos con tal de que la dejaran acostada. Detrás, un hombre llevaba un
paquete de ropas femeninas.
Y el oficial pronunció, frotándose las manos:
-Lla veremoz ci puede o no
festirce zola y dar un paceíto.
Luego se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque
de Imauville.
Dos horas después los soldados regresaron
solos.
Nadie volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con
ella? ¿A dónde la habían llevado? Nunca se supo.
La nieve caía día y noche, sepultando la llanura y los
bosques bajo un sudario de espuma helada. Los lobos venían a aullar hasta
nuestras puertas. La idea de aquella mujer perdida me
obsesionaba, e hice diversas gestiones con la autoridad prusiana, con el fin de
conseguir información. A punto estuve de ser fusilado.
Volvió la primavera. El ejército de ocupación se alejó.
La casa de mi vecina seguía cerrada; una tupida hierba crecía en las
avenidas. La anciana criada había muerto durante el
invierno. Nadie se ocupaba ya de aquella aventura; sólo yo pensaba en ella sin
cesar. ¿Qué habían hecho con aquella mujer? ¿Se habría
escapado a través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte, y metido
en un hospital, al no poder obtener de ella ninguna información? Nada venía a
aliviar mis dudas; pero, poco a poco, el tiempo apaciguó la inquietud de mi
corazón.
Ahora bien, en el otoño siguiente, las becadas pasaron en
tropel; y, como mi gota me daba una pequeña tregua, me arrastré hasta el bosque.
Ya había matado cuatro o cinco aves de largo pico, cuando derribé una que
desapareció en un hoyo lleno de ramas. Me vi obligado a bajar a él para recoger
al animal. Lo encontré caído junto a una calavera. Y bruscamente el recuerdo de
la loca embistió contra mi pecho como un puñetazo. Otros muchos habían expirado
acaso en aquellos bosques durante aquel año siniestro; pero, no sé por qué,
estaba seguro, se lo digo, de que había encontrado la cabeza de la infeliz
maniática.
Y de repente comprendí, lo adiviné todo. La habían
abandonado sobre el colchón, en el bosque frío y desierto, y, fiel a su idea
fija, ella se había dejado morir bajo el espeso y leve plumón de la nieve sin
mover un brazo o una pierna.
Después, los lobos la habían
devorado. Y los pájaros habían hecho su nido con la lana
de su lecho desgarrado. He conservado esa triste
osamenta. Y hago votos por que nuestros hijos no vean jamás una
guerra.
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