martes, 11 de marzo de 2014

LA REPARTICIÓN DE PREMIOS, Cuento completo

 (Rómulo Cúneo Vidal)

En la historia de Tacna existe un periodo llamado del cautiverio, dicha opresión duró cerca de cincuenta años. El pueblo tacneño resistió valientemente los embates del Estado chileno. En ese contexto histórico apareció la literatura patriótica de resistencia peruana, ella aparece en diversas latitudes. El cuento que vamos a reproduccir es redactado por el historiador ariqueño Rómulo Cúneo Vidal, bajo el seudónimo de Juan Pagador, es publicado en 1891. En la realidad, el hecho ocurrió en la ciudad de Tacna, en febrero de 1891.
"REPARTICIÓN DE PREMIOS
(A Manuel González Prada)


    La repartición había concluido. Reinaba en la vasta sala, llena de convidados y de alumnas, la tibia y ceremoniosa somnolencia de las actuaciones oficiales; cruzábanse sonrisas pálidas; los abanicos de las señoras mecíanse en un vaivén exhausto como de grandes mariposas adormecidas.
    Brillaban los marcos de los cuadros, la redondez de las esferas geográficas y la erudita calva de los examinadores.
    En el centro agitábase la colmena de las colegialas, y los blancos trajes realzados por rojos lazos explayaban en un albor de magnolia, y estallaban en una nota juvenil, risueña y feliz en medio del frío ritualismo de la fiesta escolar.
    La repartición estaba hecha: cada una de las alumnas soportaba, risueña, el peso de los premios y distinciones conquistadas.
    ¿Era eso todo?
    Hizo uso de la palabra el honorable diputado que presidía la mesa examinadora, y concluyó su discurso con estas o parecidas palabras:
    … Las distinciones honrosas que ufanas ostentáis y que son el premio de vuestra contracción a la vez que el fruto de los desvelos de vuestra digna directora y de vuestros profesores, conviértanse, jóvenes alumnas, en robustecido estímulo para una mayor aplicación y para superiores conquistas de vuestro espíritu.
    … Amad el estudio; aspirad ardientemente al saber; en el saber cabe la perfección de los individuos y las sociedades; en el saber está cifrada la regeneración y ventura de esta desgraciada patria; ¡El porvenir será del saber!...
    Resonaron aplausos; la temperatura espiritual de la sala habíase notablemente elevado; pero los abanicos de las señoras persistían en su balanceo suave de grandes coleópteros hipnotizados…
    Resonó el piano y Beethoven, Mozart, Bellini vertieron sobre alumnas y tules y abanicos y esferas y calvas doctorales, el ritmo triunfante de su inspiración de semidioses y, tras ellos, con oportuna y feliz palabra habló un joven poeta (Víctor G, Mantilla) que de Tirteo, el poeta heroico de la Grecia, posee el estro generoso y la ática dicción galana:
    … La educación sea –así se expresó. Pero con la condición de verla dirigida a un fin eminentemente cívico: nacional.
    Sea el saber y cultívesele y hónresele, pero pidiéndole ante todo el mejoramiento, el enaltecimiento de la mujer peruana, para que esta –Cornelia- dé en sus hijos al país y a sus destinos los ciudadanos que Grau, Bolognesi, Ugarte y Varela, reclaman con fatídico llamamiento desde sus tumbas gloriosas.
    La voz del poeta, el ardor del tribuno habían mordido la fibra sensible del auditorio. Las colegialas, inconscientes, acariciaban los rosones rojos de sus trajes albos; los corazones habían latido y los ojos, relucientes, húmedos casi, buscábanse comunicándose mil ardorosos propósitos.
    Un fluido vivificador, de moléculas de entusiasmo, floraba en el aire y parecía condensarse en la mirada densamente mediativa de un retrato de Zela que entre trofeos de banderas honraba una de las cabeceras de la sala.
    Los abanicos de las señoras, despiertos ya, excitados, inquietos, agitábanse con ritmo vivo, insistente.
    ¿Era aleteo de paloma, era airosa maniobra de cisne; o era –vive Dios- áspero apresto de águila real al prepararse a raudo vuelo? Pero, en fin, ¿Era esto todo?
    La ceremonia tocaba a su fin: pocos instantes más, y habríase dispersado el grupo de las colegialas y de los convidados, pero, de pronto el joven profesor (Walter Scout Pease) que estaba sentado al piano, como obedeciendo a un llamamiento secreto y a un irresistible impulso, azotó las teclas y, vibrantes, majestuosos, consoladores, tiernos como caricia de madre, arrobadores, como promesa de mujer amada, estallaron los acordes de la canción nacional.
    Y jóvenes y ancianos, y señoras y niñas, como levantados por una descarga eléctrica, se vieron, anhelantes de pie, cabizbajos, ocultando la húmeda pupila, agobiados bajo la tierna, dolorosa, caricia de la música santa.
    ¿Quién había pedido, quién había provocado el tierno himno, cuyas estrofas entonan los hijos de Tacna y Arica al compás de las cadenas del cautiverio? ¿Qué voz agrupó a los jóvenes en torno, reconcentrado tropel, cual soldados al pie de amenazado estandarte? ¿Qué voz secreta impulsó a las jóvenes alumnas que dispersábanse ya, a agruparse pensativas alrededor del piano bajo la mirada densamente mediativa del retrato de Zela, y a la sombra de los colores de la Patria? ¿Qué voz, qué insinuación, qué mandato pues ninguno fue manifiesto?
    ¿No fue, acaso, la voz secreta, vigilante inextinguible e inefable de la patria?
    Y los acordes del piano vertían la generosa poesía de las marciales estrofas; y los abanicos plumados, ya no más ala de mariposa de cisne o de águila, adquirían una rigidez siniestra, como de arma acerada en la mano convulsa de las señoras.
    La repartición había concluido: el culto de la patria había vivificado, ennoblecido, santificado la fría actuación escolar; la voz de la patria había resonado en su legítimo templo: en la escuela, esto es, en el porvenir, en la esperanza”

                                                                  (Juan Pagador)


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