(Rómulo Cúneo Vidal)
En la historia de
Tacna existe un periodo llamado del cautiverio, dicha opresión duró cerca de
cincuenta años. El pueblo tacneño resistió valientemente los embates del Estado
chileno. En ese contexto histórico apareció la literatura patriótica de resistencia
peruana, ella aparece en diversas latitudes. El cuento que vamos a reproduccir
es redactado por el historiador ariqueño Rómulo Cúneo Vidal, bajo el seudónimo
de Juan Pagador, es publicado en 1891. En la realidad, el hecho ocurrió en la
ciudad de Tacna, en febrero de 1891.
"REPARTICIÓN
DE PREMIOS
(A Manuel González
Prada)
La repartición había concluido. Reinaba en la vasta sala, llena de convidados y
de alumnas, la tibia y ceremoniosa somnolencia de las actuaciones oficiales;
cruzábanse sonrisas pálidas; los abanicos de las señoras mecíanse en un vaivén
exhausto como de grandes mariposas adormecidas.
Brillaban los marcos de los cuadros, la redondez de las esferas geográficas y
la erudita calva de los examinadores.
En el centro agitábase la colmena de las colegialas, y los blancos trajes
realzados por rojos lazos explayaban en un albor de magnolia, y estallaban en
una nota juvenil, risueña y feliz en medio del frío ritualismo de la fiesta
escolar.
La repartición estaba hecha: cada una de las alumnas soportaba, risueña, el
peso de los premios y distinciones conquistadas.
¿Era eso todo?
Hizo uso de la palabra el honorable diputado que presidía la mesa examinadora,
y concluyó su discurso con estas o parecidas palabras:
… Las distinciones honrosas que ufanas ostentáis y que son el premio de vuestra
contracción a la vez que el fruto de los desvelos de vuestra digna directora y
de vuestros profesores, conviértanse, jóvenes alumnas, en robustecido estímulo
para una mayor aplicación y para superiores conquistas de vuestro espíritu.
… Amad el estudio; aspirad ardientemente al saber; en el saber cabe la
perfección de los individuos y las sociedades; en el saber está cifrada la
regeneración y ventura de esta desgraciada patria; ¡El porvenir será del
saber!...
Resonaron aplausos; la temperatura espiritual de la sala habíase notablemente
elevado; pero los abanicos de las señoras persistían en su balanceo suave de
grandes coleópteros hipnotizados…
Resonó el piano y Beethoven, Mozart, Bellini vertieron sobre alumnas y tules y
abanicos y esferas y calvas doctorales, el ritmo triunfante de su inspiración
de semidioses y, tras ellos, con oportuna y feliz palabra habló un joven poeta
(Víctor G, Mantilla) que de Tirteo, el poeta heroico de la Grecia, posee el
estro generoso y la ática dicción galana:
… La educación sea –así se expresó. Pero con la condición de verla dirigida a
un fin eminentemente cívico: nacional.
Sea el saber y cultívesele y hónresele, pero pidiéndole ante todo el
mejoramiento, el enaltecimiento de la mujer peruana, para que esta –Cornelia-
dé en sus hijos al país y a sus destinos los ciudadanos que Grau, Bolognesi,
Ugarte y Varela, reclaman con fatídico llamamiento desde sus tumbas gloriosas.
La voz del poeta, el ardor del tribuno habían mordido la fibra sensible del
auditorio. Las colegialas, inconscientes, acariciaban los rosones rojos de sus
trajes albos; los corazones habían latido y los ojos, relucientes, húmedos
casi, buscábanse comunicándose mil ardorosos propósitos.
Un fluido vivificador, de moléculas de entusiasmo, floraba en el aire y parecía
condensarse en la mirada densamente mediativa de un retrato de Zela que entre
trofeos de banderas honraba una de las cabeceras de la sala.
Los abanicos de las señoras, despiertos ya, excitados, inquietos, agitábanse
con ritmo vivo, insistente.
¿Era aleteo de paloma, era airosa maniobra de cisne; o era –vive Dios- áspero
apresto de águila real al prepararse a raudo vuelo? Pero, en fin, ¿Era esto
todo?
La ceremonia tocaba a su fin: pocos instantes más, y habríase dispersado el
grupo de las colegialas y de los convidados, pero, de pronto el joven profesor
(Walter Scout Pease) que estaba sentado al piano, como obedeciendo a un
llamamiento secreto y a un irresistible impulso, azotó las teclas y, vibrantes,
majestuosos, consoladores, tiernos como caricia de madre, arrobadores, como
promesa de mujer amada, estallaron los acordes de la canción nacional.
Y jóvenes y ancianos, y señoras y niñas, como levantados por una descarga
eléctrica, se vieron, anhelantes de pie, cabizbajos, ocultando la húmeda
pupila, agobiados bajo la tierna, dolorosa, caricia de la música santa.
¿Quién había pedido, quién había provocado el tierno himno, cuyas estrofas
entonan los hijos de Tacna y Arica al compás de las cadenas del cautiverio?
¿Qué voz agrupó a los jóvenes en torno, reconcentrado tropel, cual soldados al
pie de amenazado estandarte? ¿Qué voz secreta impulsó a las jóvenes alumnas que
dispersábanse ya, a agruparse pensativas alrededor del piano bajo la mirada
densamente mediativa del retrato de Zela, y a la sombra de los colores de la
Patria? ¿Qué voz, qué insinuación, qué mandato pues ninguno fue manifiesto?
¿No fue, acaso, la voz secreta, vigilante inextinguible e inefable de la
patria?
Y los acordes del piano vertían la generosa poesía de las marciales estrofas; y
los abanicos plumados, ya no más ala de mariposa de cisne o de águila,
adquirían una rigidez siniestra, como de arma acerada en la mano convulsa de
las señoras.
La repartición había concluido: el culto de la patria había vivificado,
ennoblecido, santificado la fría actuación escolar; la voz de la patria había
resonado en su legítimo templo: en la escuela, esto es, en el porvenir, en la
esperanza”
(Juan Pagador)
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