A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería
parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a
un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería
triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas
intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá.
Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y
deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le
cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero
de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al
peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con
el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no
era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que
su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a
pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba
Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los
últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su
ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una
sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de
blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la
época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los
chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo
con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza,
a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino
en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las
muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer
en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera. Pero en realidad,
como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de
Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las
representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas
alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María,
sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado,
así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus
o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que
contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña,
su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas,
siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.
Roberto iba solo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros
barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban
atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más
alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que
tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que
se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y
hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de
Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos,
correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa
banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo
la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una
fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a
alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba.
¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto
aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto
de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que
estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la
alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente,
observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y
de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal
vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se
apartó aterrorizada. Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció
Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco
palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve observador y
Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada
había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el
órgano vigilante que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo,
sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus
saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más
distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio
algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más
trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más
que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro,
el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas
norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y
torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez
que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra
dehesa había dejado de pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso
que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero
alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados, despechados, nos
reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros
primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo
incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la
pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos
seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin
perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate
un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar
de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro
abandono. Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la
fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos
cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes
insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en
palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los
geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó
en el carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco
rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que
apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró,
sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la
última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión
y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para
siempre una etapa de nuestra juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque
preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros
barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya
trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en
la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla
anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos
inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín,
pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar
antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de
Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del
original del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un
funcionario del consulado de Estados Unidos. Billy era pecoso,
pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con
estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a
ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo
conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo
más, hasta que sólo se le vio a él sus raquetas de tenis, sus anteojos
ahumados, sus cámaras de fotos a medida que la figura de Chalo se fue
opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del
grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su
carta. Solo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de
la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos
con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.
Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se
echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en
motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el
chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un
soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una
huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela
pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó
de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué
le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones,
desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado
por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes
se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba
en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento
aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a
un largo escrutinio y trazado un plan de acción. Antes que nada había
que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó
con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel
ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el
componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un
zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo
que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos. Lo vimos entonces
merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes,
pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo
vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del
colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su
cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el
aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron
quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada
norteamericana. Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto
confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de
vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco
convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas
del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de
cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de
lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas
de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o
anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre
el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y
despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema
de una universidad norteamericana. Todas estas prendas no se vendían en
ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba
fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates
domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y
vendían todo lo que tenían: previo anuncio en los periódicos. Roberto se
constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un
guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus
privaciones. Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa,
Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.
Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía
su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al
pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica.
Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo,
todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber
sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla,
pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser piloto de barco.
Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había
encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le
llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón
con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir
al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo
había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba
cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente. Pero
lo peor fue en su trabajo, Cahuide Morales, el dueño de la pastelería,
era un mestizo huatón, ceñudo y regionalista, que, adoraba los
chicharrones y los valses criollos y se habla rajado el alma durante
veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo
que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la
mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la
plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una
arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo
que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar
disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y
de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la
pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las
normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si
no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí
de una patada en el culo. Roberto estaba demasiado embalado para dar
marcha atrás y prefirió la patada.
Fueron interminables días de tristeza, mientras
buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como
mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le
cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el
aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una
academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó acopiar
aplicada mente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa,
pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a
ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de
enseñar divertía. En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes
íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las
historias le importaban un comino, estaba solo atento a la manera de
hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba
y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los
films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su
cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible
declaración de amor a la bailarina del bar, como el gangster feroz que
pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su
adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo
colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido
con Alain Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y
chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad solo tenía en común la
estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la
frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la
película y al término de esta se quedaba parado en la puerta, esperando
que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso ese
tipo se parece a Alain Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la
primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.
Su madre nos contó un día que al fin Roberto había
encontrado un trabajo, no en la casa de un gringo como quería, pero tal
vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de
cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí
lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una
manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y
servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado,
tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante
su hot-dog y su Coca-Cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés
y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su
vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le
permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un
criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de
pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby. Y fue con el
nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto
Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el
clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una
tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de
gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían
cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros
barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos
sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo
especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo.
Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años
que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados
realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos
oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era
un actor segundón admirado por un grupito de niñas snobs, sino al
indestructible John Waynne. Ambos formaron entonces una pareja
inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y míster Brown los
puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo
de superación”.
La pareja debía tener largas, amenísimas
conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus
blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá. Pero también es cierto
que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni
parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto
en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí
edificaron un reducto inviolable, que les permitió interpolar lo
extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa
ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus
afiches y sus posters y José María, que era aficionado a la música, con
sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tommy Dorsey. ¡Qué gringos
eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban
“Strangers in the night” y miraban pegado al muro el puente sobre el río
Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.
Para nosotros era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una
beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en
ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya
lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser
en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y
ellos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir,
eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían
recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de
mulatos talqueados. Fueron desaprobados.
Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el
cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un
modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más
sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse
en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el
ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver
aquí con ellos, había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la
del inmigrante disfrazado de turista. Fue un año de duro de trabajo en
el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y
formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero.
Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa
ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido, y a la que no querían
regresar así no quedara piedra sobre piedra.
Todo lo que viene después es previsible y no hace
falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio
dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias
de viajeros y, al final, relato de un testigo. Por lo pronto Boby y
José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un
semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita
todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas,
africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes,
quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia,
lengua, raza y pigmentación y que tenían solo en común el querer vivir
como un yanqui, después de haber cedido su alma y haber intentado
usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses,
complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como
por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión. A duras
penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de
encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las
Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin
concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una
cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba
al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un
hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato
pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público.
Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba
y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por
el color, una perfidia racista de la naturaleza. Solo había una
solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea,
rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba
en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían los
hombres de estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys
a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas
en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos
juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado
a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración,
medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada
voluntario, el país le abría su corazón. Boby y José María se
inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de
entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era
una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en
un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más
agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso
había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre
planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se
aproximaban jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.
La lavandera María tiene cantidades de tarjetas
postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra
muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y
cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el
primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos
pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través
de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había
concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y
hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como
cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de
Occidente. José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el
muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su
patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que
había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José
María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una
acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. El sólo perdió
un brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su
cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo
holgadamente de lo que le costó ser un mutilado. La mamá de Roberto
había sufrido entonces su segundo ataque que la borró del mundo. No pudo
leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había
muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a
una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.
Colofón
¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez
su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan
la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky
donde su padre había montado un negocio de carnes de cerdo enlatada.
Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia
calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la
industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil
pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el
irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los
ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue
llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a
las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de
callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba
de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una
empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió
fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la
linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras
sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.
(Escrito en París en 1954).
Por favor hagan un análisis literario de la obra ALIENACIÓN , yo confío en el águila y por eso saco info. de aquí.
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