-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo
que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.
(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero
sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia
Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido.
Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un
panecillo sobre la mesa.
Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del
camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un
cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo
cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un
cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado,
valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! -se dijo para sus adentros-.
¿Qué podrá ser?»
Metió dos dedos y sacó... ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado.
Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz.
¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en
el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado
con la indignación que se adueñó de su esposa.
-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón!
¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón!
Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los
afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con
ellas entre los dedos.
Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa
de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado
Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.
-¡Espera, Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón,
envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.
-¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi
habitación!... ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para
suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees
que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa
nariz! ¡Fuera! ¡Llévatela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de
ella!
Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a
pensar, sin que se le ocurriera nada.
-El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto -dijo finalmente,
rascándose detrás de una oreja-. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No
podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste
debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy
distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!
Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que
la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y lo empapelara.
Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en
plata, la espada... y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y
las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas
reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz
envuelta en un trapo.
Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte,
tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como
inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era
que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida
empezaba a preguntarle:
«¿A dónde vas?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que
a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió
dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda
al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que
Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.
Lo embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de
transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y
los puestos.
Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía
arrojar la nariz al río Neva... Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no
haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo
muchos conceptos.
Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un
borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo
estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván
Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises
que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el
cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván
Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle
mientras lo afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo
que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de
apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.»
Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le
aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz,
detrás de las orejas, en el cuello... Donde se le antojaba, vamos.
Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de
Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del
pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó
disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de
golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces,
cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un
vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té»,
divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y
frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia lo
llamaba con un dedo y decía:
-Ven para acá, hombre.
Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde
lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:
-¡Salud tenga usía!
-Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí
en el puente.
-Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me
detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.
-¡Mentira! Estás mintiendo. Pero, no te ha de valer. Haz el favor de
contestar.
-Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o
incluso tres, sin rechistar -contestó Iván Yákovlevich.
-¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y
lo tienen a mucha honra. Conque haz el favor de contarme lo que estabas
haciendo allí.
Iván Yákovlevich se puso lívido... Pero el suceso queda a partir de
aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido
después.
II
El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló
-«brrr...»-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría
podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño
que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la
noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de
su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y
se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó
a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración.
El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la
cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió
como una flecha a ver al jefe de policía.
A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para
poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los
asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados
por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con
aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente
distintas. Los asesores colegiados... Pero, Rusia es un país tan peregrino que
basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta
Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título... Y lo mismo
sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del
Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía
olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste,
nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate
por mi casa -solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de
pecheras almidonadas-. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive
el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen
palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov,
¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor
colegiado.
El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la
Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y
almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores
provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual
que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de
mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas
patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz.
El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos
labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves,
lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos
menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un
nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de
ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en
contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital
de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el
estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en
lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.
Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la
calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la
cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una
figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente»,
pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por
fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el
local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban
bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban
tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay
nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al
espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un
salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!... ¡Pero, es que
no hay nada!»
Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de
sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito
a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un
carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela,
saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con
presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la
estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante
portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas
podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera
fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a
los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto,
y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio
indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las
apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un
grito al cochero, subió al carruaje y partió.
El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.
No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía
vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en
mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí
sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la
iglesia de Nuestra Señora de Kazán.
Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de
viejas mendigas -entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos
orificios para los ojos- de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la
iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta.
Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos
para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al
fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto
por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.
«¿Cómo lo abordaría? -se preguntó Kovaliov-. A la vista está, por el
uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio
sabrá...»
Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un
instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.
-Caballero... -dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos-.
Caballero...
-¿Qué se le ofrece? -preguntó la nariz volviendo la cara.
-Estoy extrañado, caballero... Me parece... Debería usted saber cuál es
su sitio. De repente lo encuentro a usted... ¿Y dónde le encuentro? En una
iglesia. Habrá de convenir que...
-Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien
decirme. Explíquese.
«¿Cómo voy a explicarme?» -pensó Kovaliov-, y luego, sacando fuerzas de
flaqueza, comenzó:
-Claro que yo... Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar
por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría
pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de
Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener..., habiendo sido presentado en
muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero
de Estado, y otras muchas... Hágase usted cargo... Yo no sé, caballero... -al
llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros-. Usted perdone, pero
considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del
honor..., usted mismo comprenderá...
-Pues no. No comprendo absolutamente nada -contestó la nariz-. Hable de
modo más explícito.
-Caballero... -replicó
Kovaliov con aire muy digno-, no acierto a interpretar sus palabras... Me
parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted... ¡Pero si usted es mi
propia nariz!
La nariz consideró al mayor y
frunció un poco el ceño.
-Está usted en un error,
caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor
relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece
a otro departamento que yo.
Dicho esto, la nariz volvió la
cabeza y prosiguió sus oraciones.
Totalmente confuso, Kovaliov
se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el
encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta
edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que
dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un
pastel.
Un lacayo alto, con frondosas
patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de
ellas y abrió una tabaquera.
Kovaliov se acercó un poco,
estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la
cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea
dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y
elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa
de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo,
deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la
primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo como si se hubiera
quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y
se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos
de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por
asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz... Pero
ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada
para continuar sus visitas.
Esta circunstancia sumió a
Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo
el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su
nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado
en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni
en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea.
Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje
entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además,
aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo
detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un
hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría
las aceras una policroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un
consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de
teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a
Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era
pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría
del Cáucaso, que agitaba una mano llamándolo...
-¡Maldita sea! -masculló
Kovaliov-. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!
Kovaliov subió al vehículo y
se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»
-¿Está en su despacho el señor
prefecto? -preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.
-No, señor -contestó el
conserje-. Acaba de salir.
-¡Ésta sí que es buena!
-Y no hace mucho que salió,
por cierto -añadió el conserje-. Con haber llegado un momento antes, quizá lo
hubiera encontrado.
Sin apartar el pañuelo de su
rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:
-¡Tira!
-¿Hacia dónde? -inquirió el
cochero.
-Derecho.
-¡Derecho! ¡Pero, si estamos
en un cruce! A la derecha o a la izquierda?
Esta pregunta dejó cortado a
Kovaliov y lo obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era
acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación
directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más
expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo
a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz,
no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir
que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa
circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto.
De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que lo condujera a la
Dirección de Seguridad, cuando de nuevo lo asaltó la idea de que aquel redomado
bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera
entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad
y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si
Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo lo iluminara, decidió
personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos,
sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las
señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirlo, acto
seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar
esta decisión, ordenó al cochero que lo llevara a la oficina de publicidad, y
fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date
prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!» A lo que el cochero sólo contestaba:
«¡Ay, señorito!...», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su
caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y
Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás
de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac,
recontaba las monedas que había cobrado, manteniendo la pluma entre los
dientes.
-¿Quién recibe aquí los
anuncios? -preguntó Kovaliov en un grito-. ¡Ah! Buenos días.
-Muy buenos los tenga usted
-contestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos
en el dinero que contaba.
-Desearía insertar...
-Perdone. Le ruego que aguarde
un instante -profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que
pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.
Un lacayo de casa grande, a
juzgar por su empaque y por su librea galonada, esperaba junto a la mesa con
una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:
-Le aseguro, caballero, que el
perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la
Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a
quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí
usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un
perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en
quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo
un perro.
El respetable empleado
escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular
las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban
viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la
mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra
un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de
diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas... Se vendía
una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso
caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas
de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para
caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o
abetos... También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas,
invitándolos a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El
cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba
sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se
cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.
-Permítame preguntarle, señor
mío... Es muy urgente, -pronunció al fin con impaciencia.
-Ahora mismo, ahora mismo...
Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida lo atiendo. Un rublo con
sesenta y cuatro kopecs -decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y
porteros sus respectivos recibos a la cara-. ¿Deseaba usted? -preguntó al fin
dirigiéndose a Kovaliov.
-Pues, quisiera... -contestó
Kovaliov-. He sido víctima de una extorsión o de una superchería..., no podría
decirlo a ciencia cierta hasta este momento... Sólo quisiera anunciar que quien
me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.
-¿Su apellido, por favor?
-¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué?
No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova,
esposa de un consejero de Estado... Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada
con un oficial superior... ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede
usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero
con el grado de mayor.
-Y el que se le ha escapado,
¿era siervo suyo?
-¿Quién habla de un siervo?
Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es... la nariz...
-¡Jum! ¡Qué apellido tan raro!
¿Y le ha estafado mucho ese señor?
-No me ha entendido usted.
Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha
desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!
-Pero, ¿de qué modo ha
desaparecido? No acabo de hacerme cargo.
-Tampoco podría decir yo de
qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para
otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego
poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin
dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un
apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por
ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir
los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado.
También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada
con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame
usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.
El empleado se puso a cavilar,
lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.
-Pues, no. No puedo insertar
ese anuncio -dictaminó al fin, después de un largo silencio.
-¿Cómo? ¿Por qué no?
-Porque podría desprestigiar a
un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la
nariz, pues... Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y
bulos.
-¿Y por qué es esto un
disparate? Me parece que no tiene nada de particular.
-Eso se lo parece a usted.
Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un
funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota
que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por
todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de
particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no
recuerdo qué establecimiento.
-Pero el anuncio que yo le
traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale
casi a mi propia persona.
-No. Yo no puedo insertar en
modo alguno un anuncio así.
-Pero, ¡si es verdad que se ha
extraviado mi nariz!
-Entonces, eso es cosa de los
médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz
que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de
gastar bromas.
-¡Por Dios santo, le juro que
es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo...
-¿Para qué se va a molestar?
-protestó el empleado tomando un poco de rapé-. Aunque, si no le hace extorsión
-añadió, picado ya por la curiosidad-, me gustaría verlo.
El asesor colegiado retiró el
pañuelo de su rostro.
-Es rarísimo, efectivamente
-opinó el empleado-. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la
mano. Sí, sí, increíblemente liso...
-¿Seguirá discutiendo ahora?
Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente
agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de
conocerle...
Como puede verse, el mayor
llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.
-Claro que publicarlo no
cuesta ningún trabajo -dijo el empleado-, aunque no veo que saque provecho
alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la
pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo
publique en La abeja del Norte -aquí
sorbió otro poco de tabaco- para instrucción de la juventud -aquí se limpió la
nariz- o simplemente como un hecho curioso.
El asesor colegiado estaba totalmente
apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al
pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz
y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco
rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse
en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su
alegría.
Al propio empleado pareció
afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco
su pesar con algunas palabras de simpatía.
-En verdad lamento mucho el
percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los
dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.
Con estas palabras, el empleado
presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que
representaba a una señora con sombrero.
Esta acción impremeditada sacó
de sus casillas a Kovaliov.
-No comprendo cómo se le
ocurren esas bromas -dijo irritado-. ¿No está viendo que me falta,
precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco!
Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa
porquería que fabrica Berezin.
Dicho lo cual, salió
profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del
comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que
hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa
ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las
botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya
pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del
hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía,
después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.
Kovaliov se presentó cuando el
comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de
siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor
era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva
afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño.
El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados,
aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno
-solía decir-. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que
siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»
El comisario dispensó a
Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el
momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza
descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo
deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los
sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y
que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera
tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.
Lo que se llama un buen
revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible.
Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se
refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de
teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos,
pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento
dispensado por el comisario lo ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy
digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan
afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada...», y se retiró.
Llegó a su casa tan cansado
que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones
infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando
entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un
mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que
muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia,
Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo
estupideces, ¡cerdo!».
Iván se levantó de un brinco y
corrió a quitarle la capa.
Al entrar en su cuarto, el
mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de
unos cuantos suspiros:
-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué
habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o
sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal,
aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco
ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por
la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo
o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más,
tontamente!... Aunque, no; no puede ser -añadió después de pensarlo un poco-.
Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy
soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación,
en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El
estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.
Para convencerse de que,
efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo
reprimir un grito. Aquel dolor lo persuadió de que era realidad todo lo que
hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró
los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando
los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:
-¡Qué asco de cara!
En efecto, aquello era
incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj
o cosa por el estilo... Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además...
Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la
hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un
oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él,
aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera que
cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio,
él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven
y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir
los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina
urdió aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía
admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había
entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, lo afeitó el miércoles,
y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el
jueves a lo largo de todo el día. Eso lo recordaba y lo sabía muy bien. Además,
hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse
tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si
debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o
personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus
reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta
y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento.
Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer
movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su
nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la
boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.
Apenas se había retirado Iván
a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:
-¿Vive aquí el asesor
colegiado Kovaliov?
-Adelante. Aquí está el mayor
Kovaliov -contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la
puerta.
Entró un guardia de buena
prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante
llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del
puente Isákievski.
-¿Es usted el caballero que ha
perdido la nariz?
-En efecto.
-Pues ha aparecido.
-¿Qué me dice usted? -lanzó un
grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente
al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se
reflejaba la trémula luz de la vela-. ¿Cómo ha sucedido?
-Por pura casualidad. Le
echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para
marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre
de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo lo tomé por un
caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que
se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted
delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni
nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.
Kovaliov estaba como loco.
-¿Dónde está? ¿Dónde? Voy
corriendo...
-No tiene usía por qué
molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted
qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle
Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo
andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una
docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente
igual que estaba.
Con estas palabras, el guardia
metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.
-¡Ésa es! ¡Sí, sí! -gritó
Kovaliov-. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.
-Aceptaría con sumo gusto,
pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio.
Han subido mucho los precios de todas las subsistencias... Yo debo mantener a
mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El
mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco
totalmente de posibilidades para darle estudios...
Kovaliov se dio por enterado
y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del
guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó
Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de
puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la acera con su carreta.
Después de marcharse el
guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al
cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada
alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en
el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.
-Es ella, claro que sí -decía
el mayor Kovaliov-. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió
ayer.
El mayor estuvo a punto de
soltar la risa de alegría.
Pero no hay nada eterno en el
mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos
minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con
el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la
caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a
cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había
aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.
-¿Y si no se pega?
El mayor se quedó lívido al
hacerse esta pregunta.
Presa de un miedo
indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la
nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la
nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba... La acercó a
su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la
superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de
ninguna manera.
-¡Vamos! Pero, ¡vamos!
¡Quédate ahí! -le decía.
Pero la nariz parecía de
madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una
mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se
preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar
adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.
Llamó a Iván y lo mandó en
busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor
piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas
patillas negras, y una esposa lozana; rebosante de salud, se desayunaba con
manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana
durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos
distintos. El doctor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo
transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándolo por la
barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el
mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la
pared. El médico dijo que aquello no era nada, lo invitó a apartarse un poco de
la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el
sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la
cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó
con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que
un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico
sacudió la cabeza diciendo:
-No. No puede ser. Preferible
es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo
mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para
usted.
-¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo
voy a quedarme sin nariz? -protestó Kovaliov-. Peor que ahora, imposible. ¿Qué
demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas
relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la
señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina,
casada con un oficial del Estado Mayor... Aunque, después de su actual
comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por
favor se lo ruego -prosiguió Kovaliov suplicante-. ¿No hay ningún remedio?
Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso
podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no
bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que la perjudique. Y en lo
referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis
posibilidades...
-Crea usted -intervino el
doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y
magnético- que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas
y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar
a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo
afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje
actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías lo mantendrán a usted,
aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la
nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía,
añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente.
Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría
si no se excede en el precio.
-¡No, no! No la vendería por
nada del mundo -protestó el mayor desesperado-. ¡Prefiero que desaparezca!
-Perdone usted, pero yo quería
hacerle un favor -replicó el médico saludando-. ¡En fin! Por lo menos, habrá
usted visto mi buena intención.
Con estas palabras, el médico
abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su
rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la
camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.
Al día siguiente, y antes de
presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado
Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta
decía lo siguiente:
«Muy señora mía, Alexandra
Grigórievna:
»No alcanzo a comprender tan
extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este
modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija.
Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como
también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de
ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal,
apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo
propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas
por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos.
Por mi parte, considero deber mío advertirle que si el susodicho apéndice no se
reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa
y la protección de las leyes.
»Por lo demás, con todos mis
respetos, tengo el honor de quedar de usted, seguro servidor
Platón Kovaliov.»
«Muy señor mío, Platón Kuzmich:
«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso
a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo
referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás
he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al
funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich
Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija -y
tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios-,
yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con
ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartas de
narices, o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo
diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que si usted se
compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a
acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes
deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted
Alexandra Podtóchina.»
«No, seguro que no ha sido ella -se dijo Kovaliov después
de leer la misiva-. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede
ser obra de quien haya cometido un delito. -El asesor colegiado era hombre entendido
en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido
encargado varias veces de instruir sumario-. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De
qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.
Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores
acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones,
como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas
hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los
experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las
sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de
particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor
colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski.
Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz
se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal
aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto
respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del
teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que
alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban
subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese
único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el
gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la
tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía
representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con
chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha
litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse,
el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos
tan estúpidos e inverosímiles?»
Luego cundió la especie de que no era por la Avenida
Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor
Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se
alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.
Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de
Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta
especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo
explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.
Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por
los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a
las señoras con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces
agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente
descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible
que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le
sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor
era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las
trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego... Pero, a partir de aquí,
de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en
absoluto de lo acaecido después.
III
En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin
la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para
otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en
la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir,
exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el
mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo,
descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba,
sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a
bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de
Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba,
lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la
toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!
-Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en
la nariz -dijo al tiempo que pensaba-: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora:
Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»
Pero Iván contestó:
-No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.
«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor
chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván
Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por
robar tocino.
-Lo primero que debes decirme es si traes las manos
limpias -lo interpeló ya desde lejos Kovaliov.
-Sí. Claro que están limpias.
-¡Mentira!
-Le juro que están limpias, señor.
-Bueno. Ya veremos.
Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y,
con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la
crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.
«¡Bueno!... -exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros
contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para
verla de perfil-. ¡Mírenla ustedes!... ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si
se para uno a pensar...», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la
nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno
imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el
sistema de Iván Yákovlevich.
-¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! -gritó Kovaliov.
Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró
la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le
resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato,
logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para
atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y
otras veces en la mandíbula inferior del mayor.
Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse
inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería.
Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se
dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y
contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos
militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco.
Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un
puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala,
se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro
asesor colegiado -o mayor, si se quiere-, gran amigo de chanzas, a cuyas
mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti.
Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta
de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor
colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo
Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de
Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo:
por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato
y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en
atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros:
«Así, para que se enteren, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso,
desde luego. Así por las buenas,par amour, ¡ni pensarlo!» A partir de
entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida
Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz
campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que
hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al mayor
Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las
mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni
Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos
desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.
¡Ahí tienen ustedes lo
sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora,
atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya
de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y
su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo
no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz
en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el
sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nadería y yo
estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado,
violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un
panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich...? Nada, nada, que no lo entiendo.
¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible
de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso
que esto es totalmente inconcebible, es como si... ¡Nada, nada, que no lo
entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo
lugar... Bueno, pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es
esto, sencillamente...
Aunque, sin embargo, con todo
y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más
allá, es posible incluso... Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y
es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto.
Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces,
pero ocurren.
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