domingo, 28 de junio de 2015

ANA MARÍA MATUTE y su cuento "La rama seca"


1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
-Juego con "Pipa" -decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
-¿Con quién hablas, tú?
-Con "Pipa".
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...
-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía.

2
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".
-La muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela...
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
-No la veo, hija. Échamela...
La niña vaciló.
-Pero luego, ¿me la devolverá?
-Claro está...
La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me la echa, doña Clementina...?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".
-"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña...
La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
-Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.

3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada...
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
-Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
La madre empezó a chillar:
-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
-No es "Pipa".
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.

6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

ANA MARÍA MATUTE y su cuento "Bernardino"



Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío...
A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca...
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque...!
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.



MELANIA Y AKULINA, cuento de León Tolstoi

Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas -una pequeña y la otra un poco mayor- se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:
-No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.
Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.
-Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.
-No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.
Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:
-Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.
Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:
-¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?
-Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.
La madre de Akulina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.
-¿Por qué le pegas a mi hija? -exclamó, y se puso a discutir con su vecina. Las dos mujeres se insultaron. Los campesinos salieron de sus casas y la gente se aglomeró en la calle. Todos gritaban, pero nadie escuchaba al otro. En la pelea, se empujaron entre sí y ya era inminente una batalla, cuando intervino una vieja, la abuela de Akulina. Se adelantó hacia el grupo de los campesinos y comenzó a suplicarles que se calmasen.
-¿Qué hacen? En un día tan sagrado, deberían regocijarse en vez de pecar de este modo.
Pero nadie hizo caso de la viejecita y poco faltó para que la derribaran. Nada hubiera podido conseguir, a no ser por Akulina y Melania. Mientras las mujeres se peleaban, Akulina había limpiado las manchas del vestido y había salido de nuevo hacia la charca. Tomó una piedra y con ella apartó la tierra para que el agua corriera por la calle. Melania se acercó a ayudarla con una astillita. Así, el agua llegó al sitio en que la andana trataba de separar a los contendientes. Las niñas venían corriendo a ambos lados del arroyo:
-¡Alcánzala! ¡Melania, alcánzala! -gritaba Akulina. La pequeña no podía replicar, ahogada por la risa. Y las dos niñas siguieron corriendo, divertidas con la astillita que el agua arrastraba. Llegaron junto a los campesinos. Al verlas, la vieja exclamó, dirigiéndose a estos:
-¡Teman a Dios! Están peleando precisamente por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo hace rato y juegan en amor y compañía. Son más inteligentes que todos ustedes.

Los hombres miraron a las niñas y se avergonzaron de su proceder. Luego, se burlaron de sí mismos y cada cual se volvió a su casa.

LEÓN TOLSTOI y su cuento "El ahijado"

I

Un pobre mujik1 tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:
-¿Adónde vas, mujik?
-El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.
El transeúnte le dijo:
-Yo seré el padrino de tu hijo.
El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:
-¿Y quién será la madrina?
-La hija del comerciante -contestó el transeúnte-. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la madrina de tu niño.
El campesino vaciló.
-¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.
-No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.
El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.
-¿Qué deseas?
-Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.
-¿Cuándo será el bautizo?
-Mañana por la mañana.
-Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.
Al día siguiente llegaron los padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era; desde entonces no lo volvieron a ver más.
II

El niño iba creciendo con gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.
Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa preguntó:
-Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero ir a felicitarlo también.
-No sabemos, hijo querido, dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.
-Padrecitos, déjenme ir a buscarlo -suplicó el niño. Y los padres accedieron.

III

El niño salió de su casa y se fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le preguntó:
-¿Adónde vas, muchacho?
-He felicitado las Pascuas a mi madrina. También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su paradero. No lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo. Voy en busca de él.
Entonces el transeúnte dijo:
-Yo soy tu padrino.
El niño se alegró mucho y preguntó:
-¿Adónde vas ahora, padrino? Si te diriges a nuestra aldea, ven a mi casa.
-No tengo tiempo para ir a tu casa; tengo que hacer. Ven a verme tú mañana -le contestó el padrino.
-¿Cómo he de encontrarte?
-Camina de frente hacia el levante. Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate a descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás un jardín que rodea una casita con tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate a la verja. Yo saldré a recibirte.
Diciendo esto, el padrino desapareció.

IV

El niño se puso en camino tal como se lo había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y llegó a una praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco de roble atado con una cuerda. Debajo del tronco había una artesa llena de miel. El niño se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se oyeron chasquidos y apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se dirigió hacia la artesa; introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños. Éstos se lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló levemente, empujando a los oseznos. Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a golpear a los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa gruñó y, agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí. El tronco salió volando muy alto por los aires. Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa; los demás quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar, cuando el tronco volvió a su posición normal, matando al osito. Gruñendo, la osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la cuerda. Entonces la osa y los pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a medida que el tronco volvía a su posición normal, iba adquiriendo más velocidad. Golpeó en la cabeza a la osa y la mató. Entonces, los oseznos salieron huyendo.

V

Muy sorprendido, el niño siguió su camino y llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con tejado de oro. Junto a la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en sueños había visto el niño la belleza y la alegría que reinaba en aquel jardín.
El padrino lo condujo a la casa, aún más regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres habitaciones. Luego, llevándolo junto a una puerta sellada, le dijo:
-¿Ves esta puerta? No tiene candado, tan sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas. Instálate aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te encargo una cosa: no traspases esta puerta. Y si lo hicieras, recuerda lo que viste en el bosque.
Diciendo esto, el padrino se marchó. El ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya treinta años desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido tres horas. Y entonces se acercó a la puerta sellada y pensó: «¿Por qué me habrá prohibido mi padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay dentro de ella».
Empujó la puerta y entró. Pudo comprobar que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la casa. En el centro había un trono de oro. El ahijado recorrió la sala, se acercó al trono, subió las gradas y tomó asiento. Entonces vio que junto al trono había un cetro. Lo tomó en las manos y en el mismo instante se derrumbaron las cuatro paredes, dejando al descubierto al mundo entero. Ante él, divisó el mar y los buques navegando. A la derecha, vio unos pueblos desconocidos habitados por gente no cristiana. A la izquierda vivían cristianos, pero no eran rusos. Y, finalmente, detrás de él se veía el pueblo ruso.
-Voy a ver lo que ocurre en mi casa. ¿Habrá sido buena la cosecha? -se dijo mirando en dirección a las tierras de su padre. Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido mucho trigo, cuando vio avanzar un carro guiado por un mujik. Era el ladrón Vasili Kudriashov, que se dirigía al campo a robar las gavillas.
Irritado, el ahijado gritó:
-Padrecito, están robando el trigo.
El padre se despertó. «He soñado que están robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando un caballo, se dirigió a sus tierras.
Al llegar, descubrió a Vasili y llamó a los campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo condujeron a la cárcel.
El ahijado miró a la ciudad donde residía su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se hallaba durmiendo y, mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le gritó a su madrina:
-¡Levántate, que tu marido está haciendo cosas malas!
La mujer se levantó, fue en busca de su esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.
Después, el ahijado miró a su casa. Su madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la isba un ladrón, que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó y dio un grito. El malhechor se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.
Sin poderse contener, el ahijado lanzó el cetro y le dio en la sien al ladrón, matándolo en el acto.

VI

En aquel instante se volvieron a cerrar las paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió la puerta y apareció el padrino. Se acercó a su ahijado, lo tomó de la mano y, bajándolo del trono le dijo:
-No has cumplido mi orden. Lo primero que has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo tercero añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono, hubieras echado a perder medio mundo.
El padrino sentó luego al ahijado en el trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se vio todo lo que ocurría por el mundo.
El padrino dijo:
-Mira lo que le has hecho a tu padre. Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún más. Ves, ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su granja. Esto es lo que has conseguido.
Después, el padrino mandó a su ahijado que mirara en otra dirección.
-Ya hace un año que el marido de tu madrina ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha marchado por ahí con otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a causa de su pena -dijo el padrino, y le mandó al ahijado que mirase hacia su casa.
Entonces, éste vio a su madre que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:
-Mejor sería que me hubiese matado el bandido, no habría yo pecado tanto.
-He aquí lo que has hecho a tu madre.
Y el padrino le mandó al ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.
Después, el padrino dijo:
-Este malhechor ha asesinado a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados. He aquí lo que te has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy treinta años de plazo. Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si los redimes, tendrás que ocupar su puesto.
El ahijado preguntó:
-¿Cómo puedo yo redimir sus pecados?
-Cuando hayas aniquilado tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y los de ese hombre.
-¿Y cómo aniquilar el mal? -volvió a inquirir el ahijado.
-Camina en línea recta, en dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al cuarto día de marcha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus pecados y los del bandido.
Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.

VII

El ahijado se puso en camino, pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna conclusión.
Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:
-Van a agotar a mi ternera.
Entonces, el ahijado les dijo a los campesinos:
-¿Por qué obran así? Salgan todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.
Los campesinos obedecieron. La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se alegraron mucho.
El ahijado siguió su camino, pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal. Cuanto más se le persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir. La ternera ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del trigo?».
Por más que meditó sobre esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.

VIII

El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba fregando, pidió permiso para pernoctar.
Se instaló en un banco y observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.
El ahijado preguntó:
-¿Qué haces, mujer?
-¿No ves que estoy limpiando en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy completamente agotada.
-Debes aclarar antes el paño.
La mujer obedeció y no tardó en dejar limpia la mesa.
-Gracias por haberme enseñado -dijo.
A la mañana siguiente, el ahijado se despidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:
-¿Qué hacen, muchachos?
-Estamos curvando arcos. Los hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos.
-Deben fijar el banco.
Los mujiks obedecieron y entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después, siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a descansar junto a ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.
Entonces les dijo el ahijado:
-No se apresuren tanto en echar las ramas húmedas, esperen primero a que se prendan bien las secas. Entonces podrán echar las húmedas, que también se prenderán.
Los pastores hicieron lo que les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.
Después de caminar todo el día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se acercó y llamó a la puerta. Alguien preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
-Un gran pecador que va a redimir los pecados de sus semejantes.
Salió el ermitaño y le hizo varias preguntas.
El ahijado le relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.
-He comprendido que no se puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe destruirse.
Entonces le dijo el ermitaño.
-Dime lo que has visto en el camino.
El ahijado le relató todo lo que había visto hasta llegar allí.
El ermitaño le escuchó atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.
-Vámonos -dijo.
Llegaron hasta un árbol y el ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó:
-Tala este árbol.
Dando varios hachazos, el ahijado derribó el árbol.
-Pártelo en tres -dijo el ermitaño.
El ahijado cumplió la orden. Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.
-Quema estos tres troncos.
El ahijado los prendió y los troncos ardieron hasta convertirse en tizones.
-Ahora planta estos tizones.
El ahijado hizo lo que le mandaban.
-¿Ves el río que corre al pie de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y redimirás los pecados.

X

El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos. Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos para el viejo.
Entonces se enteraron de que éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.
El ahijado se quedó a vivir en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado. Regaba los tres tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.
Así transcurrió un año. Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.
Desde entonces, el ahijado dedicaba medio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.
Pensaba que cuando le habían mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el mal.
Así transcurrió otro año; el ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.
Una vez oyó que cabalgaba un hombre entonando una canción. Salió a ver quién era. Montando un hermoso caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.
El ahijado le detuvo y le preguntó quién era y adónde se dirigía.
-Soy un malhechor, asalto a la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis canciones.
El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas. En cambio, este hombre se jacta del daño que hace».
Sin pronunciar ni una palabra más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba: «¿Qué hacer? Si este hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme. Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»
Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:
-Las gentes que vienen aquí no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te castigará Dios.
El bandido se echó a reír.
-No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí no tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.

XI

Un día, después de haber regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño. Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada para construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro. Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:
-¿Adónde vas?
El ahijado le contó que deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.
El malhechor se sorprendió:
-¿Con qué te vas a sustentar si deja de visitarte la gente?
El ahijado ni siquiera había pensado en esto.
-Me alimentaré con lo que Dios me mande -le respondió.
El bandido prosiguió su camino.
«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha amenazado con matarme» -pensó y le gritó:
-Debías arrepentirte. No podrás huir de Dios.
El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro. El bandido no le persiguió, sólo le dijo:
-Viejo, te he perdonado dos veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.
Al decir esto, desapareció.
Por la noche, el ahijado fue a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.

XII

El ahijado vivió solitario, sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.
En cuanto se puso a buscar raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le terminaron, halló otra bolsa con pan en la misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto lo oía cabalgar, se escondía, pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».
De este modo transcurrieron diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo estado.
Un día, después de regar el manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por medio de la muerte», pensó, y al punto oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El ahijado detuvo al malhechor:
-¿Adónde llevas a este hombre?
-Al bosque. Es el hijo de un comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta que me lo diga.
Diciendo esto, el bandido se disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas del caballo.
-¡Suelta a este hombre!
El malhechor se irritó e hizo ademán de pegar al ahijado.
-¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!
Pero el ahijado permaneció impávido.
-No me impones, sólo temo a Dios. Deja en paz a este hombre.
El bandido se entristeció. Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.
-Márchense los dos y no se vuelvan a poner ante mi vista -dijo.
El hijo del comerciante saltó del caballo y echó a correr.
El bandido iba ya a reemprender la marcha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de manera de vivir.
El malhechor lo escuchó en silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio que había retoñado el segundo tizón.

XIII

Transcurrieron otros diez años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y en su corazón reinaba la alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario ir a decir a los hombres lo que sé» -pensó.
Y entonces oyó que venía el bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni siquiera me entenderá». Pero después cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.
-Hermano querido, ¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto! No te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! -exclamó el ahijado asiendo por una rodilla al malhechor.
Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:
-¡Déjame!
El ahijado sujetó con más fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.
-Viejo, me has vencido. He luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres. Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.
El ahijado recordó en aquel momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los de sus semejantes.
-Mi corazón se conmovió al ver que no temías a la muerte -prosiguió el bandido.
El ahijado recordó entonces que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuando fijaron el banco. Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y venció un corazón invencible.
-Mi corazón se dulcificó solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.
Invadido por la alegría, el ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.
Fue inmensa la alegría del ahijado cuando comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.

Después de relatar su vida al bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.