sábado, 27 de junio de 2015

SERGIO GALARZA y su cuento "El mapache

Lavaplatos, ayudante de entrega de artículos informáticos, cuidador de una piscina, dependiente de la sección de comida en un supermercado, teleoperador por tres días y paseador de perros, son algunos de los trabajos que he realizado desde que iniciara este peregrinaje por la ruta incierta de los anhelos. Antes fui empleado en una oficina. ¿Oficina de qué? No importa (pero parecía una nave espacial Alucinada en los años cincuenta). Los empleados son sólo empleados en cualquier parte del mundo. He viajado por Chile, Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay, Florida, Alabama, Mississipi, Louisiana, Washington, Chicago, Ohio, Nueva York y ahora escribo estas señales de viajero desde Barcelona, aunque mi hogar en España está en Madrid. Han pasado unos meses desde que partiera una mañana de forma definitiva de Lima, luego de varios regresos obligados. Lima es la ciudad donde aprendí a odiar, verbo que conjugo muy bien si de pelear se trata, donde, como una carta de despedida en cada lugar al que llegara. Sin embargo, mis odios persisten y se renuevan, mientras extraño aquella primera carta de despedida. Quien me reveló esta verdad fue un mapache.
Madrid es como una maternidad para los viajeros. Aquí todo empieza y yo tenia ganas de borrar el lado A de un disco sin éxitos. El lado B es éste, que empieza como todo aquí en Madrid.
Trabajo paseando perros. Es un trabajo que me aleja de la gente y sus tareas. Cuando era lavaplatos ahuyentaba a las ratas del Deep South para tirar la basura y cuando fui teleoperador tuve que soportar los discursos motivadores de un colombiano que me preguntaba a cada rato cómo me sentía. Ésta es una de las cosas que más odio, que alguien me interrumpa para preguntar cómo me siento. He llagado a creer que mi rostro refleja a un tipo huraño. ¿Acaso soy un tipo que necesita ayuda? ¿Será por eso que los amigos de mis amigos me miran raro y me hablan con timidez como si acabara de salirn de un centro de desintoxicación? A veces no me interesa hablar en las reuniones; sólo me da la gana de escuchar y quedarme ciego de fiesta. Si llego de trabajar, lo único que necesito es el descanso en una cama tendida a la perfección. Que por dentro me carcoma una calamidad, es lo de menos. Lo que importará siempre es que la cama esté bien hecha y limpia como la jaula del mapache que conocí.
Llegué a Madrid en compañía de Laura, mi novia. La convencí de que no valía la pena quedarse estacionado en una misma ciudad, le dije que siempre tendría a su familia como un mapa de afectos que podría visitar cuando quisiera, y me creyó. Evitare caer en el recuento amoroso de nuestra relación. Basta con confesar que el dia que todo empezó ha sido el más feliz que he tenido hasta ahora. Sucumbí, hay que reconocerlo, a los temblores que ocasiona una chica frágil escondida bajo el caparazón de la indiferencia. Esa madrugada nos quedamos dormidos en el sofá de su salón con el televisor prendido. La dejé desayunando y en la calle una 4x4 pasó por mi cara a toda velocidad. Adiviné que unas cuadras más allá una patrulla de la policía los detendría. Subí a una combina y en un momento pasamos al lado de la 4x4. Sus ocupantes eran interrogados por unos policías. Quería contarles a los noctámbulos que viajaban en la combi que había dormido en un sofá junto a mi nueva chica. No me atreví. Y le dije a la cobradora de la combi que yo había adivinado que esos policías pararian a la 4x4. La señora me miró desconfiada y exigió que le pagara el pasaje de inmediato. Tenía la mirada de un mapache aquella mujer.
Vivo el La Latina, el barrio al que llegué con Laura hace unos meses. Unos parientes tan lejanos que sólo conocí aquí me alojan por estos días a unas calles de la habitación que alquilamos. La habitación quedaba en un sótano, lo que nos emparentaba con los topos. En invierno el sol apenas si se asomaba por las ventanas a ras del suelo, y para saber si era de día o de noche había que mirar el reloj, aunque la hora nos tenía sin cuidado porque entonces éramos dos jóvenes desempleados y deslumbrados por el bullicio de una ciudad que respiraba el polvo de las construcciones y el humo de la fiesta perpetua. La ruptura sucedió al comienzo de esta primavera. Yo ya había conocido a Odo, el mapache, por medio de un amigo que pensó que si perros y mapaches tienen cuatro patas, entonces daba lo mismo cuidar a unos que otros. Llevaba dos semanas visitándolo en su casa de Pozuelo, una zona de gente adinerada, con residencias que me recordaban a la Planicie en Lima. Por las mañanas me iba a la Moraleja, otra zona residencial, donde dos labradores me recibían entre arañazos y lamidas; luego paseaba a los perros que fueran apareciendo en la semana, y por la tarde Odo me bufaba desde un rincón de su jaula amenazando atacarme.
El mapache es una rata, aunque haya quienes lo emparenten más con un gato. Es más grande que una rata, quizá como aquella que una tarde de fútbol hizo lo que la policía no podía: dispensar a una horda de barristas del Alianza Lima que amenazaba vengar la derrota de su equipo por las calles aledañas al Estadio Nacional. Los barristas portaban varas de fierro y piedras, asaltaban a los vendedores ambulantes que aceptaban resignados su prudencia, desquitaban su furia contra cualquier desprevenido que cruzaba por su camino, abollaban los carros que quedaban atrapados en esa telaraña de frustración y robaban lo que hubiera en su interior, destrozaban a pedradas los vidrios de casas y edificios en un concierto de violencia. El odio arrasaba las calles. Hasta que la rata saltó de u desagüe sin tapa. Empezó a correr entre los barristas se dividieron y yo aproveché para irme a casa porque ya habían empezado a asaltar a cualquiera de la horda que no reconocieran.
Los mapaches son animales que uno recuerda gratamente sin haberlos conocido. Las películas de dibujos animados han de haber dejado en toda una imagen inofensiva y de bicho hábil del mapache. La última parte es cierta: se trata de un animal que tiene cinco dedos en cada mano y las utiliza con la destreza que una gran parte de la gente desearía poseer. La primera es mentira. Consideran a los extraños como enemigos. El dueño de Odo era, por una herencia no bienvenida, un anciano que mataba las horas leyendo el diario encerrado en su habitación. Quien llevó a Odo a la casa fue su hijo, un chico que vive en Londres. El anciano, que apenas hablaba, ahuyentó a su hijo con su intransigencia. Quería que tomara las riendas de la imprenta que les había permitido vivir en la monarquía periférica de Madrid. El chico se espantó por la insistencia del padre y voló donde la hermana de su madre fallecida hacía pocos años, dejando al mapache enjaulado. Más allá de estos trazos gruesos, aquella historia familiar terminaba cuando el anciano tiraba las puertas de la casa cada tarde que yo limpiaba la jaula del mapache.
Irene, la empleada de la casa, tampoco quería al mapache. Ni siquiera se atrevía a pasar por delante de la jaula. Irene trataba de evitar también al anciano y sus quejas por la suciedad y el desorden que según él imperaban en la casa. Era obvio que el hombre estaba desquiciado. Además del salón, la cocina y el baño, la única habitación con rastros de vida era la suya. La de su hijo permanecía clausurada y el resto de cuartos guardaban nada más que ausencias. Las marcas del pasado, como fotos y adornos, estaban en unas cajas que ocupaban la mitad de la cochera, donde se oxidaba un carro que parecía una cápsula del tiempo de ésas que ya no salen en las películas de ciencia ficción. Irene limpiaba las cajas todas las semanas mientras al otro lado de la casa yo le hablaba con cariño a Odo y baria su mierda, rogando por que no me mordiera.
Por las mañanas el trabajo era más relajado. Recogía a los dos ladrones y caminábamos hasta un parque cercado detrás de su casa. No causaban problemas, y cuando no tenían ganas de jugar se dedicaban a arrancar las ramas de los árboles. Esos ratos los aprovechaba para lee, escuchar música o concentrarme en el rostro de una chica que pudiera transportarme a una escena de felicidad. A veces me distraía mirando a los adolescentes que se escapaban del colegio y perdían el tiempo en el parque infantil de al lado, cantando los éxitos de moda en la radio y hojeando revistas del corazón. Los chicos buscaban entonaban las mismas canciones y fumaban hachis. ¿Contra qué se rebelaba esa banda adolescentes bronceados en incubadoras y barnizados con gel? ¿Contra el aburrimiento cultivada por la cuenta bancaria de sus padres? ¿Contra la velocidad de las motos que volaban por las calles se sus hogares de piedra? La adolescencia: época de fracasos y victorias mínimas que uno engrandece para empapelar las paredes de la memoria. Mis recuerdos de esos años son gigantografías de detalles borrosos.
Veo que no me falta nada para alcanzar los treinta años. Mi hermana tenía ya dos hijos a los veinticinco. A mí no me atrae la idea de ser padre, no si la paternidad me obliga a trabajar más de ocho horas diarias y callarme la boca si el jefe me grita porque mi deber es mantener el empleo sobre todas las cosas. Si encontrara una mujer que me delegara las tareas del hogar y saliera a trabajar cada mañana, entonces sí que me agradaría criar a un niño. Le cambiaría los pañales y no había que tragarse el miedo a que me mordiera. Sería como cuidar a un mapache recién nacido. Trataría de que no se convirtiera en un animal huraño al crecer y no alimentara el odio natural que todos llevamos dentro. Me gustaría que no copiara mis manías, que soportara una cama destendida al llegar del trabajo y que no menospreciara los gustos musicales de otros sin claudicar de los suyos, es decir, los que aprenderá de mi colección de discos. Me costaría trabajo entender que asuma a Jim Morrison como su héroe. Para mí Morrison es el héroe de los poetas borrachos que ahogan su escaso talento entre el tráfico de las ciudades. A pie, por supuesto. Porque un poeta, bueno malo, siempre anda a pie.
Pregunta: ¿terminaré ahuyentando a mi hijo hipotético como el anciano de pozuelo?
El placer del paseador de perros: husmear en pisos y casas extrañas, establecer el perfil del dueño mirando su estantería de libros, si la hay, los platos sucios en la cocina, que siempre los hay, y los medicamentos y los envases del baño. Las ventajas: esos paseos impagables por el parque Retiro, las horas de lectura en compañía de un perro exhausto por el calor, el disfraz de dueño que el paseador aprovecha para conversar con las chicas guapas que se acercan a acariciar a la mascota adoptiva. La comida: bocatas de calamares, de chorizo ibérico y agua. La música: cualquier grupo con reminiscencias Fol o country. La fantasía: tirarse a una dueña. La calamidad: observar a las parejas sudando amor tiradas bajo los árboles y esas familias en bicicleta o paseando como un ejército victorioso. La realidad: eres el empleado de un perro.
Después de un mes limpiando la jaula de Odo, estaba al borde de un colapso nervioso. Temía por mi vida cada tarde en Pozuelo cuando Odo mostraba esos dientes que podían atravesarme la mano como a un crucificado. A esto había que sumarle el calor que inundaba los vagones del metro y convertía a los pasajeros en muñecos de plástico dentro de un microondas, mientras en la calle el sol caía como una plancha sobre los turistas que exhibían la palidez de sus afectos por el centro de Madrid. Mis amigos veraneaban en otras ciudades, y cada mañana al bajar por las escaleras mecánicas del metro me sentía como una sardina a punto de ser triturada y enlatada. Para legar a La Moraleja tomaba un bus en la Plaza Castilla. El bus se llenaba de rumanos, latinos, árabes y algunas excepciones españolas. La gente rompía la fila por subir y el chofer nos castigaba manteniendo apagado el aire acondicionado. El bus era un container de olores que invitaban al desmayo. Odiaba que me antepusieran un brazo en la cara, que alguien renegara en voz alta cuando el día apenas empezaba, que todos tuvieran como timbre de sus móviles las horribles canciones de moda que sonaban como música metálica, que ese árabe siempre cargara con una radio portátil donde difundía la música pop de su país. Odiaba estar en una jaula, pero todos viajábamos por el mismo camino.
Una tarde en Pozuelo, mientras esperaba que Odo se alejara de la puerta de su jaula para limpiar el anciano me sorprendió al hablarme por la espalda.
- ¿Cómo está ese bicho?
- ¿No sé, yo lo veo igual.
El anciano me hizo e un lado y miró por la única reja durante unos minutos al mapache. Luego no entendí lo que dijo y desapareció. Esa noche tuve un paseo de urgencia para una bóxer. Su dueña era una chica que vivía sola en un piso del barrio de Salamanca y viajaba a menudo por asuntos de negocios. La bóxer dormía en el sofá de un salón donde abundaban los folletos de ropa y las revistas de economía. En la cocina nunca había rastros de comida y en el baño sobraban las maquinas de afeitar. La habitación de Paula, la dueña, siempre estaba cerrada.
La bóxer estaba obesa y se desplomó al pie de un semáforo a pocas calles de su hogar. Allí nos quedamos el resto de la hora que debía durar al paseo. Los carros cruzaban a toda velocidad, la gente corría a sus citas nocturnas sofocada por el viento que parecía salir de un motor recalentado, unos policías me dijeron que el perro debía llevar un bozal porque parecía peligroso, y un padre que iba con su familia me ordenó creyendo que eran de la bóxer, que recogiera unas morcillas de mierda que uno de sus hijos estuvo a punto de pisar. Deseé que la perra se transformara en un mapache gigante y los aplastara a todos con la cola. Después el mapache huiría de la policía corriendo por la Gran Vía y se quedaría ciego por los flashes de los turistas. Se colgaría del aviso de Schweppes como King Kong, pero la faltarle Jessica Lange como prisionera le dispararían con una bazuca. Su muerte sería aprovechada por los chinos, que venderían camisetas con la cara del mapache en la Plaza Mayor. El Garaje Sonico de Malasaña sería rebautizado en su honor. Unos vándalos reemplazarían al Oso y el Madroño por una estatua del mapache. Los niños pedirían un mapache de peluche como regalo de Navidad y yo me convertiría en el Paseador Anónimo.
El barrio de Salamanca es una zona aséptica si uno levanta la mirada hacia sus edificios y visita sus bares y discotecas, pero si la entierra ( lo cual es una recomendación ), apreciará la consistencia y los colores de la mierda perruna que los dueños de sus depositarios esperan que otros recojan. Definición general de Madrid: ciudad de jorobas forzosas por el asco a pisar mierda. Para quien desee saberlo, la mierda del mapache es como la de un labrador. Sólo cuando el hedor era insoportable e su jaula, Odo me dejaba limpiar tranquilo, brindaba una tregua a su empleado y bufaba si me demoraba en hacer mi trabajo. Busqué cebarlo para ver si así le provocaba una depresión por sobrepeso. Le picaba la fruta en pedazos grandes esperando que uno se le atorase en el esófago. Estuvo sin agua unos cuantos días porque n me dejó sacar su plato. Qué diferencia con la bóxer y su dueña invisible, a quien encontré encerrada en su habitación una noche que volví a pasear a su mascota.
Paula siempre solicitaba el servicio de paseo a última hora, por las mañanas o por las noches. Fue una de esas mañanas que tuve que regresar con el perro unos minutos después de salir tras darme cuenta de que había olvidado mi móvil en su baño. Mientras abría la puerta del departamento escuché un portazo en el dormitorio y una ráfaga de aire esparció por el suelo unas hojas de papel que estaban amontonadas en una mesa. Recogí el móvil y me acerqué a su puerta. Seguro ella escuchaba mi respiración agazapada en la cama. Había llamado a última hora diciendo que tenía que viajar de improviso. ¿Acaso había perdido el vuelo y le avergonzaba admitirlo? ¿Por qué su dormitorio estaba siempre cerrado? En ese momento me parecieron tonterías propias de quien no tiene otra cosa en qué pensar a las ocho de la mañana. ¿Estaría en ropa interior? Permanecí detrás de su puerta esperando que algo la delatara: un estornudo, un lloriqueo, la respiración agitada de una niña descubierta en su travesura. Luego arrastré al perro fuera del piso y desaparecimos por el asesor.
Fatigado por el trabajo y las preocupaciones de mi supervivencia, llamé a mi amigo- jefe una mañana para avisarle que estaba mal del estómago y que él tendría que hacerse cargo de Odo y de cuanto perro hubiera que pasear ese día. Pretendía quedarme en la cama, pero el calor me expulsó a la calle. Caminé buscando refugio bajo los árboles. Tomé unas cervezas y compré unos discos que necesitaba para soportar la dejadez y la soledad que me invadían por la noche. Para regresar a casa me sumergí en el metro. Revisaba mis discos cuando una chica empezó a gritar mi nombre desde el andén de en frente. ¿Paula?
No la reconocí, porque su cabello se había oscurecido y llevaba un corte horrible, como si la peluquera le hubiera colocado un wok en la cabeza para perpetrar ese esperpento. Pauline, mi ex compañera de piso, me sonreía dibujando esos hoyuelos con los cuales me había alegrado varias noches en las que nos burlamos frente al televisor. La había olvidado. ¿Por qué recordamos a alguien? Siempre tengo presentes a mis padres porque incumplo todas sus advertencias y mis aventuras acaban como profecías que para otros sólo suponen tropiezos. ¿Será por esa manía de tomarme hasta los fracasos mínimos como tragedias? Quizá no haya nada más importante para fijarme en esa ruta, como un camionero que cree que su vida está escrita en los avisos publicitarios que palidecen a lo largo de cualquier desierto. Las risas de Pauline no había marcado un territorio en mi memoria, donde dominaba la derrota de mi relación con Laura, una lista interminable de historias inconclusas y los colmillos del mapache.
Saludé a Pauline fingiendo esa emoción de los encuentros casuales que detesto por sus chirridos adolescentes, sobre todo si se trata de alguien a quien te da lo mismo ver de nuevo. Ella me hizo una seña para que la esperara en mi andén. Perdí el tren y cuando llegó corriendo mientras se quitaba aquella peluca en forma de casco que me había engañado, no supe ni putearla porque el siguiente tren tardaría más de cinco minutos o decirle que se veía linda. Nos abrazamos y salimos de la estación rumbo a un bar. Si le hubiera puteado no habría podido disfrutar de esos hoyuelos.
Pauline vivía en un piso con un estudiante peruano y una modelo rusa. Se ofreció a presentarme a mi compatriota y la corté diciéndole que ya conocía a varios. Pauline me contó que acababa de terminar con un novio argentino que la estresaba con su manía por construir frases trascendentales. Pero el detonante de la ruptura no fue eso, sino la exasperación que le causaban sus gemidos en la cama. El argentino, bruto y dócil de apariencia según Pauline, se portaba como una niña que asume su primer polvo como la comunión entre sexo y amor. Esta situación tuvo su capitulo final cuando ella le exigió una tarde, con la ropa esparcida en la cocina, que la penetrara con fuerza y le jalara los pelos. Él se negó porque temía hacerle daño y, además, la cocina no le parecía un lugar adecuado para tirar.
- Pobre huevón, yo te la hubiera metido y punto.
Mi comentario me sorprendió a mí mismo. Pauline enmudeció y secó de un trago su cerveza. Luego pidió la cuenta. La había cagado. Estaba por disculparme cuando ella me clavó la mirada. ¿Tenía que pegarme para sentirse desagraviada?
¿Entonces? ¿Vamos a mi piso o al tuyo?



Odo se enredó en mi brazo un día. Aprovechó que se me cayó el plato de agua dentro de la jaula para dar un brinco y prenderse como un alfiler. Bufaba en mi oreja mostrando el filo de sus colmillos. Traté de esconder la cabeza para que por lo menos no me desfigurara. Para qué tanto viaje si me va a matar un mapache, me lamenté. En momentos así uno se sumerge en el recuerdo de cosas que aún le faltan por hacer, en el de aquéllas que le producen un arrepentimiento sutil o brutal que, da igual, son el síntoma de la fragilidad humana que necesitaba el mapache para perdonarme la vida. Sus bufidos bajaron de tono y empecé a girar la cabeza hacia él. Un leve movimiento bastó para que el animal retomara su posición hostil. Tardó un rato en calmarse y luego saltó al suelo. Se quedó sentado a mis pies. ¿Cuántos días llevaba esa jaula? ¿Quién y dónde lo habría capturado? ¿Cual era su edad? ¿Le gustaba viajar? ¿Qué lugares había conocido? ¿Tenía una familia esperándolo?
Los días siguientes el mapache se deprimió y el trabajo dejó de ser un riesgo. Se la pasaba acostado en cualquier rincón y su pelaje comenzó a parecer la melena de un vagabundo. Un mapache resignado a su suerte. Por las noches me preguntaba qué contradicción existía entre considerarme un viajero y trabajar como empleado. Para viajar había que caer en la despreocupación, dejar que los mapas se dijeran con los obstáculos que aparecían en el horizonte, creer que la única responsabilidad era no prolongar las responsabilidades ineludibles que a veces asaltan a cualquiera. Todos aquellos que piensen así son unos ilusos. Siempre hay responsabilidades que cumplir; si no, pregúntenle a un empleado: él también quisiera viajar en avión o durmiendo frente al televisor. ¿Debía marcharme una vez más sin mirar atrás, para quedarme botado en otra ciudad en la cual tendría que trabajar quizá en un ofiuco duro para escapar de ahí? La idea no me agradaba. Pauline me dijo, una de las últimas veces que nos vimos, que a mi edad ya quería tenerlo todo arreglado en su vida. Había marcado una frontera clara para la siguiente etapa. Suspiraba antes de empezar una frase y le disgustaba que le dieran la contra. Quería hartarse de su juventud para adoptar el próximo personaje.
Paula solicitó un servicio un domingo por la noche. El piso estaba con la luz del salón encendida. Era la regla. Cuando la bóxer se quedaba sola esa luz no podía apagar. Por un reflejo involuntario la apagué al salir con la perra y, al volver la miraba hacia el interior, vi. Una línea de luz blanca y tenue que parpadeaba bajo la puerta de la habitación de Paula. Estaba ahí. ¿Por qué no paseaba a su perro ella misma? Es cierto que eso me hubiera restado ingresos. Me lo preguntaba porque molesta que alguien te espíe. Había llegado a esta conclusión sobre la chica que se ocultaba detrás de una puerta para vigilarme unos minutos de vez en cuando. Al retornar del paseo con la bóxer apagué la luz del salón a propósito y me largué.
El anciano de Pozuelo se asomaba más a menudo a la cocina, desde donde podía verme limpiar la jaula del mapache y yo a él. Irene ya no se quejaba de su malhumor, reemplazado por un mutismo misterioso. Los empleados que habían tomado sus vacaciones antes que todos retornaban a Madrid. Pauline se marchó a su pueblo en Francia. Ella aseguraba que era una ciudad porque tenía varios sitios históricos y un centro comercial que se llenaba los fines de semana de jóvenes que llegaban de pueblos cercanos. Para no hacerme problemas aceptaba que era una ciudad. Me dijo que la visitara y recibí la invitación con el gesto afirmativo de quien nunca paseará su sombra por allí. Aumentaron los paseos de perros y hasta cuidé a un par de gatos. El aire acondicionado no funcionaba en los vagones del metro. La ciudad era como un resto arqueológico: calles cerradas, huecos y tierra, maquinaria ociosa por todos lados.
El amigo que me daba el trabajo llamó una mañana para contarme que Paula se había suicidado. Después me indicó cuáles serían los servicios de la semana. Copié sus instrucciones y al terminar la llamada pensé en quién pasearía a la bóxer. La chica que yo creía que me espiaba se había matado encerrada en su habitación. Que mi amigo no me lo hubiera dicho no me impedía llenar el vacío de la noticia. ¡En qué otro lugar se habría podido atiborrar de pastillas con tranquilidad! Tuvo que ser con pastillas, lo apuesto. Nunca había estado a una puerta de alguien que terminara suicidándose. Todos piensan alguna vez en la posibilidad de hacerlo. En la mayoría de los casos son arrebatos de desesperación porque las cosas no son como queremos que sean. Al cabo de un rato la vergüenza invade al aspirante a escapista, puede que hasta la burla. Es una sensación desoladora, o extraviarse en un desierto sin una brújula. ¿Adónde ir? ¿Hacia qué patria corre? ¿La familia, un amor olvidado, un consejero del trabajo, la letra de una canción que uno supone con empeño que contiene la verdad absoluta, un paraíso artificial de alucinógenos, el ocio liberador si no se es un empleado, la resignación inútil porque la única posibilidad en semejante situación es desaparecer?
Durante los paseos de ese día me dediqué a buscarle un rostro a Paula entre las chicas que me cruzaba. Uno que le sirviera para mirarme cuando yo abriera la puerta de su habitación.
Decidí renunciar a los perros largarme a Francia. Quería dormir en los cementerios de París, donde se supone que están enterrados los más grandes talentos de la humanidad, lo cual significaría que el talento se ha extinguido. Si al morir me ponen una lápida, por favor que diga: “Peleó contra el mapache”. Mi amigo me pidió que me quedara unos días más, porque había conseguido quién me reemplazara con los perros pero no había nadie que se ocupara de Odo, ni siquiera él mismo. El anciano estaba al tanto del problema. En mi penúltima visita estuvo presente toda la hora que tardé en limpiar la jaula.
¿Te ha mordido alguna vez?
No.
¿Y no te gruñe?
Ya no. Al comienzo sí, pero ahora está deprimido
¡Cómo que deprimido! Las ratas no se deprimen
Este hombre no sabe nada de nada, pensé. Los animales no se emocionan al escuchar una canción que los transporte a un pasado feliz o amargo. Sin embargo, sí la pasan mal, sobre todo en una jaula en la mansión de un viejo que los odia.
Tomaría un bus hasta Barcelona y de allí en adelante tiraría dedo en la carretera. Cargaría chorizos para comprar pan en el camino y atravesaría los pueblos sin entrar en los bares por precaución, no fuera a emocionarme muy pronto. Escribía en un diario el nombre y la dirección de cada conductor, ofreciendo enviarles una postal de la Torre Eiffel, y en vez de ello les mandaría la foto de un cementerio anunciándoles mi lamentable deceso. Llevaría una grabadora de mano para registrar los conciertos callejeros. Ningún libro me acompañaría para no contaminar la experiencia. Partiría el viernes por la noche luego de la última visita a Odo.
Pauline vivía cerca de los Pirineos. Acercarme por allí no me entusiasmaba. La ex novia de un amigo vivía en París, lo que me aseguraba al menos un techo. Un escritor peruano con fama de salvaje conducía el tranvía en Nantes. Me dijeron que en Lille no habría problema para conseguir drogas. Montpellier parecía el nombre de una joven pequeña y tímida. Pero antes había que decirle adiós a Odo. Llegué temprano a Pozuelo. Irene había salido a hacer unas compras, así que el anciano me abrió la reja. Tuve un presentimiento. Como si fuera a ocurrir un desenlace sangriento. El viejo caminaba a mi lado hacia la jaula del mapache. Aluciné que al llegar me enseñaría el cuerpo del animal aplastado por una vara de fierro, y a continuación procedería conmigo.
Se me escapó.
La confesión del anciano ante la jaula con la puerta abierta me molestó porque se trataba de una mentira mal pensada. Si lo sometía a un interrogatorio terminaría inventándose otra mentira. Su orgullo le impediría aceptar la torpeza de su plan. La jaula estaba vacía y limpia, como si un sicario hubiese borrado las huelas del delito. Ante mi silencio me dijo que había querido alimentarlo, para ir entrenándose en su cuidado, pero no había calculado su velocidad para escabullirse. ¿Dónde estaría Odo? ¿Sobreviviría? Salí de la mansión sin despedirme. Caminé hasta la parada del bus. La calle estaba silenciosa. Corría un viento ligero que se agradecía por la temperatura que me producía visiones de Madrid derritiéndose. Y me pregunté si en Toulouse habría mapaches.

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