El señor Holohan, vicesecretario de la
sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los
bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de
conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo
para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina
discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney
quien tuvo que resolverlo todo.
La señorita Devlin se transformó en la
señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos,
donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible
de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la
hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su
talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de
desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero
los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse
de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin
embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la
lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la
explanada de Ormond.
Era mucho mayor que ella. Su conversación
adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del
primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un
personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él
sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas
veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa.
Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba
enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies
en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre
modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus
dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro
años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y
música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la
señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
-El bueno de mi marido nos manda a veranear
unas semanas a Skerries.
Y si no era a Skerries era a Howth o a
Greystones.
Cuando el Despertar Irlandés comenzó a
mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al
nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa.
Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a
su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales,
cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un
grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la
calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos
nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano,
todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés.
Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente
para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es
más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se
sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor
Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro
grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de
Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa
y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los
detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el
cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista
acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
Como el señor Holohan era novato en
cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de
programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían
llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas.
Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor
Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre
viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo
sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una
palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!
Y si él se servía, añadía ella:
-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
Todo salió a pedir de boca. la señora
Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para
hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay
ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de
entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se
podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a
ella, se hizo lo que había que hacer.
Los conciertos tendrían lugar miércoles,
jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las
Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos
cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas,
holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo
con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de
los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no,
faltaban veinte minutos para las ocho.
En el camerino, detrás del escenario, le
presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y
le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su
sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado.
Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta
hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El
señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla.
Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al
espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y
media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que
empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo
al público, para decirles:
-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo
que es mejor que empiece la fiesta.
La señora Kearney recompensó su vulgarísima
expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija
para animarla:
-¿Estás lista, tesoro?
Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor
Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le
respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en
dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.
-¡Y con qué artistas! -dijo la señora
Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
El señor Holohan admitió que los artistas
eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros
conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado.
La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el
estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto
todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de
aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin
embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El
concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa
corriendo.
El concierto del jueves tuvo mejor
concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro
estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el
concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía
divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora
Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las
bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos
amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney
se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité
movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un
lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras
iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era
cierto. Sí, era cierto.
-Pero, naturalmente, eso no altera el
contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.
El señor Holohan parecía estar apurado; le
aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a
alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su
hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los
términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o
no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta
del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y
dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó
a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
-¿Y quién es este convidé,
hágame el favor?
Pero sabía que no era digno de una dama
hacerlo: por eso se quedó callada.
El viernes por la mañana enviaron a unos
chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios
especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público
amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La
señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus
sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la
acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su
esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro,
inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como
hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con
ella. Pasó revista a sus planes.
Vino la noche del gran concierto. La señora
Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres
cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que
llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado
de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor
Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres
si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo,
un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne, a quien la
señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita
Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por
ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble
expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y
le respondió:
-¡No, gracias!
La mujercita esperaba que hicieran una
buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró
el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un
suspirito y dijo:
-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como
usted sabe!
La señora Kearney tuvo que regresar al
camerino.
Llegaban los artistas. El bajo y el segundo
tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto,
con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro,
y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores.
De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un
artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un
artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en
el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien
acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena
impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de
distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero
tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte
que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que
competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona
ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros
tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a
dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso
cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:
-¿Estás tú también en el programa?
-Sí -respondió el señor Duggan.
El señor Bell sonrió a su compañero de
infortunios, extendió una mano y le dijo:
-¡Chócala!
La señora Kearney pasó por delante de estos
dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala.
Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el
auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba
sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando
mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la
señorita Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida
atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul
desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn,
soprano.
-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo
Kathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
La señorita Healy tuvo que sonreír. El
señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le
preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama
Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su
partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su
mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en
revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más
fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos
los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la
compañía.
La señora Kearney les llevó a su hija y se
dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras
hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes
y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablar con
usted un momento.
Se fueron a un extremo discreto del
corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El
señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora
Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había
firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo
que eso no era asunto suyo.
-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó
la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no
es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
-Más vale que hable con el señor
Fitzpatrick -dijo el señor Holohan, remoto.
-A mí no me interesa su señor Fitzpatrick
para nada -repitió la señora Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de
que se cumpla.
Cuando regresó al camerino, ligeramente
ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían
tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y
el barítono. Eran un enviado del Freeman y el
señor O'Madden Burke. El enviado del Freeman había
entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una
conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que
debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y
que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y
modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco
flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento
porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero
permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a
él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la
cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar
provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le
despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en
este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las
risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo
quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
-O'Madden Burke va a escribir la nota -le
explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.
-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo
el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar
una cosita antes de irse?
-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.
Los dos hombres atravesaron oscuros
pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de
los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos
señores era el señor O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro
instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo,
balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su
grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el
que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo
ancho y a lo largo.
Mientras el señor Holohan convidaba al
enviado del Freeman,
la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que
pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se
había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su
música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor
Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney
le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban
ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita
Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía
los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había
retrasado.
El señor Holohan y el señor O'Madden Burke
entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que
pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras
hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y
excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a
intervalos:
-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho
guineas.
El señor Holohan señalaba desesperado hacia
la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a
Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba
al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora
Kearney repetía:
-No saldrá si no se le paga.
Después de un breve combate verbal, el
señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la
pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al
barítono:
-¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta
semana?
El barítono no la había visto, pero le
habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El
primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro
que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la
voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.
El ruido del auditorio se había vuelto un
escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor
Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el
estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en
la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a
conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:
-Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos,
el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El
artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la
sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
La primera parte del concierto tuvo mucho
éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney
con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de
pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban
tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo
vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus
quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al
público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente
aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica,
recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue
merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio,
satisfechos.
En todo este tiempo el camerino había sido
un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor
Fitzpatrick, la señorita Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el
señor O'Madden Burke. El señor O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa
exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen
Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le
preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería
opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin
embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con
los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo
que debía hacerse llegado el intermedio.
-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne
-dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle, nada.
En la otra esquina del cuarto estaban la
señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que
recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había
tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en
gastos y así era como le pagaban.
Creían que tendrían que lidiar sólo con una
muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a
mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella
fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su
hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba
a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué
otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían
tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse
al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de
Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
Tan pronto como terminó la primera parte,
el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le
dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera
el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la
segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un
penique.
-No he visto a ese tal comité -dijo la
señora Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con
ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo
el señor Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.
-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a
mí? -preguntó la señora Kearney.
Su cara se veía ahogada por la rabia y
parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
-No exijo más que mis derechos -dijo ella.
-Debía usted tener un poco de decencia
-dijo el señor Holohan.
-Debería yo, ¿de veras?... Y si pregunto
cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
Echó la cabeza atrás para imitar un tono
altanero:
-Debe usted hablar con el secretario. No es
asunto mío. Soi
mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
-Yo creí que era usted una dama -dijo el
señor Holohan, alejándose de ella, brusco.
Después de lo cual la conducta de la señora
Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el
comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y
su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda
parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la
señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La
señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su
acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen
pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en
sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
-¡Busca un coche!
Salió él inmediatamente. La señora Kearney
envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se
detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:
-Todavía no he terminado con usted -le
dijo.
-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.
Kathleen siguió, modosa, a su madre. El
señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que
sentía que la piel le quemaba.
-¡Eso es lo que se llama una mujer
agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!
-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo el
señor O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.