-El ojo del amo -le dijo su
padre, señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados, sin
pestañas, redondo como el ojo de un pájaro-, el ojo del amo engorda el
caballo.
-Sí -dijo el hijo y siguió
sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la gran higuera.
-Entonces -dijo el padre,
siempre con el dedo debajo del ojo-, ve a los trigales y vigila la siega.
El hijo tenía las manos
hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba la espalda de la
camisa de mangas cortas.
-Voy -decía, y no se
movía.
Las gallinas picoteaban
los restos de un higo aplastado en el suelo.
Viendo a su hijo
abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía que su
furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito, mezclaba
abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados, amenazaba
al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas. El hijo del patrón no
se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada clavada
en el suelo y los labios como silbando, como desaprobando semejante
despilfarro de fuerzas.
-El ojo del amo -dijo el
viejo.
-Voy -respondió el hijo y
se alejó sin prisa.
Caminaba por el sendero de
la viña, las manos en los bolsillos, sin levantar demasiado los tacones. El
padre se quedó mirándolo un momento, plantado debajo de la higuera con las
piernas separadas, las grandes manos anudadas a la espalda: varias veces
estuvo a punto de gritarle algo, pero se quedó callado y se puso a mezclar de
nuevo puñados de abono.
Una vez más el hijo iba
viendo los colores del valle, escuchando el zumbido de los abejorros en los
árboles frutales. Cada vez que regresaba a sus pagos, después de languidecer
seis meses en ciudades lejanas, redescubría el aire y el alto silencio de su
tierra como en un recuerdo de infancia olvidado y al mismo tiempo con
remordimiento. Cada vez que venía a su tierra se quedaba como en espera de un
milagro: volveré y esta vez todo tendrá un sentido, el verde que se va
atenuando en franjas por el valle de mis tierras, los gestos siempre iguales
de los hombres que trabajan, el crecimiento de cada planta, de cada rama; la
pasión de esta tierra se adueñará de mí, como se adueñó de mi padre, hasta no
poder despegarme de aquí.
En algunos bancales el
trigo crecía a duras penas en la pendiente pedregosa, rectángulo amarillo en
medio del gris de las tierras yermas, y dos cipreses negros, uno arriba y
otro abajo, que parecían montar guardia. En el trigal estaban los hombres y
las hoces moviéndose; el amarillo iba desapareciendo poco a poco como
borrado, y abajo reaparecía el gris. El hijo del patrón, con una brizna de
hierba entre los dientes, subía por atajos la pendiente desnuda: desde los
trigales los hombres ya lo habían visto subir y comentaban su llegada. Sabía
lo que los hombres pensaban de él: el viejo será loco pero su hijo es tonto.
-Buenas -le dijo U Pé al
verlo llegar.
-Buenas -dijo el hijo del
patrón.
-Buenas -dijeron los
otros.
Y el hijo del patrón
respondió:
-Buenas.
Bien: todo lo que tenían
que decirse estaba dicho. El hijo del patrón se sentó en el borde de un
bancal, las manos en los bolsillos.
-Buenas -dijo una voz
desde el bancal de más arriba: era Franceschina que estaba espigando. Él dijo
una vez más:
-Buenas.
Los hombres segaban en
silencio. U Pé era un viejo de piel amarilla que le caía arrugada sobre los
huesos. U Qué era de edad mediana, velludo y achaparrado; Nanín era joven, un
pelirrojo desgarbado: el sudor le pegaba la camiseta y una parte de la
espalda desnuda aparecía y desaparecía con cada movimiento de la hoz. La
vieja Girumina espigaba, acuclillada en el suelo como una gran gallina negra.
Franceschina estaba en el bancal más alto y cantaba una canción de la radio.
Cada vez que se agachaba se le descubrían las piernas hasta las corvas.
Al hijo del patrón le daba
vergüenza estar allí haciendo de vigilante, erguido como un ciprés, ocioso en
medio de los que trabajaban. «Ahora», pensaba, «digo que me den un momento
una hoz y pruebo un poco.» Pero seguía callado y quieto mirando el terreno erizado
de tallos amarillos y duros de espigas cortadas. De todos modos no sería
capaz de manejar la hoz y haría un triste papel. Espigar: eso sí podía
hacerlo, un trabajo de mujeres. Se agachó, recogió dos espigas, las arrojó en
el mandil negro de la vieja Girumina.
-Cuidado con pisotear
donde todavía no he espigado -dijo la vieja.
El hijo del patrón se
sentó de nuevo en el borde, mordisqueando una brizna de paja.
-¿Más que el año pasado,
este año? -preguntó.
-Menos -dijo U Qué-, cada
año menos.
-Fue- dijo U Pé- la helada
de febrero. ¿Se acuerda de la helada de febrero?
-Sí -dijo el hijo del
patrón. Pero no se acordaba.
-Fue -dijo la vieja
Girumina- el granizo de marzo. En marzo, ¿se acuerda?
-Cayó granizo -dijo el
hijo del patrón, mintiendo siempre.
-Para mí -dijo Nanín- fue
la sequía de abril. ¿Recuerda qué sequía?
-Todo abril -dijo el hijo
del patrón. No se acordaba de nada.
Ahora los hombres habían
empezado a discutir de la lluvia y el hielo y la sequía: el hijo del patrón
estaba fuera de todo ello, separado de las vicisitudes de la tierra. El ojo
del amo. El era sólo un ojo. Pero, ¿para qué sirve un ojo, un ojo solo,
separado de todo? Ni siquiera ve. Claro que si su padre hubiera estado allí
habría cubierto a los hombres de insultos, habría encontrado el trabajo mal
hecho, lento, la cosecha arruinada. Casi se sentía la necesidad de los gritos
de su padre por aquellos bancales, como cuando se ve a alguien que dispara y
se siente la necesidad del estallido en los tímpanos. Él no les gritaría nunca
a los hombres, y los hombres lo sabían, por eso seguían trabajando sin darse
prisa. Sin embargo era seguro que preferían a su padre, su padre que los
hacía sudar, su padre que hacía plantar y recoger el grano en aquellas
cuestas para cabras, su padre que era uno de ellos. Él no, él era un extraño
que comía gracias al trabajo de ellos, sabía que lo despreciaban, tal vez lo
odiaban.
Ahora los hombres
reanudaban una conversación iniciada antes de que él llegara, sobre una mujer
del valle.
-Eso decían -dijo la vieja
Girumina-, con el párroco.
-Sí, sí -dijo U Pé-. El
párroco le dijo: Si vienes te doy dos liras.
-¿Dos liras? -preguntó
Nanín.
-Dos liras -dijo U Pé.
-De las de entonces -dijo
U Qué.
-¿Cuánto serían hoy dos
liras de entonces? -preguntó Nanín.
-No poco -dijo U Qué.
-Caray -dijo Nanín.
Todos reían de la historia
de la mujer; el hijo del patrón también sonrió, pero no entendía bien el
sentido de esas historias, amores de mujeres huesudas y bigotudas y vestidas
de negro.
Franceschina también
llegaría a ser así. Ahora espigaba en el bancal más alto, cantando una
canción de la radio, y cada vez que se agachaba la falda se le subía más,
descubriendo la piel blanca de las corvas.
-Franceschina -le gritó
Nanín-, ¿irías con un cura por dos liras?
Franceschina estaba de pie
en el bancal, con el manojo de espigas apretado contra el pecho.
-¿Dos mil? -gritó.
-Caray, dice dos mi l-dijo
Nanín a los otros, perplejo.
-Yo no voy ni con curas ni
con «civiles» -gritó Franceschina.
-Con militares, ¿sí?
-gritó U Qué.
-Ni con militares
-contestó y se puso a recoger espigas de nuevo.
-Tiene buenas piernas la
Franceschina -dijo Nanín, mirándoselas.
Los otros las miraron y
estuvieron de acuerdo.
-Buenas y rectas -dijeron.
El hijo del patrón las
miró como si no las hubiera visto antes e hizo un gesto de asentimiento. Pero
sabía que no eran bonitas, con sus músculos duros y velludos.
-¿Cuándo haces el servicio
militar, Nanín? -dijo Girumina.
-Hostia, depende de que
quieran examinar otra vez a los eximidos -dijo Nanín-. Si la guerra no
termina, me llamarán a mí también, con mi insuficiencia torácica.
-¿Es cierto que
Norteamérica ha entrado en la guerra? -preguntó U Qué al hijo del patrón.
-Norteamérica -dijo el
hijo del patrón. Tal vez ahora podría decir algo-. Norteamérica y Japón- dijo
y se calló. ¿Qué más podía decir?
-¿Quién es más fuerte:
Norteamérica o Japón?
-Los dos son fuertes -dijo
el hijo del patrón.
-¿Es fuerte Inglaterra?
-Eh, sí, también es
fuerte.
-¿Y Rusia?
-Rusia también es fuerte.
-¿Alemania?
-Alemania también.
-¿Y nosotros?
-Será una guerra larga
-dijo el hijo del patrón-. Una guerra larga.
-Cuando la otra guerra
-dijo U Pé-, había en el bosque una cueva con diez desertores-. Y señaló
arriba, en dirección de los pinos.
-Si dura un poco más -dijo
Nanín- yo digo que nosotros también terminaremos metidos en las cuevas.
-Bah -dijo U Qué-, quién
sabe cómo irá a terminar.
-Todas las guerras
terminan así: al que le toca, le toca.
-Al que le toca le toca
-repitieron los otros.
El hijo del patrón empezó
a subir por los bancales mordisqueando la brizna de paja hasta llegar a
Franceschina. Le miraba la piel blanca de las corvas cuando se inclinaba a
recoger las espigas. Tal vez con ella sería más fácil; se imaginaría que le
hacía la corte.
-¿Vas alguna vez a la
ciudad, Franceschina? -le preguntó. Era un modo estúpido de iniciar una
conversación.
-A veces bajo los domingos
por la tarde. Si hay feria, vamos a la feria, si no, al cine.
Había dejado de trabajar.
No era eso lo que él quería; ¡si su padre lo viera! En vez de montar la
guardia, hacía hablar a las mujeres que trabajaban.
-¿Te gusta ir a la ciudad?
-Sí, me gusta. Pero en el
fondo, por la noche, cuando vuelves, qué te ha quedado. El lunes, vuelta a
empezar, y te fue como te fue.
-Claro -dijo él mordiendo
la brizna.
Ahora había que dejarla en
paz, si no, no volvería a trabajar. Dio media vuelta y bajó.
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miércoles, 11 de junio de 2014
ITALO CALVINO y su cuento "El ojo del amo".
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