Era domingo por la mañana en lo más hermoso de la
primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su
habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera
que se extendían a lo largo del río en forma de hilera, y que sólo se
distinguían entre sí por la altura y el color. Acababa de terminar una carta a
un amigo de su juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con
lentitud juguetona y miró luego por la ventana, con el codo apoyado sobre el
escritorio, hacia el río, el puente y las colinas de la otra orilla con su
color verde pálido.
Reflexionó sobre cómo este amigo, descontento de su éxito en su ciudad
natal, había literalmente huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio
en San Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que desde
hacía tiempo parecía haberse estancado, tal como había lamentado el amigo en
una de sus cada vez más infrecuentes visitas.
De este modo se mataba inútilmente trabajando en el extranjero, la
extraña barba sólo tapaba con dificultad el rostro bien conocido desde los años
de la niñez, rostro cuya piel amarillenta parecía manifestar una enfermedad en
proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una auténtica relación con la
colonia de sus compatriotas en aquel lugar y apenas relación social alguna con
las familias naturales de allí y, en consecuencia, se hacía a la idea de una
soltería definitiva.
¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se
había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía
ayudar? ¿Se le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí
su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo
cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los
amigos? Pero esto no significaba otra cosa que decirle al mismo tiempo, con
precaución, y por ello hiriéndolo aún más, que sus esfuerzos hasta ahora habían
sido en vano, que debía, por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y
aceptar que todos, con los ojos muy abiertos de asombro, lo mirasen como a
alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él
era como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a los amigos que se
habían quedado en casa y que habían tenido éxito.
¿E incluso entonces era seguro que tuviese sentido toda la amargura que
había que causarle? Quizá ni siquiera se consiguiese traerlo a casa, él mismo
decía que ya no entendía la situación en el país natal, y así permanecería, a
pesar de todo, en su extranjero, amargado por los consejos y un poco más
distanciado de los amigos. Pero si siguiera realmente el consejo y aquí se le
humillase, naturalmente no con intención sino por la forma de actuar, no se
encontraría a gusto entre sus amigos ni tampoco sin ellos, se
avergonzaría y entonces no tendría de verdad ni hogar ni amigos. En estas
circunstancias ¿no era mejor que se quedase en el extranjero tal como estaba?
¿Podría pensarse que en tales circunstancias saldría realmente adelante aquí?
Por estos motivos, y si se quería mantener la relación epistolar con él,
no se le podían hacer verdaderas confidencias como se le harían sin temor al
conocido más lejano. Hacía más de tres años que el amigo no había estado en su
país natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante la
inseguridad de la situación política en Rusia, que, en consecuencia, no
permitía la ausencia de un pequeño hombre de negocios mientras que cientos de
miles de rusos viajaban tranquilamente por el mundo. Pero precisamente en el
transcurso de estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg. Sobre
la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la cual Georg vivía con
su anciano padre en la misma casa, había tenido noticia el amigo, y en una
carta había expresado su pésame con una sequedad que sólo podía tener su origen
en el hecho de que la aflicción por semejante acontecimiento se hacía
inimaginable en el extranjero. Ahora bien, desde entonces, Georg se había
enfrentado al negocio, como a todo lo demás, con gran decisión. Quizá el padre,
en la época en que todavía vivía la madre, lo había obstaculizado para llevar a
cabo una auténtica actividad propia, por el hecho de que siempre quería hacer
prevalecer su opinión en el negocio. Quizá desde la muerte de la madre, el
padre, a pesar de que todavía trabajaba en el negocio, se había vuelto más
retraído. Quizá desempeñaban un papel importante felices casualidades, lo cual
era incluso muy probable; en todo caso, el negocio había progresado
inesperadamente en estos dos años, había sido necesario duplicar el personal,
las operaciones comerciales se habían quintuplicado, sin lugar a dudas tenían
ante sí una mayor ampliación.
Pero el amigo no sabía nada de este cambio. Anteriormente, quizá por
última vez en aquella carta de condolencia, había intentado convencer a Georg
de que emigrase a Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que se
ofrecían precisamente en el ramo comercial de Georg. Las cifras eran mínimas
con respecto a las proporciones que había alcanzado el negocio de Georg. Él no
había querido contarle al amigo sus éxitos comerciales y si lo hubiese hecho
ahora, con posterioridad, hubiese causado una impresión extraña.
Es así cómo Georg se había limitado a contarle a su amigo cosas sin
importancia de las muchas que se acumulan desordenadamente en el recuerdo
cuando se pone uno a pensar en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que
mantener intacta la imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su
ciudad natal durante el largo período de tiempo, y con la cual se había
conformado. Fue así como Georg, en tres cartas bastante distantes entre sí,
informó a su amigo acerca del compromiso matrimonial de un señor cualquiera con
una muchacha cualquiera, hasta que, finalmente, el amigo, totalmente en contra
de la intención de Georg, comenzó a interesarse por este asunto.
Georg prefería contarle estas cosas antes que confesarle que era él
mismo quien hacía un mes se había prometido con la señorita Frieda Brandenfeld,
una joven de familia acomodada. Con frecuencia hablaba con su prometida de
este amigo y de la especial relación epistolar que mantenía con él.
-Entonces no vendrá a nuestra boda -decía ella-, y yo tengo derecho a
conocer a todos tus amigos.
-No quiero molestarlo -contestaba Georg-, entiéndeme, probablemente
vendría, al menos así lo creo, pero se sentiría obligado y perjudicado, quizá
me envidiaría y seguramente, apesadumbrado e incapaz de prescindir de esa
pesadumbre, regresaría solo, solo ¿sabes lo que es eso?
-Bueno, ¿no puede enterarse de nuestra boda por otro camino?
-Sin duda no puedo evitarlo, pero es improbable dada su forma de vida.
-Si tienes esa clase de amigos, Georg, nunca debiste comprometerte.
-Sí, es culpa de ambos, pero incluso ahora no desearía que fuese de otra
forma.
Y si ella, respirando precipitadamente entre sus besos, alegaba todavía:
-La verdad es que sí que me molesta.
Entonces era realmente cuando él consideraba inofensivo contarle todo al
amigo.
-Así soy y así tiene que aceptarme -se decía-. No pienso convertirme en
un hombre a su medida, hombre que quizá fuese más apropiado a su amistad de lo
que yo lo soy.
Y, efectivamente, en la larga carta que había escrito este domingo por
la mañana, informaba a su amigo del compromiso que se había celebrado, con las
siguientes palabras: "Me he reservado la novedad más importante para el
final. Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha
perteneciente a una familia acomodada que se estableció aquí mucho tiempo
después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya habrá oportunidad de
contarte más detalles acerca de mi prometida, baste hoy con decirte que soy muy
feliz y que en nuestra mutua relación sólo ha cambiado el hecho de que tú, en
lugar de tener en mí un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás
en mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá próximamente,
una amiga leal, lo que no deja de tener importancia para un soltero. Sé que
muchas cosas te impiden hacernos una visita, pero ¿acaso no sería precisamente
mi boda la mejor oportunidad de echar por la borda, al menos por una vez, todos
los obstáculos? Pero, sea como sea, actúa sin tener en cuenta todo lo demás y
según tu buen criterio".
Georg había permanecido mucho tiempo sentado en su escritorio con la
carta en la mano y el rostro vuelto hacia la ventana. Con una sonrisa ausente
había apenas contestado a un conocido que, desde la calle, lo había saludado al
pasar.
Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través de un corto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía, por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía contacto con él en el negocio; comían juntos en una casa de comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero después la mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o, como ahora, fuese a ver a su novia.
Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través de un corto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía, por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía contacto con él en el negocio; comían juntos en una casa de comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero después la mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o, como ahora, fuese a ver a su novia.
Georg se extrañó de lo oscura que estaba la habitación del padre incluso
en esta mañana soleada, tal era la sombra que proyectaba la alta pared que se
elevaba al otro lado del estrecho patio. El padre estaba sentado ante la
ventana, en un rincón adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el
periódico, que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual intentaba
contrarrestar una cierta falta de visión. Sobre la mesa estaban aún los restos
del desayuno, del que no parecía haber comido mucho.
-¡Ah Georg! -exclamó el padre, e inmediatamente se dirigió hacia él. Su
pesada bata se abría al andar y los bajos revoloteaban a su alrededor.
"Mi padre sigue siendo un gigante", se dijo Georg.
-Esto está insoportablemente oscuro -dijo a continuación.
-Sí, sí que está oscuro -contestó el padre.
-¿También has cerrado la ventana?
-Lo prefiero así.
-Afuera hace bastante calor -dijo Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.
-Afuera hace bastante calor -dijo Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.
El padre retiró la vajilla del desayuno y la colocó sobre una cómoda.
-La verdad es que sólo quería decirte -continuó Georg, que seguía los
movimientos del anciano totalmente aturdido- que, por fin, he informado a San
Petersburgo de mi compromiso.
Sacó un poco la carta del bolsillo y la dejó caer dentro de nuevo.
-¿Cómo que a San Petersburgo? -preguntó el padre.
-Sí, a mi amigo -dijo Georg, y buscó los ojos del padre.
"En el negocio es completamente distinto", pensó.
"¡Cuánto sitio ocupa ahí sentado y cómo se cruza de brazos!"
-Sí, claro, a tu amigo -dijo el padre recalcándolo.
-Ya sabes, padre, que en un principio quería silenciar mi compromiso.
Por consideración, por ningún otro motivo. Tú ya sabes que es una persona
difícil. Puede enterarse de mi compromiso por otros cauces, me dije, y si bien
esto apenas es probable dada su solitaria forma de vida, yo no puedo evitarlo,
pero por mí mismo no debe enterarse.
-¿Y ahora has cambiado de opinión? -preguntó el padre.
Puso el periódico en el antepecho de la ventana y sobre el periódico las
gafas que tapaba con las manos.
-Sí, ahora he cambiado de opinión. Si verdaderamente se trata de un buen
amigo, me he dicho, entonces mi feliz compromiso es también para él motivo de
alegría y por eso no he dudado más en comunicárselo. Sin embargo, antes de
echar la carta quería decírtelo.
-Georg -dijo el padre, y estiró la boca sin dientes-, escucha por
una vez. Has venido a mí por este asunto, para discutirlo conmigo. Esto te
honra sin duda alguna, pero no sirve para nada, y menos aún que para nada, si
no me dices ahora mismo toda la verdad. No quiero traer a colación cosas que
nada tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida madre han
ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les llegue su turno, y
quizá antes de lo que pensamos. En el negocio se me escapan algunas cosas,
quizá no se me oculten, ahora no quiero en modo alguno alimentar la sospecha de
que se me ocultan, ya no estoy lo suficientemente fuerte, me falla la memoria,
ya no puedo abarcar tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en
segundo lugar, la muerte de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero ya
que estamos tratando de este asunto de la carta, te pido, Georg, que no me
engañes. Es una pequeñez, no merece la pena, así pues, no me engañes. ¿Tienes
de verdad ese amigo en San Petersburgo?
Georg se levantó desconcertado.
-Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos no sustituyen a mi padre.
¿Sabes lo que creo?, que no te cuidas lo suficiente, pero los años exigen sus
derechos. En el negocio eres indispensable para mí, bien lo sabes tú, pero si
el negocio amenaza tu salud mañana mismo lo cierro para siempre. Esto no puede
seguir así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para ti, pero desde el
principio. Estás sentado aquí en la oscuridad y en el cuarto de estar tendrías
buena luz. Tomas un par de bocados del desayuno en lugar de comer como es
debido. Estás sentado con las ventanas cerradas y el aire fresco te
sentaría bien. ¡No, padre mío! Iré a buscar al médico y seguiremos sus
prescripciones Cambiaremos las habitaciones. Tú te trasladarás a la habitación
de delante y yo a ésta. No supondrá una alteración para ti, todo se llevará
allí Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito, necesitas
tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte, ya verás cómo sé
hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente a la habitación de delante y
allí te acuestas provisionalmente en mi cama? La verdad es que esto sería lo
más sensato.
Georg estaba de pie justo al lado de su padre, que había dejado caer
sobre el pecho su cabeza de blancos y despeinados cabellos.
-Georg -dijo el padre en voz baja y sin moverse.
Georg se arrodilló inmediatamente junto al padre, vio las enormes
pupilas en su cansado rostro dirigidas hacia él desde las comisuras de los
ojos.
-No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Tú has sido siempre un
bromista y tampoco has hecho una excepción conmigo. ¡Cómo ibas a tener un amigo
precisamente allí! No puedo creerlo de ninguna manera.
-Padre, haz memoria una vez más -dijo Georg, levantó al padre del sillón
y le quitó la bata, estaba allí tan débil-, pronto hará ya tres años que mi
amigo estuvo en casa de visita. Recuerdo todavía que no te hacía demasiada
gracia. Al menos dos veces te oculté su presencia, a pesar de que en esos
momentos se hallaba precisamente en mi habitación. Yo podía comprender bien tu
animadversión hacia él, mi amigo tiene sus manías, pero después conversaste
agradablemente con él. En aquellos momentos me sentía tan orgulloso de que lo
escuchases, asintieses y preguntases... Si haces memoria tienes que acordarte.
Él contó entonces historias increíbles de la revolución rusa. Cómo, por
ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un balcón a un
sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre en la palma de la mano,
la levantó e invocó con ella a la multitud. Tú mismo has contado de vez en
cuando esta historia.
Mientras tanto Georg había conseguido sentar al padre y quitarle
cuidadosamente el pantalón de punto que llevaba encima de los calzoncillos de
lino, así como los calcetines. Al ver la ropa, que no estaba precisamente
limpia, se hizo reproches por haber descuidado al padre. Seguro que también
formaba parte de sus obligaciones el cuidar de que el padre se cambiase de
ropa. Todavía no había hablado expresamente con su prometida de cómo iban a
organizar el futuro del padre, porque tácitamente habían supuesto que él se
quedaría solo en el piso viejo. Sin embargo, ahora se decidió, de repente y con
toda firmeza, a llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado, casi daba la
impresión de que el cuidado que el padre iba a recibir allí podría llegar
demasiado tarde.
Llevó al padre en brazos a la cama. Una terrible sensación se apoderó de
él cuando, a lo largo de los pocos pasos hasta ella, notó que su padre
jugueteaba con la cadena del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a
la cadena del mismo, que no pudo acostarlo inmediatamente. Apenas se encontró
en la cama, todo pareció volver de nuevo a la normalidad. Se tapó solo y se
cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No miraba a Georg precisamente con
hostilidad.
-¿Verdad que ya te acuerdas de él? -preguntó Georg, y asintió con la
cabeza haciendo un gesto alentador.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el padre como si no pudiese asegurarse él
mismo de que sus pies se encontraban tapados.
-Así es que te gusta estar en la cama -dijo Georg, y colocó mejor el
cobertor a su alrededor.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el padre de nuevo, y pareció prestar
especial atención a la respuesta.
-Estate tranquilo, estás bien tapado.
-¡No! -gritó el padre de tal forma que la respuesta chocó contra la
pregunta, echó hacia atrás el cobertor con una fuerza tal que por un momento
quedó extendido en el aire, y se puso de pie sobre la cama. Sólo con una mano
se apoyaba ligeramente en el techo.
-Querías taparme, lo sé, retoño mío, pero todavía no estoy tapado, y
aunque sea la última fuerza es suficiente para ti, demasiada para ti. ¡Claro
que conozco a tu amigo! Sería el hijo que desea mi corazón, por eso también lo
has engañado durante todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso crees que no he
llorado por él? Precisamente por eso te encierras en tu oficina: "el jefe
está ocupado, no se le puede molestar". Sólo para poder escribir tus
falsas cartitas a Rusia. Pero, afortunadamente, nadie tiene que dar lecciones
al padre sobre cómo adivinar las intenciones del hijo. De la misma manera que
ahora has creído haberlo subyugado, subyugado de tal forma que podrías sentarte
con tu trasero sobre él y él no se movería, en ese momento mi señor hijo ha decidido
casarse.
Georg levantó la mirada hacia el espectro de su padre. El amigo de San
Petersburgo, a quien de repente el padre conocía tan bien, se apoderaba de él
como nunca hasta ahora. Lo vio perdido en la lejana Rusia. Lo vio en la puerta
del negocio vacío y desvalijado, entre las ruinas de las estanterías, entre los
géneros hechos jirones, entre los tubos de gas que estaban caídos... y él
permanecía todavía erguido. ¿Por qué había tenido que irse tan lejos?
-¡Pero mírame -gritó el padre-. Georg corrió, casi distraído, hacia la
cama, con la intención de comprenderlo todo, pero se quedó parado a mitad de
camino.
-Porque ella se ha levantado las faldas -comenzó a hablar el padre-,
porque se ha levantado así las faldas de cerda asquerosa -y para expresarlo
plásticamente se levantó el camisón tan alto que se veía sobre el muslo la
cicatriz de sus años de guerra-, porque se ha levantado así, y así las faldas,
te has acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que nadie molestase,
has profanado la memoria de nuestra madre, has traicionado al amigo y has
metido en la cama a tu padre para que no se pueda mover, pero ¿puede moverse o
no?
Permanecía en pie sin apoyo alguno y lanzaba las piernas en todas las
direcciones. Sonreía con entusiasmo al comprenderlo todo.
Georg estaba de pie en un rincón lo más lejos posible del padre. Desde
hacía un rato había decidido firmemente observarlo todo con exactitud, para no
ser indirectamente sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba.
Entonces se acordó de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió a
olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo de una aguja.
-No obstante el amigo no ha sido todavía traicionado -gritó el padre, y
lo corroboraba su índice movido de acá para allá- yo era su representante en
este lugar.
Georg no pudo evitar gritar:
-¡Comediante!
Reconoció inmediatamente el daño y, demasiado tarde, los ojos fijos, se
mordió la lengua hasta doblarse de dolor.
-¡Sí, por supuesto que he representado una comedia! ¡Comedia! ¡Buena
palabra! ¿Qué otro consuelo le quedaba al anciano padre viudo? Dime, y durante
el momento que dure la respuesta sé todavía mi hijo vivo. ¿Qué otra salida me
quedaba en mi habitación interior, perseguido por un personal infiel, viejo
hasta los huesos? Y mi hijo iba con júbilo por la vida, ultimaba negocios que
yo había preparado, se retorcía de la risa y pasaba ante su padre con el
reservado rostro de un hombre de honor. ¿Crees tú que yo no te hubiese querido,
yo, de quien saliste tú?
"Ahora se inclinará hacia delante", pensó Georg, "¡si se
cayese y se estrellase!" Esta palabra le pasó por la cabeza como una
centella.
El padre se echó hacia delante, pero no se cayó. Puesto que Georg no se
acercaba como había esperado, se irguió de nuevo.
-¡Quédate donde estás, no te necesito! Piensas que tienes todavía la
fuerza suficiente para venir aquí, y solamente te contienes porque así lo
deseas, ¡No te equivoques! Todavía soy el más fuerte, ¡Yo solo habría tenido
quizá que retirarme, pero tu madre me ha dado su fuerza, con tu amigo me alié
maravillosamente y a tu clientela la tengo aquí en el bolsillo!
-¡Incluso en el camisón tiene bolsillos! -se dijo Georg, y creyó que con
esta observación podría hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó en
esto sólo durante un momento, porque inmediatamente volvía a olvidarlo todo.
-¡Cuélgate del brazo de tu novia y ven hacia mí! ¡La barro de tu lado y
no sabes cómo!
Georg hacía muecas como si no pudiese creerlo. El padre sólo asentía con
la cabeza, ratificando la verdad de lo que decía y dirigiéndose al rincón en
que se encontraba Georg.
-¡Cómo me has divertido hoy cuando has venido y me has preguntado si
debías contarle a tu amigo lo del compromiso! ¡Si lo sabe todo, estúpido, lo
sabe todo! Yo le escribía porque olvidaste quitarme las cosas para escribir.
Por eso ya no viene desde hace años, lo sabe todo cien veces mejor que tú
mismo, tus cartas las arruga con la mano izquierda sin haberlas leído, mientras
que con la derecha se pone delante mis cartas para leerlas.
De puro entusiasmo agitaba el brazo por encima de la cabeza.
-¡Lo sabe todo mil veces mejor! -gritó.
-Diez mil veces -dijo Georg con la intención de burlarse de su padre,
pero todavía en su boca estas palabras adquirieron un tono profundamente serio.
-¡Desde hace años estoy a la espera de que me vengas con esa pregunta!
¿Crees que me preocupa alguna otra cosa? ¿Crees que leo periódicos? ¡Mira! -Y
tiró a Georg un periódico que, de alguna forma, había ido a parar a su cama. Un
periódico viejo con un nombre que a Georg le era completamente desconocido.
-¡Cuánto tiempo has tardado en llegar a la madurez! Tuvo que morir tu
madre, no llegó a ver el día de júbilo. El amigo perece en su Rusia, ya hace
tres años estaba amarillo de muerte, y yo, ya ves cómo me va a mí, para eso
tienes ojos.
-Entonces me has espiado -gritó Georg.
El padre, en tono compasivo e incidental, dijo:
-Probablemente eso querías haberlo dicho antes, ahora ya no viene a
cuento -y en voz más alta-: Ahora ya sabes lo que había además de ti, hasta
ahora no sabías más que de ti mismo. Lo cierto es que fuiste un niño inocente,
pero aún más ciertamente fuiste un hombre diabólico. Por eso has de saber que
yo te condeno a morir ahogado.
Georg se sintió como expulsado de la habitación, el golpe con el que el
padre a su espalda había caído sobre la cama resonaba todavía en sus oídos. En
la escalera, por cuyos escalones bajaba tan de prisa como si se tratase de una
rampa inclinada, sorprendió a la criada que estaba a punto de subir para
arreglar el piso.
-¡Jesús! -gritó, y se tapó la cara con el delantal, pero él ya se había
ido.
Salió del portal de un salto, el agua lo atraía por encima de la
calzada. Ya se asía firmemente a la baranda como un hambriento a la comida. Saltó
por encima como el excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido
en sus años juveniles. Todavía seguía sujeto con las manos, débilmente. cuando
divisó entre las barras de la baranda un ómnibus que cubriría con facilidad el
ruido de su caída. Exclamó en voz baja: "Queridos padres, a pesar de todo
siempre los he querido", y se dejó caer.
En ese momento atravesaba el puente un tráfico verdaderamente
interminable.
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