El
arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo
buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias
que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco
se deslizaba sin la menor oscilación.
Algunos
peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños
grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de
un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y
en el centro a un mujik1 que hablaba señalando un punto del
horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.
Se
detuvo el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el
mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Se acercó el arzobispo
al grupo y aplicó el oído. Al verlo, el mujik se quitó el gorro y enmudeció.
Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.
-No
se violenten, hermanos míos -dijo este último-. He venido para oír también lo
que contaba el mujik.
-Pues
bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños -dijo un comerciante
menos intimidado que los otros del grupo.
-¡Ah!...
¿Qué es lo que cuenta? -preguntó el arzobispo.
Al
decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.
-Habla
-añadió dirigiéndose al mujik-, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas,
hijo mío?
-El
islote de allá abajo -repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el
horizonte-. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por
la salvación de sus almas.
-¿Pero
dónde está ese islote? -preguntó el arzobispo.
-Dígnese
mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un
poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.
El
arzobispo miraba atentamente y, como el sol hacía brillar el agua, no veía nada
por la falta de costumbre.
-No
distingo nada -dijo-. Pero ¿quiénes son esos ermitaños y cómo viven?
-Son
hombres de Dios -respondió el campesino-. Hace mucho tiempo que oí hablar de
ellos, pero nunca tuve ocasión de verlos hasta el verano último.
El
pescador volvió a comenzar su relato. Un día que iba de pesca fue arrastrado
por el temporal hacia aquel islote desconocido. Por la mañana caminaba cuando
distinguió una pequeñísima cabaña y cerca de ella un ermitaño, al que siguieron
a poco otros dos. Al ver al mujik le dieron de comer, pusieron sus ropas a
secar y lo ayudaron a reparar su barca.
-¿Y
cómo son? -preguntó el arzobispo.
-Uno
de ellos es pequeño, encorvado y viejísimo. Viste una sotana raída y parece
tener más de cien años. Los blancos pelos de su barba empiezan a hacerse
verdosos. Es sonriente y sereno como un ángel del cielo. El segundo, un poco
más alto, lleva un capote desgarrado, y su larga barba gris tiene reflejos
amarillos. Es un hombre tan vigoroso, que volvió mi barca boca abajo como si
fuera una cáscara de nuez, sin darme tiempo ni a que lo ayudase. También está
siempre contento. El tercero es muy alto: su barba, de la blancura del cisne,
le llega hasta las rodillas; es hombre melancólico, tiene las cejas erizadas y
sólo lleva para cubrir su desnudez un pedazo de tela hecho de corteza trenzada
y sujeto a la cintura.
-¿Y
qué te dijeron? -interrogó el prelado.
-¡Oh!
Hablaban muy poco, aun entre ellos. Con una sola mirada se entendían
inmediatamente. Yo pregunté al más alto si vivían allí desde hace mucho tiempo
y él frunció las cejas y murmuró no sé qué en tono de enfado; pero el pequeño
le cogió la mano sonriendo y el alto enmudeció. El viejecito dijo solamente:
"-Haznos
el favor...
"Y
sonrió."
Mientras
el pescador hablaba, el buque se había aproximado a un grupo de islas.
-Ahora
se ve perfectamente el islote -dijo el comerciante-. Dígnese mirar Vuestra
Grandeza -añadió extendiendo la mano.
El
arzobispo miró una faja gris: era el islote. Quedó fijo durante largo tiempo, y
luego, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
-¿Qué
islote es ese que se ve allá abajo?
-No
tiene nombre, hay muchos como ese por aquí.
-¿Es
cierto que en él, según se dice, están los ermitaños dedicados a trabajar por
su salvación eterna?
-Así
se dice, pero ignoro si es verdad. Los pescadores aseguran haberlos visto, pero
también ocurre que se habla sin saber lo que se dice.
-Yo
querría desembarcar en ese islote para ver a los ermitaños -dijo el prelado-.
¿Puede hacerse?
-No
podemos acercarnos con el buque -repuso el piloto-. Hace falta para eso la
canoa, y sólo el capitán puede autorizar que la botemos al agua.
Se
avisó al capitán.
-Desearía
ver a los ermitaños -le dijo el arzobispo-. ¿Podría llevarme allá?
El
capitán trató de disuadirlo de su propósito.
-Es
muy fácil -dijo- pero vamos a perder mucho tiempo. Casi me atrevería a decir a
Vuestra Grandeza que no valen la pena de ser vistos. He oído decir que esos
viejos son unos estúpidos, no comprenden lo que se les dice y en punto a hablar
saben menos que los peces.
-Pues
a pesar de todo deseo verlos; pagaré lo que sea, pero disponga que me lleven a
donde se encuentran.
Ya no
había nada que decir. Se hicieron los preparativos necesarios, se cambiaron las
velas, el piloto viró de bordo y se singló hacia la isla. Se colocó a proa una
silla para el arzobispo que, sentado en ella, miraba el horizonte, y todos los
pasajeros se reunieron a proa para ver también el islote de los ermitaños. Los
que tenían buena vista distinguían ya las piedras de la isla y mostraban a los
demás la pequeña cabaña. Bien pronto uno de ellos vio a los tres ermitaños.
El
capitán trajo el anteojo y miró, entregándoselo en seguida al arzobispo.
-Es
verdad -dijo-, a la derecha, junto a una gran piedra, se ven tres hombres.
A su
vez el arzobispo enfocó el anteojo en la dirección indicada y vio, en efecto, a
tres hombres, uno muy alto, otro más bajo y el último pequeñito. De pie, junto
a la orilla, estaban cogidos de la mano.
El
capitán dijo al prelado:
-Aquí
tiene que detenerse el buque. Ahora, si quiere Vuestra Grandeza, debe bajar a
la canoa y anclaremos para esperarlo.
Se
echó el ancla, se cargaron las velas y el buque comenzó a oscilar. Fue botada
al agua la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo bajó por la
escala.
Una
vez abajo, se sentó sobre un banco a popa, y los marineros, a golpes de remo,
se dirigieron al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se veía
perfectamente a los tres ermitaños: una muy alto, casi desnudo, salvo un pedazo
de tela atado a la cintura y formado de cortezas entretejidas; otro más bajo,
con su caftán desgarrado, y luego el más viejo, encorvado y vestido con sotana.
Los tres estaban cogidos de la mano.
Llegó
la canoa a la ribera, saltó a tierra el arzobispo, bendijo a los ermitaños, que
se deshacían en saludos, y les habló de este modo:
-He
sabido que aquí trabajan por la eterna salvación, ermitaños de Dios, que ruegan
a Cristo por el prójimo; y como, por la gracia del Altísimo, yo, su servidor
indigno, he sido llamado a apacentar sus ovejas, he querido visitarlos, puesto
que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.
Los
ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.
-Díganme
cómo sirven a Dios -continuó el arzobispo.
El
ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito.
El
gran ermitaño hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo.
Éste
sonrió y dijo:
-Servidor
de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando
nuestro sustento.
-Entonces
¿cómo rezan? -preguntó el prelado.
-He aquí
nuestra plegaria: "Tú eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu
gracia".
En
cuanto el viejecito hubo pronunciado estas palabras, los tres ermitaños
elevaron su mirada al cielo y repitieron:
-Tú
eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu gracia.
Sonrió
el arzobispo y dijo:
-Sin
duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que
rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser
gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. No es así como se debe
rezar: escúchenme, porque voy a enseñarles. Lo que van a oír está en la Sagrada
Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a
Él.
Y el
arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a hombres, y les explicó el Dios Padre,
el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Luego añadió:
-El
Hijo de Dios bajó a la tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo nos
enseñó a todos a rezar: escuchen y repitan conmigo.
Y el
arzobispo comenzó:
-Padre
Nuestro...
Y uno
de los ermitaños repitió:
-Padre
Nuestro...
Y el
segundo ermitaño repitió también:
-Padre
Nuestro...
Y el
tercer ermitaño dijo asimismo:
-Padre
Nuestro...
-Que
estás en los Cielos...
Y los
ermitaños repitieron:
-Que
estás en los Cielos...
Pero
el ermitaño que se hallaba entre sus hermanos se equivocaba y decía una palabra
por otra; el gran ermitaño no pudo continuar porque los bigotes le tapaban la
boca, y el viejecito, como no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
Volvió
a empezar el arzobispo la plegaria y los ermitaños a repetirla. Se sentó el
prelado sobre una piedra y los ermitaños formaron círculo a su alrededor,
mirándolo a la boca y repitiendo todo cuanto decía.
Durante
todo el día, hasta la noche, el prelado batalló con ellos diez, veinte, cien
veces, repitiendo la misma palabra y con él los ermitaños. Se embrollaban, él
los corregía y volvían a empezar.
El
arzobispo no dejó a los ermitaños hasta que les hubo enseñado la plegaria
divina. La repitieron con él, y luego solos. Como el ermitaño de en medio la
aprendiera antes que los otros, la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la
hizo repetir varias veces y los otros dos lo imitaron.
Ya
comenzaba a oscurecer y la luna surgía del mar cuando el arzobispo se levantó
para volverse al buque. Se despidió de los ermitaños, que lo saludaron hasta el
suelo, los hizo incorporarse, los besó a los tres, les recomendó que rogasen
como les había dicho, se sentó sobre el banco de la canoa y se dirigió hacia el
barco.
Mientras
bogaban, seguía oyendo a los ermitaños que recitaban en voz alta la plegaria de
Dios.
Pronto
llegó el esquife junto al buque; ya no se oía la voz de los ermitaños, pero aún
se les veía a los tres, a la luz de la luna, en la orilla, el viejecito en
medio, el más alto a su derecha y el otro a su izquierda.
El
arzobispo llegó al barco y subió al puente. Levaron anclas, largaron las velas,
que el viento hinchó, y el buque se puso en movimiento, continuando el
interrumpido viaje.
Se
instaló a popa el prelado y allí se sentó, siempre con la vista fija en el
islote. Aún se veía a los tres ermitaños. Luego desaparecieron y no se vio más
que la isla. Pronto esta misma se perdió en lontananza y sólo se veía el mar
brillando a la luz de la luna.
Se
acostaron los peregrinos y todo enmudeció en el puente; pero el arzobispo no
quiso dormir aún. Solo en la popa, miraba al mar en la dirección del islote y
pensaba en los buenos ermitaños. Recordaba la alegría que experimentaron al
aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de
aquellos hombres venerables, para enseñarles la palabra divina.
Así
pensaba el arzobispo, con los ojos fijos en el mar, cuando de pronto vio
blanquear algo y lucir en la estela luminosa de la luna. ¿Sería una gaviota o
una vela blanca? Mira más atentamente y se dice: de fijo es una barca con una
vela, que nos sigue. ¡Pero qué rápidamente marcha! Hace un instante estaba
lejos, muy lejos, y hela aquí ya muy cerca. Además, es una barca como no se ve
ninguna y una vela que no parece tal...
Sin
embargo, aquello los persigue y el arzobispo no puede distinguir qué cosa es.
¿Será un barco, un pájaro, un pez? También parece un hombre, pero es más grande
que un hombre, y además, un ser humano no podría andar sobre el agua.
Se
levantó el arzobispo, fue a donde estaba el piloto y le dijo:
-¡Mira!
¿Qué es eso?
Pero
en aquel momento ve que son los ermitaños que corren sobre el mar y se acercan
al buque. Sus blancas barbas despiden brillante fulgor.
Al
volverse el piloto deja la barra espantado y grita:
-¡Señor!,
los ermitaños nos persiguen sobre el mar y corren sobre las olas como sobre el
suelo.
Al
oír estos gritos se levantaron los pasajeros y se precipitaron hacia la borda,
viendo todos correr a los ermitaños, teniéndose unos a otros de la mano, y a
los de los extremos hacer señas de que se detuviera el barco.
Aún
no se había tenido tiempo de parar cuando alcanzaron el buque, llegaron junto a
él y levantando los ojos dijeron:
-Servidor
de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos
repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber cesado de repetirlo se
nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.
El
arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:
-¡La
plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No
soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!
Y el
arzobispo los saludó con veneración. Los ermitaños permanecieron un momento
inmóviles, luego se volvieron y se alejaron rápidamente sobre el mar.
Y
hasta el alba se vio una gran luz del lado por donde habían desaparecido.