Escritor Miguel Ruiz Effio
DERECHOS DE
AUTOR
Sentado frente a la máquina de escribir, acepto con
resignación lo que parece ser mi ineludible destino. Cuánto diera por estar en
otra piel, por soñar lo que sueña el común de los mortales, pero está escrito
que mi vida sea esta pesadilla, esta inexplicable apropiación de recuerdos
ajenos. Ahora mismo soy un usurpador de la suerte de los hombres; ahora es
Gabriel, después... Escribo sin convicción, y desfilan por mi mente imágenes de
aquellas películas del oeste en las que el héroe se lanza sin miedo sobre el
lomo de un caballo desbocado, para tratar de controlarlo. Soy como él, en
cierto modo. Pero yo sí tengo miedo: miedo de lo que pase después, miedo de que
esto no acabe aquí. Escribo dos palabras, pero dudo, me arrepiento de empezar;
finalmente anoto Subió lentamente al ómnibus: casi mecánicamente revisó los
bolsillos de su saco hasta encontrar su boleto, allí leyó LIMA-CHICLAYO. Por
unos segundos pienso en acabar todo (son las dos de la mañana, esto es una
locura) e irme a dormir, pero el sueño no es una puerta de escape; es como si
tuviera frente a mí un mazo de cartas y cada día descubriera una, sin saber si
será roja o negra, o de espadas, o de corazones, o algo peor. Continúo: Se
sentó junto a la ventanilla, para poder fumar; sé muy bien que cada palabra que
elija tiene que ser la correcta, de algún modo hay un camino que tengo que
encontrar, zonas que no debo pisar, como en el juego del Buscaminas. Cómo es
posible que esto esté pasando; cuánto diera por estar en otra piel, cuánto
diera por dormir y no soñar, no sentir, no pensar...
1
Todo empezó hace un año, una noche como cualquier
otra, es decir, una comida abundante antes de dormir y una pesadilla que cae
por su propio peso. No recordaba exactamente el sueño, pero lo sentí cercano,
muy mío aunque no supiera de lo que se trataba: desperté a medianoche llorando
sin saber por qué. A la mañana siguiente recuperé algunas imágenes del sueño,
aunque demasiado vagas como para hallarles significado: me vi caminando en un
templo vacío, me vi sentado en una banca esperando algo que no llegaba y por lo
que me angustiaba. Le di muchas vueltas al asunto, esforzándome por recordar
más detalles; otras noches volví a la comida excesiva antes de dormir, pero la
pesadilla nunca volvió. No he mencionado todavía que soy escritor y que la
razón de mi búsqueda obsesiva era el presentimiento de que se me escapaba la
posibilidad de una gran historia; al fin decidí imaginar lo que no podía
recordar: de todas formas siempre he pensado que una historia totalmente
imaginada es más valiosa como creación que una basada solamente en hechos
vividos. Así escribí un relato titulado SEMEJANTE AL OLVIDO, un texto de casi veinte
páginas cuyo protagonista es un joven llamado Gabriel (más adelante daré
detalles acerca del argumento, por ahora me parece más importante referir la
génesis de mi relato). Las líneas iniciales vinieron a mi mente como una
revelación; después de leerlas pensé que la única manera como podía empezar el
texto era así: Después dirá que los sueños también son parte de la vida, que
con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que Así pasó con
nosotros. Sin embargo, no quedé totalmente satisfecho con el resto, había algo
ajeno en aquel texto escrito en tercera persona, algo que no me convencía. Supe
que no era así como lo quería decir, tendría que corregir el estilo, quizá
modificar la secuencia de los hechos, abreviando algunos y suprimiendo otros. Pero
pasaron los días y lo fui dejando de lado; otras preocupaciones distrajeron mi
atención, y aquel texto fue perdiendo importancia frente a otros nuevos que
escribí, a pesar de que yo sabía que tenía una buena historia en mis manos.
Nunca permito que mis borradores sean leídos antes de convertirse en textos
terminados; fiel a esta costumbre, oculté el relato entre mis papeles privados,
y decidí esperar que el tiempo me devolviera a él o que interpusiera
definitivamente el olvido entre nosotros.
2
Conocí a Nadia en la facultad de Letras de San
Marcos: era una muchacha pequeña y bonita, de ojos entornados —como si mirara a
través de la lluvia, escribí una vez acerca de ella— y rostro salpicado de
algunas pecas; su voz bajita era un murmullo que traía las palabras como desde
muy lejos (o desde otro tiempo; con ella nunca sé cómo decirlo) y su risa
sofocada tenía algo que contagiaba fácilmente su alegría. Estudiamos juntos los
dos primeros ciclos de la carrera de Literatura, y durante ese tiempo fuimos casi
inseparables, no porque hubiera algo más que amistad entre nosotros, sino más
bien porque teníamos gustos y preferencias similares en cuanto a cine y teatro,
y compartíamos la misma pasión por la música clásica, y si bien ella se
inclinaba más por el ballet y la fotografía mientras que yo me dedicaba casi
exclusivamente a la literatura, eran estas pequeñas diferencias las que
enriquecían nuestros diálogos, porque nos permitían escucharnos mutuamente.
Tenía una cámara profesional que llevaba a todas partes: cuando pienso en ella
la recuerdo pidiéndome que nos detengamos para fotografiar a un viejo mendigo
que muestra su sonrisa de dientes cariados (Ésta se va a llamar DESOLACIÓN, me
dijo aquella vez), o la veo registrando imágenes de árboles que languidecen en
concurridas avenidas y de piedras húmedas reluciendo en medio de calles
anegadas. Creo que soñaba con fotografiar la Tristeza; los años y sus
fracasadas tentativas han confirmado mi sospecha de que tan ambiciosa empresa
es imposible.
Siempre llegaba tarde a nuestras citas (lo que francamente me exasperaba) y aunque generalmente tenía una excusa válida para disculparse (alguna congestión vehicular o algo por el estilo) le preocupaba mucho lo que yo pudiera pensar de ella. En el tiempo que pasamos juntos descubrí que ella era diferente de mí en otros detalles: le gustaba leer, pero los textos muy extensos, de prosa densa o estilo barroco le producían cansancio; le aburrieron, por ejemplo, cuando nos tocó estudiarlas, obras clásicas como la DIVINA COMEDIA o EL QUIJOTE, y mostró muy poco interés en los cursos de Literatura Anglosajona y Literatura Francesa. Por eso no me extrañó que dejara la carrera apenas a la mitad del tercer ciclo, y que después postulara a La Católica, pero esta vez a Ingeniería. No me extrañó, pero sí me entristeció. Confieso que siempre sentí debilidad por ella: en todo ese tiempo que pasamos juntos aprendí a quererla silenciosamente, sin pedirle nada ni insinuarle lo que yo sentía. Con el transcurrir del tiempo me fui resignando a vivir cerca de ella aunque supiera que iba a ser ajena a mi vida, y fue quizá esto lo que hizo nacer entre nosotros ese vínculo que es tan parecido al amor, pero que a la vez es tan distante que resulta imposible confundirlo con él. Yo seguí frecuentándola: casi todas las semanas la esperaba al terminar sus clases, para salir a almorzar juntos o conversar; era, de algún modo, un esfuerzo para impedir que se extinguiera el sentimiento que hasta ese momento nos había unido. Precisamente una de esas tardes me presentó a Gabriel: yo estaba sentado frente a la biblioteca, donde siempre la esperaba, cuando la vi llegar acompañada de un joven que más bien parecía perseguirla. Ahora pienso que fueron los celos que sentí en ese instante los que precipitaron esa impresión; lo menciono porque al acercarse noté un trato todavía formal entre ellos. Él es Gabriel Mendoza, me dijo Nadia, y yo recordé que ya me había hablado antes de él, vagamente quizá, pero creo que ésta fue otra impresión mía: ella me contó que tenía un amigo que también escribía y yo no quise escuchar más, celoso de que hubiera un tipo que pudiera divulgar así su vocación, cuando a mí en cambio me costaba tanto que la mantenía en reserva (solo Nadia y una de mis hermanas habían leído textos míos). Alberto Cisneros, me presenté, extendiéndole la mano; en su saludo cansino creí percibir la voluntad de un títere. Tenía los ojos negros, como pozos infinitos, el rostro enjuto, la sonrisa como bosquejada por compromiso. Nadia me ha contado que escribes —continué (recuerdo que entoné la frase con compasión, como para minimizarlo)—; me gustaría leer alguno de tus textos, le dije hipócritamente. Nos despedimos, él agradeció mi interés en su trabajo, y yo no volví a acordarme de él sino hasta hace siete meses, cuando empezó mi pesadilla.
Me había olvidado de muchas cosas, incluso de varios relatos que hasta hoy están a medias, había pospuesto mis intereses personales y empezaba a acostumbrarme a la idea de pensar y de sentir como dos. Después de tantas tardes esperando por Nadia me animé a confesarle mi amor, y ella me aceptó: dijo que sí, que si alguna vez se imaginaba compartiendo su vida con alguien, era conmigo, y desde aquel día el mundo me pareció más pequeño, más sorprendente, más vivo. La esperaba casi todos los días después de clases, la escuchaba hablar de sus trabajos, de sus contratiempos, y algunas veces de sus amigos. En varias ocasiones mencionó a Gabriel (dice que está intentando escribir un cuento sobre, acaba de terminar uno acerca de, está corrigiendo el que te mencioné el otro día), pero ya no me importaba. Lo consideraba un objeto decorativo en la vida de Nadia. Después de todo estudiaban juntos; era natural que lo aludiera y, hasta cierto punto, era lógico. Pero una tarde vino a anunciarme que Gabriel había concursado y ganado el tercer lugar en los Juegos Florales de la Universidad Ricardo Palma, lo que sí me inquietó, y más aún cuando me leyó el artículo de la revista universitaria donde figuraba el nombre de su cuento premiado: SEMEJANTE AL OLVIDO (allí decía que el joven escritor había declarado escuetamente que se había inspirado en una experiencia personal). Le pedí a Nadia que consiguiera el texto de Gabriel; dos días después vino trayéndomelo (ella no sabía de mi cuento y yo no se lo había mencionado porque me faltaba corregirlo); leí rápidamente las líneas iniciales: Después dirás que los sueños también son parte de la vida, que con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que así pasó con nosotros..., leí cada línea, repasé cada hoja; durante media hora no atendí a Nadia, que me miraba asustada y me hacía preguntas, pero es que no existían las respuestas...
Era mi cuento.
Siempre llegaba tarde a nuestras citas (lo que francamente me exasperaba) y aunque generalmente tenía una excusa válida para disculparse (alguna congestión vehicular o algo por el estilo) le preocupaba mucho lo que yo pudiera pensar de ella. En el tiempo que pasamos juntos descubrí que ella era diferente de mí en otros detalles: le gustaba leer, pero los textos muy extensos, de prosa densa o estilo barroco le producían cansancio; le aburrieron, por ejemplo, cuando nos tocó estudiarlas, obras clásicas como la DIVINA COMEDIA o EL QUIJOTE, y mostró muy poco interés en los cursos de Literatura Anglosajona y Literatura Francesa. Por eso no me extrañó que dejara la carrera apenas a la mitad del tercer ciclo, y que después postulara a La Católica, pero esta vez a Ingeniería. No me extrañó, pero sí me entristeció. Confieso que siempre sentí debilidad por ella: en todo ese tiempo que pasamos juntos aprendí a quererla silenciosamente, sin pedirle nada ni insinuarle lo que yo sentía. Con el transcurrir del tiempo me fui resignando a vivir cerca de ella aunque supiera que iba a ser ajena a mi vida, y fue quizá esto lo que hizo nacer entre nosotros ese vínculo que es tan parecido al amor, pero que a la vez es tan distante que resulta imposible confundirlo con él. Yo seguí frecuentándola: casi todas las semanas la esperaba al terminar sus clases, para salir a almorzar juntos o conversar; era, de algún modo, un esfuerzo para impedir que se extinguiera el sentimiento que hasta ese momento nos había unido. Precisamente una de esas tardes me presentó a Gabriel: yo estaba sentado frente a la biblioteca, donde siempre la esperaba, cuando la vi llegar acompañada de un joven que más bien parecía perseguirla. Ahora pienso que fueron los celos que sentí en ese instante los que precipitaron esa impresión; lo menciono porque al acercarse noté un trato todavía formal entre ellos. Él es Gabriel Mendoza, me dijo Nadia, y yo recordé que ya me había hablado antes de él, vagamente quizá, pero creo que ésta fue otra impresión mía: ella me contó que tenía un amigo que también escribía y yo no quise escuchar más, celoso de que hubiera un tipo que pudiera divulgar así su vocación, cuando a mí en cambio me costaba tanto que la mantenía en reserva (solo Nadia y una de mis hermanas habían leído textos míos). Alberto Cisneros, me presenté, extendiéndole la mano; en su saludo cansino creí percibir la voluntad de un títere. Tenía los ojos negros, como pozos infinitos, el rostro enjuto, la sonrisa como bosquejada por compromiso. Nadia me ha contado que escribes —continué (recuerdo que entoné la frase con compasión, como para minimizarlo)—; me gustaría leer alguno de tus textos, le dije hipócritamente. Nos despedimos, él agradeció mi interés en su trabajo, y yo no volví a acordarme de él sino hasta hace siete meses, cuando empezó mi pesadilla.
Me había olvidado de muchas cosas, incluso de varios relatos que hasta hoy están a medias, había pospuesto mis intereses personales y empezaba a acostumbrarme a la idea de pensar y de sentir como dos. Después de tantas tardes esperando por Nadia me animé a confesarle mi amor, y ella me aceptó: dijo que sí, que si alguna vez se imaginaba compartiendo su vida con alguien, era conmigo, y desde aquel día el mundo me pareció más pequeño, más sorprendente, más vivo. La esperaba casi todos los días después de clases, la escuchaba hablar de sus trabajos, de sus contratiempos, y algunas veces de sus amigos. En varias ocasiones mencionó a Gabriel (dice que está intentando escribir un cuento sobre, acaba de terminar uno acerca de, está corrigiendo el que te mencioné el otro día), pero ya no me importaba. Lo consideraba un objeto decorativo en la vida de Nadia. Después de todo estudiaban juntos; era natural que lo aludiera y, hasta cierto punto, era lógico. Pero una tarde vino a anunciarme que Gabriel había concursado y ganado el tercer lugar en los Juegos Florales de la Universidad Ricardo Palma, lo que sí me inquietó, y más aún cuando me leyó el artículo de la revista universitaria donde figuraba el nombre de su cuento premiado: SEMEJANTE AL OLVIDO (allí decía que el joven escritor había declarado escuetamente que se había inspirado en una experiencia personal). Le pedí a Nadia que consiguiera el texto de Gabriel; dos días después vino trayéndomelo (ella no sabía de mi cuento y yo no se lo había mencionado porque me faltaba corregirlo); leí rápidamente las líneas iniciales: Después dirás que los sueños también son parte de la vida, que con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que así pasó con nosotros..., leí cada línea, repasé cada hoja; durante media hora no atendí a Nadia, que me miraba asustada y me hacía preguntas, pero es que no existían las respuestas...
Era mi cuento.
3
El relato es bastante simple en su argumento;
viéndolo ahora como si fuera ajeno a mí, hasta me parece demasiado tradicional.
Está escrito con lenguaje sencillo, casi coloquial, a la manera de un monólogo
interior, como un recuerdo desplegado únicamente unos minutos para conocimiento
del lector (aquí debo agregar que está escrito en primera persona, la recordaba
su sonrisa me quedó grabada susurré al despedirme), este efecto le confiere al
relato un aire de intimidad, de sincera confesión (y esta es una de sus
virtudes), pero a la vez lo lleva a exagerar en el uso de epítetos demasiado
gastados, como cielo azul, sus dulces labios, etc. (y de esto me doy cuenta
solo ahora que lo leo como si no fuera mío), o que no lo llevan a ninguna parte
(como cuando ocupa un párrafo en describir la sensación que le produce
contemplar las paredes barrocas de la Iglesia de La Merced, es decir: a quién
le importa). En los mejores párrafos se pueden advertir algunas cacofonías que
perturban las frases (me encuentro atónito ante ti, por ejemplo) o frases
rimadas (...quisiste desterrar mi soledad, curar mi nostalgia; quizá también regalarme
un poco de magia) y construcciones redundantes que se debieron corregir (apunto
la más obvia: no habían indicios que indicaran). Su narración (que es la mía)
naufraga en grandes espacios, pierde el rumbo, abunda en detalles sin
importancia. Pero sí, es mi relato, y ésta es una idea que no me puedo arrancar
de la cabeza, es lo que tenía en mente, está escrito como yo lo hubiera hecho:
con mi estilo, con lo que considero virtudes de mi prosa y también con sus
defectos, pero esto tiene mucho que ver con el argumento. El protagonista (yo
lo imaginé, pero él se refiere a sí mismo) entra un día a la Iglesia de La
Merced casi al mediodía y al detenerse a rezar frente a la Virgen de Guadalupe
descubre a una joven que llora en silencio. Por interés o por compasión
(ninguno de los dos lo especificamos) Gabriel se acerca a la muchacha, le
ofrece un pañuelo, hace algunos comentarios que le ayuden a sentirse mejor y le
pregunta su nombre. Katty, dice ella, pero después Gabriel se preguntará si le
habrá dicho la verdad, es muy fácil inventar un nombre y ser otra persona,
aunque sea por unos minutos. Es cerca del mediodía, están por cerrar el templo;
Gabriel le ofrece su compañía y ella acepta. Bueno, adónde, pregunta él y Katty
dice Por ahí. Salen despacio, ella parece no tener prisa por llegar a algún
lugar, así que dan vueltas por las calles del Centro de Lima (mientras tanto le
contará que lloraba por su madre, muerta un año atrás y a quien siempre
recuerda por su devoción a la Virgen de Guadalupe) hasta que Katty le pregunta
a Gabriel dónde vive y le pide llévame a conocer tu casa. Es aquí donde —por
ejemplo— se produce uno de esos extravíos de los que hablé antes, porque
relatamos el viaje en un ómnibus casi lleno (él toca la mano de la joven y ella
no se inmuta; de pronto la abraza, ella le sonríe) desde el punto de vista de
Gabriel: describimos sus sensaciones, sus ansiedades, y la recreación de ese
momento cálido y a la vez inesperado se nos escapa de las manos, las frases se
tornan poco convincentes, el ruido del ómnibus no consigue apagar el susurro de
tus palabras, tú también me escuchas, y todavía no entiendo por qué, la prosa
poética sucumbe ante la metáfora simple y el símil predecible, acaricio tu mano
pequeñita y siento tu piel de durazno. Llegan a casa de Gabriel, es un
departamento dentro de un edificio, hay un largo pasadizo de acceso y ellos
están tomados de la mano (aquí se produce un diálogo más íntimo entre los dos,
quizá debió producirse antes, pero conseguimos salvar la situación para lo que
vendrá). Gabriel abraza a la muchacha y la besa: ella aparta su rostro y lo
desafía con la mirada, pero sin zafarse; él la besa otra vez, y Katty se
abandona al momento. Estas líneas son —a mi parecer— las más sutiles del texto,
y contienen algunos momentos originalísimos (...para descubrir tus labios,
molinos húmedos y lentos, combatiendo furiosos dentro de mi boca), pero son
solo dos párrafos de no más de quince líneas cada uno y luego volvemos a los
diálogos entre ellos (muy poco trabajados) y a la excesiva descripción del
transcurrir del tiempo, de los besos y las caricias. Llega el momento de
despedirse, han dejado pasar dos horas en aquel pasadizo, solo queda fijar el
lugar, la fecha y la hora de su próximo encuentro (yo sabía que la espera sería
difícil, que odiaría cada uno de los minutos que me separaban de aquel día,
sabía que al cabo de tres días me sería difícil recordar su rostro y que
necesitaría volver a verla, pero también presentí que algo malo sucedería). El
relato concluye cuando Gabriel acude a la cita, pero ella jamás llega.
He leído una y otra vez el relato de Gabriel y lo he comparado con el mío: aunque mi texto está narrado en tercera persona y el suyo en primera, las palabras son las mismas (solo he encontrado algunas diferencias de sinonimia, como cuando yo digo palabras tiernas y él dice delicadas palabras, o como cuando sustituye con la larga e inútil espera mi frase la prolongada, la inútil espera), el argumento es el mismo, el desenlace es único e ineludible. Pero su texto es un testimonio; el mío lo he tomado de un sueño. Quizá por eso éste palidece ante aquél, aunque me repito constantemente que los relatos son idénticos. Me he preguntado una y otra vez si mi relato imaginado es más valioso que el texto de Gabriel, que es prácticamente la trascripción de una anécdota, y sobre todo me he sorprendido interrogándome Cómo es posible que él haya vivido lo que yo soñé. Porque hoy, varios meses después de aquella noche, he recordado claramente mi sueño, y sé que cuando creí imaginar lo que no recordaba estaba en realidad escribiendo desde el inconsciente, e intuyo que mientras yo escribía el relato (confieso que me estremece anotar esto) Gabriel lo vivía.
He leído una y otra vez el relato de Gabriel y lo he comparado con el mío: aunque mi texto está narrado en tercera persona y el suyo en primera, las palabras son las mismas (solo he encontrado algunas diferencias de sinonimia, como cuando yo digo palabras tiernas y él dice delicadas palabras, o como cuando sustituye con la larga e inútil espera mi frase la prolongada, la inútil espera), el argumento es el mismo, el desenlace es único e ineludible. Pero su texto es un testimonio; el mío lo he tomado de un sueño. Quizá por eso éste palidece ante aquél, aunque me repito constantemente que los relatos son idénticos. Me he preguntado una y otra vez si mi relato imaginado es más valioso que el texto de Gabriel, que es prácticamente la trascripción de una anécdota, y sobre todo me he sorprendido interrogándome Cómo es posible que él haya vivido lo que yo soñé. Porque hoy, varios meses después de aquella noche, he recordado claramente mi sueño, y sé que cuando creí imaginar lo que no recordaba estaba en realidad escribiendo desde el inconsciente, e intuyo que mientras yo escribía el relato (confieso que me estremece anotar esto) Gabriel lo vivía.
4
Decidí olvidarme del asunto; pensé que buscar una
explicación de lo que había ocurrido era una tarea simplemente vana, y que
además no había nada que hacer puesto que Gabriel ya había sido reconocido
oficialmente como el autor de SEMEJANTE AL OLVIDO, aunque supiera que el texto
era también (¿también?) mío. Decidí seguir experimentando mi felicidad
reciente: me propuse vivir momentos valiosos con Nadia, construir anécdotas
entrañables a su lado, y volver a mi olvidada vocación por la escritura. Había
dejado pasar varios meses (casi seis) desde el último texto; me propuse
escribir algo realmente bueno. Precisamente una de esas noches me quedé hasta
muy tarde en casa de unos amigos de la universidad, comiendo, bebiendo y
cantando; tuve que buscar un taxi que me llevara de regreso desde Surco hasta
mi casa, en Balconcillo. El chofer me llevó por calles que hasta ese momento me
habían sido desconocidas: recorrimos Malachowsky, Copérnico, Gozzoli y otras
con nombres de flores y de héroes anónimos que ahora no recuerdo, y fue quizá
el licor que había bebido lo que despertó dentro de mí la sensación de que
estaba siendo raptado o tal vez conducido a un rincón inhóspito. No dije nada,
naturalmente: el chofer me dejó en mi destino sin ningún problema y tuve que
descansar de la borrachera para que se me pasara aquella extraña impresión.
Pero esa misma noche tuve un sueño bastante extraño, y a partir de esta
experiencia escribí REGRESO A CASA, un relato corto donde el protagonista sube
a un taxi e inicia una animada conversación con el chofer, a tal punto que deja
de mirar a su alrededor: el vehículo circula por calles estrechas y
desconocidas, tal vez olvidadas por la mayoría de transeúntes, pero el
protagonista no se inmuta, nunca percibe nada raro; de pronto el taxi se
estaciona en un lugar oscuro, junto a unos árboles (hay un poste de luz, pero
el foco está quemado, la calle está sin pavimentar); es recién en ese momento
cuando el tipo pregunta Pero adónde me ha traído, y el taxista no responde: a
través de las lunas opacas del vehículo ven acercarse un par de sombras, quizá
una de ellas lleva una navaja o un cuchillo, y lo balancea al compás del sonido
que produce el claxon.
Pensé que la historia me había quedado redonda; había, sin embargo, un par de detalles que corregir, frases que se podían mejorar. Varias semanas anduve buscando un adjetivo para reemplazar a otro, consulté casi todas las secciones del diccionario para hallar vocablos que expresaran más precisamente lo que quería decir, y cuando estaba por realizar la última corrección llamé a Nadia.
—Justo estaba por llamarte —dijo apenas oyó mi saludo; parecía contenta—. Quiero que me acompañes a la universidad: me van a dar un premio.
Aquel trabajo suyo llamado DESOLACIÓN había ganado el premio de fotografía de los Juegos Florales. Ella me había propuesto participar en la categoría de Cuento, pero para esa oportunidad yo todavía no tenía ningún texto listo. Cuando llegué a su casa para acompañarla estaba todavía bastante emocionada y, sobre todo, nerviosa. Yo estaba feliz por ella, y verla así, tan sorprendida, tan frágil, me provocó un especial sentimiento de ternura: sus ojos vidriosos me buscaban una y otra vez, y yo sólo podía sonreírle sabiendo que eso quizá no era suficiente. Al llegar nos sentamos en la zona central del auditorio: yo estaba de tan buen humor que ni siquiera me importó cuando Gabriel se acercó y se sentó junto a nosotros; incluso me hizo gracia ver la enorme venda que llevaba pegada en la frente.
—¿ Y eso?
—Un mal momento, pero después de todo le pude sacar provecho —me contestó Gabriel, acariciando un cartapacio que llevaba en las manos. Parecía un niño con su juguete nuevo.
—¿Tú también ganaste? —pregunté sorprendido.
—¿No te dije? —interrumpió Nadia, que estaba sentada entre Gabriel y yo— Gabriel ganó el concurso de cuento.
Ella le quitó el cartapacio y me lo alcanzó; yo presentía lo que iba a encontrar, pero aún así lo abrí y leí:
REGRESO A CASA, por Gabriel Mendoza
La ceremonia empezó y a partir de ahí no supe nada más: recuerdo que Nadia sonreía y que yo fingía estar satisfecho, creo además haber estrechado la mano de Gabriel en algún momento, recuerdo los aplausos, las cámaras fotográficas y las preguntas, el lacónico discurso del joven que se tocaba la frente y admitía que hasta ese momento solo había trascrito experiencias personales, y recuerdo, sobre todo, el violento golpeteo dentro de mi pecho, el sudor de mis manos y mi cuello, la terrible sofocación que me producía no querer pensar o no entender o no poder borrar de mi mente el único pensamiento que iba y venía como un pesado péndulo: Esto no puede estar pasando, es una locura...
Pensé que la historia me había quedado redonda; había, sin embargo, un par de detalles que corregir, frases que se podían mejorar. Varias semanas anduve buscando un adjetivo para reemplazar a otro, consulté casi todas las secciones del diccionario para hallar vocablos que expresaran más precisamente lo que quería decir, y cuando estaba por realizar la última corrección llamé a Nadia.
—Justo estaba por llamarte —dijo apenas oyó mi saludo; parecía contenta—. Quiero que me acompañes a la universidad: me van a dar un premio.
Aquel trabajo suyo llamado DESOLACIÓN había ganado el premio de fotografía de los Juegos Florales. Ella me había propuesto participar en la categoría de Cuento, pero para esa oportunidad yo todavía no tenía ningún texto listo. Cuando llegué a su casa para acompañarla estaba todavía bastante emocionada y, sobre todo, nerviosa. Yo estaba feliz por ella, y verla así, tan sorprendida, tan frágil, me provocó un especial sentimiento de ternura: sus ojos vidriosos me buscaban una y otra vez, y yo sólo podía sonreírle sabiendo que eso quizá no era suficiente. Al llegar nos sentamos en la zona central del auditorio: yo estaba de tan buen humor que ni siquiera me importó cuando Gabriel se acercó y se sentó junto a nosotros; incluso me hizo gracia ver la enorme venda que llevaba pegada en la frente.
—¿ Y eso?
—Un mal momento, pero después de todo le pude sacar provecho —me contestó Gabriel, acariciando un cartapacio que llevaba en las manos. Parecía un niño con su juguete nuevo.
—¿Tú también ganaste? —pregunté sorprendido.
—¿No te dije? —interrumpió Nadia, que estaba sentada entre Gabriel y yo— Gabriel ganó el concurso de cuento.
Ella le quitó el cartapacio y me lo alcanzó; yo presentía lo que iba a encontrar, pero aún así lo abrí y leí:
REGRESO A CASA, por Gabriel Mendoza
La ceremonia empezó y a partir de ahí no supe nada más: recuerdo que Nadia sonreía y que yo fingía estar satisfecho, creo además haber estrechado la mano de Gabriel en algún momento, recuerdo los aplausos, las cámaras fotográficas y las preguntas, el lacónico discurso del joven que se tocaba la frente y admitía que hasta ese momento solo había trascrito experiencias personales, y recuerdo, sobre todo, el violento golpeteo dentro de mi pecho, el sudor de mis manos y mi cuello, la terrible sofocación que me producía no querer pensar o no entender o no poder borrar de mi mente el único pensamiento que iba y venía como un pesado péndulo: Esto no puede estar pasando, es una locura...
5
Solamente la certeza de que, a pesar de todo, yo
mantenía cierto control de la situación evitó que cometiera una locura más
grande. Quería gritar que Gabriel era un simple remedo, un triste y patético
eco de mis escritos, pero reflexioné que eso no serviría de nada, que
finalmente él había recibido ya los reconocimientos que desde hace tiempo yo
anhelaba para mí. Además yo jamás había hablado más de cinco minutos con él y
nos habíamos limitado simplemente a asuntos genéricos, temas dictados más bien
por la cortesía y las buenas costumbres antes que por alguna relación de
simpatía o amistad. Solo una vez contesté una llamada suya, en casa de Nadia, y
antes de comunicarlo con ella le pregunté si estaba escribiendo algo nuevo:
Nada por el momento, contestó, lo que escribo mayormente se basa en mis
experiencias, y últimamente no me ha ocurrido nada digno de ser escrito. Pensé
que era lógico: yo no había tocado la máquina de escribir desde que asistí a
aquella última premiación. No le conté a nadie del asunto, ni se lo mencioné a
Nadia: sabía que sería difícil explicárselo y que al final tampoco me creería,
o que pensaría que tan solo me estaba dejando llevar por algún tipo de celos.
Quizá saber que estaba solo en esto fue lo que me llevó a idear este plan, tan burdo y falto de forma al principio, pero ahora tan seguro de ejecutar que llegado el momento me dejará limpio y al margen de todo. Esta es otra de las cosas que agradezco a Nadia, porque fue ella la que me proporcionó (sin saberlo, por supuesto) la ocasión. Habíamos quedado en que ella vendría a mi casa hoy a las ocho, aprovechando que mis padres y mis hermanas han salido de Lima: éste sería por fin el momento de privacidad que tanta falta nos hace a los dos (con todo lo que ha pasado la he descuidado bastante, lo admito, pero confío en que esto pronto va a acabar). A las siete y media me llamó para decirme que no podría llegar a la hora acordada, que estaba en el terminal con un grupo de amigos de la universidad despidiendo a Gabriel. Viajaba a Chiclayo.
—Su familia presentó su cuento REGRESO A CASA a un concurso de allá —me contó—. Ganó el segundo premio.
Yo simulé fastidio por este contratiempo, y sentí celos; no de que Nadia estuviera despidiéndolo a él en lugar de venir conmigo (a fin de cuentas eran varios muchachos los que se encontraban acompañándolo, seguramente la habrían convencido), sino de que Gabriel hubiese vuelto a ganar con un relato que —solo yo lo sabía— era mío.
—Pero apenas acabemos con esto voy contigo, mi amor. No te preocupes.
—Bueno. Ya nos vemos...
* * *
He dejado caer mi cabeza sobre el escritorio, las manos vencidas sobre las teclas de la máquina de escribir. Cuánto diera por no tener conciencia, ni un vestigio de esa voz que más tarde —lo sé— me reprochará el crimen que estoy cometiendo. ¿Quién me otorgó la potestad de decidir la suerte de al menos un individuo, a mí, que no soy mejor que cualquiera? El que lo hizo, ¿me creyó capaz de manejar los hilos sin dejarme llevar por flaquezas atribuibles al ser humano más común? No hay respuesta para mis interrogantes, nadie señala un derrotero inequívoco para mis dudas. Una vez más me convenzo de que estoy solo en esto, y tengo miedo. Pasarán las horas, los llantos, la ansiedad de hallar culpables; pero todo pasará por sobre mí, por debajo mío, incluso a través de mí. Soy intocable, insospechado dueño del destino de los hombres; pero como dios soy improvisado y corrompible, presa fácil de mis emociones y conveniencias.
Me lo contarán como un relato triste, como una historia cuyo final fue violentamente truncado; yo tendré el rostro compungido, la mirada apesadumbrada, los gestos desganados. Me dirán uno por uno los detalles que ya conozco, me nombrarán el lugar, me señalarán la hora; quizá me indicarán algunos detalles del epílogo, minucias inútiles que ya no convenían a la historia, pero en fin. Yo acompañaré al personaje hasta sus últimos momentos, a su recorrido final, a la despedida sorpresiva que le obligué a realizar, y le dedicaré algunas palabras finales, alguna oración íntima y desconocida que improvisaré dentro de mí para mi tranquilidad, para mi salvación.
Pero eso será mucho más tarde. Ahora solo puedo continuar lo que ya empecé: El ómnibus le pareció frío, algo impersonal: quizá hubiese deseado que el tipo de al lado le conversara, le preguntara algo que él tuviera que contestar por cortesía.
El teléfono suena (son las dos de la mañana). Interrumpo un momento la escritura para contestar:
—Soy Nadia —dice la voz del teléfono—. Sé que es tarde. ¿Puedo ir a verte o estabas durmiendo?
—Claro que no, ven. ¿Ya se fue?
—Sí. Lo acompañamos hasta que el ómnibus partió. Le tocó sentarse junto a la ventanilla, como quería... Bueno, estoy contigo en una hora.
Tal vez su compañía me ayude a olvidar los remordimientos, tal vez sus caricias y sus besos puedan borrar las imágenes que pululan en mi cabeza como insectos, como inflamables mariposas de papel. Tal vez me ayude a no pensar, a borrar el recuerdo del último año: Gabriel enciende un cigarrillo, aspira con placer el humo del tabaco, lo arroja lentamente. No sabe qué sentido tiene su vida, y por primera vez no le importa. Yo escribo por primera vez sin conocer la ruta del relato: solo sé que el caballo desbocado ahora trota bajo mi control, que Gabriel viaja en un ómnibus a Chiclayo, y que después de algunos párrafos que iré inventando a medida que voy escribiendo (palabras que son mero relleno, que son un pretexto para llegar a donde quiero llegar) lo haré desbarrancar en las traicioneras curvas de Pasamayo.
Quizá saber que estaba solo en esto fue lo que me llevó a idear este plan, tan burdo y falto de forma al principio, pero ahora tan seguro de ejecutar que llegado el momento me dejará limpio y al margen de todo. Esta es otra de las cosas que agradezco a Nadia, porque fue ella la que me proporcionó (sin saberlo, por supuesto) la ocasión. Habíamos quedado en que ella vendría a mi casa hoy a las ocho, aprovechando que mis padres y mis hermanas han salido de Lima: éste sería por fin el momento de privacidad que tanta falta nos hace a los dos (con todo lo que ha pasado la he descuidado bastante, lo admito, pero confío en que esto pronto va a acabar). A las siete y media me llamó para decirme que no podría llegar a la hora acordada, que estaba en el terminal con un grupo de amigos de la universidad despidiendo a Gabriel. Viajaba a Chiclayo.
—Su familia presentó su cuento REGRESO A CASA a un concurso de allá —me contó—. Ganó el segundo premio.
Yo simulé fastidio por este contratiempo, y sentí celos; no de que Nadia estuviera despidiéndolo a él en lugar de venir conmigo (a fin de cuentas eran varios muchachos los que se encontraban acompañándolo, seguramente la habrían convencido), sino de que Gabriel hubiese vuelto a ganar con un relato que —solo yo lo sabía— era mío.
—Pero apenas acabemos con esto voy contigo, mi amor. No te preocupes.
—Bueno. Ya nos vemos...
* * *
He dejado caer mi cabeza sobre el escritorio, las manos vencidas sobre las teclas de la máquina de escribir. Cuánto diera por no tener conciencia, ni un vestigio de esa voz que más tarde —lo sé— me reprochará el crimen que estoy cometiendo. ¿Quién me otorgó la potestad de decidir la suerte de al menos un individuo, a mí, que no soy mejor que cualquiera? El que lo hizo, ¿me creyó capaz de manejar los hilos sin dejarme llevar por flaquezas atribuibles al ser humano más común? No hay respuesta para mis interrogantes, nadie señala un derrotero inequívoco para mis dudas. Una vez más me convenzo de que estoy solo en esto, y tengo miedo. Pasarán las horas, los llantos, la ansiedad de hallar culpables; pero todo pasará por sobre mí, por debajo mío, incluso a través de mí. Soy intocable, insospechado dueño del destino de los hombres; pero como dios soy improvisado y corrompible, presa fácil de mis emociones y conveniencias.
Me lo contarán como un relato triste, como una historia cuyo final fue violentamente truncado; yo tendré el rostro compungido, la mirada apesadumbrada, los gestos desganados. Me dirán uno por uno los detalles que ya conozco, me nombrarán el lugar, me señalarán la hora; quizá me indicarán algunos detalles del epílogo, minucias inútiles que ya no convenían a la historia, pero en fin. Yo acompañaré al personaje hasta sus últimos momentos, a su recorrido final, a la despedida sorpresiva que le obligué a realizar, y le dedicaré algunas palabras finales, alguna oración íntima y desconocida que improvisaré dentro de mí para mi tranquilidad, para mi salvación.
Pero eso será mucho más tarde. Ahora solo puedo continuar lo que ya empecé: El ómnibus le pareció frío, algo impersonal: quizá hubiese deseado que el tipo de al lado le conversara, le preguntara algo que él tuviera que contestar por cortesía.
El teléfono suena (son las dos de la mañana). Interrumpo un momento la escritura para contestar:
—Soy Nadia —dice la voz del teléfono—. Sé que es tarde. ¿Puedo ir a verte o estabas durmiendo?
—Claro que no, ven. ¿Ya se fue?
—Sí. Lo acompañamos hasta que el ómnibus partió. Le tocó sentarse junto a la ventanilla, como quería... Bueno, estoy contigo en una hora.
Tal vez su compañía me ayude a olvidar los remordimientos, tal vez sus caricias y sus besos puedan borrar las imágenes que pululan en mi cabeza como insectos, como inflamables mariposas de papel. Tal vez me ayude a no pensar, a borrar el recuerdo del último año: Gabriel enciende un cigarrillo, aspira con placer el humo del tabaco, lo arroja lentamente. No sabe qué sentido tiene su vida, y por primera vez no le importa. Yo escribo por primera vez sin conocer la ruta del relato: solo sé que el caballo desbocado ahora trota bajo mi control, que Gabriel viaja en un ómnibus a Chiclayo, y que después de algunos párrafos que iré inventando a medida que voy escribiendo (palabras que son mero relleno, que son un pretexto para llegar a donde quiero llegar) lo haré desbarrancar en las traicioneras curvas de Pasamayo.