martes, 22 de julio de 2014

JULIO SOLÓRZANO MURGA, POETA

 
 
ENIGMA
En esta misteriosa mañana
con el sol en mi ventana,
impaciente te espero
porque hoy me dirás,
cuál es el misterio de tu alma,
cuál es el secreto que tu cuerpo abriga,
qué hay en tus silencios que me intrigan,
por qué ese garbo cuando caminas,
cuál es el verbo que encierran tus entrañas.

Mas, si no hallo en ti respuesta
inútil será que tus labios callen…
preguntaré al viento que tu piel acaricia,
a la flor que se nota en tu sonrisa,
al mar que te regala sus brisas
al verbo que te dio la vida.

Preguntaré a la noche, al día,
al perfume que tu cuerpo emana,
al jardín que te llena de vida,
al néctar que te tiene divina,
al sol que te ilumina,
a las estrellas tus eternas amigas.

Pero hoy descubriré
por qué un reproche tuyo
es para mi corazón una espina,
que  cada latido que da
sangra y sangra mi herida.

Y al fin entenderé
por qué la muerte es vida,
por qué el  hombre muere
cuando ella lo olvida.

ÁUREO SOTELO y su poema "Pescador"


PESCADOR

Pescador,
quiero con mi canto loarte
cantar tu arrojo, sapiencia y fe,
a ti, que desafiando el mar inmenso
puedes su tesoro arrebatar.

Barquito pesquero
con tu canto y sirena
siempre alegre vas,
jugando al vaivén de las olas
enamorado del mar.

lunes, 21 de julio de 2014

MIGUEL ÁNGEL GUZMÁN DÁVILA: HOMENAJE AL POETA

CÁMARA  POPULAR DE  LIBREROS “AMAZONAS”
36 AÑOS AL SERVICIO DE LA CULTURA Y EL ARTE
Programa
“Jueves de poesía y narrativa”
31 de julio  – 2014    5.00 pm
Sala de lectura “Mario Vargas Llosa” Jr. Amazonas 401- Lima
Homenaje Al poeta
MIGUEL ÁNGEL GUZMÁN DÁVILA 

 

INVITACIÓN

LA CÁMARA POPULAR DE LIBREROS DE AMAZONAS  INVITA A USTED A PARTICIPAR CON LA LECTURA DE SUS POEMAS  O HABLAR SOBRE  MIGUEL ÁNGEL GUZMÁN. EL HOMENAJE AL POETA.

JORGE SALDAÑA DEL ÁGUILA

JORGE SALDAÑA DEL ÁGUILA
Maynas, Loreto, 1982
Poeta y escritor

SEÑORA TIERRA

Con pesar tú nos contemplas.
Padre desde lo alto,
tanto desequilibrio e incompatibilidad
a tus ojos hacen daño.

La perfección en nosotros
por ti quedó reflejada,
mas nosotros, no supimos
valorar tu inmensa gracia.

Tu corazón angustiado
por nosotros sufre y llora
de tanta perversidad
y demencia que rebosa.

En el lugar de la paz
la guerra se ha enseñoreado
amenazando a unas gentes
que sufren avergonzadas.

La madre tierra agoniza
de tanta agresiones  y maltratos
furiosa vomita lava
de volcanes siniestrados.

¡Madre tierra que hacemos!
que hacemos con tus regalos,
anegada quedó toda
por diluvios castigados.

Padre perdona las faltas
que a tu creación instauramos.
Una obra tan perfecta
que no valoramos por lo ciego que estamos.

Padre perdona, por no ver tu hermosura

reflejada en cada acto.

CORAZÓN, de Edmundo de Amicis, "Litigio", texto.

Lunes 20 de marzo.

     No fue por envidia, porque Coreta haya alcanzado el premio y yo no, que haya tenido un altercado con él. ¡Pero hice mal!
     Mientras escribía yo en el cuaderno de caligrafía, me empujó con el codo, haciéndome echar un borrón y manchar también el cuento mensual, Sangre romañola, que tenía que copiar para el “albañilito”, que está enfermo. Yo le solté una palabrota. Él me contestó, sonriendo:
     -No lo he hecho a propósito.
     Pensé: “¡Oh! ¡El premio lo ha ensoberbecido!”, y  para vengarme, le di tal empujón que la estropeé la plana. Se enfureció.
     -Tú sí que lo has hecho de intento –me dijo, levantando la mano.
     El maestro lo vio y la retiró. Coreta añadió por lo bajo:
     -¡Te espero afuera!
     Yo me quedé en mala situación; la rabia se desvaneció y sentí arrepentimiento: Coreta no podía haberlo hecho a propósito. “Es bueno”, pensé. Se me ocurría el consejo que mi padre me hubiera dado: “¿Has hecho mal? Pues, pídele perdón”.  Pero no me atrevía hacerlo, porque me avergonzaba el tener que humillarme. Me decía a mí mismo: “¡Valor!”, pero la palabra “Perdóname” no salía de la garganta.
     Él, alguna que otra vez, me miraba de reojo, pero más bien me parecía apesadumbrado que rabioso. En tales  ocasiones yo también le miraba hosco, para darle a entender que no le tenía miedo. Él me repitió:
     -¡Ya nos veremos afuera!
     -¡Sí que nos veremos afuera! –le respondí.
     Yo estaba destrozado, triste, no oía  lo que decía el maestro. Al fin llegó la hora de salida. Cuando me encontré solo en la calle, observé que él  me seguía. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. Se acercó él y yo levanté la regla.
     .No, Enrique –me dijo bondadosamente-; sigamos de buenos amigos.
     Me quedé aturdido por un momento, y luego me arrojé sus brazos.
     Cuando llegué a casa y se lo conté a mi padre, me replicó:

     -Tú debías haber sido el primero en tender la mano, puesto que habías cometido la falta. ¡No debiste levantar la regla sobre un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un soldado! –y tomó la regla, destrozándola.

viernes, 18 de julio de 2014

VIRGINIA WOOLF y y su cuento "La casa encantada"

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.

«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»

PATRICIA HIGHSMITH y su cuento "La señorita perfecta"

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.
-Gracias, lo he pasado maravillosamente -decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.
Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.
-No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos -les dijo a sus padres.
-Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros -dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.
El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?
-Las niñas nacen mujeres -dijo Margot, la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
-Pero eso no es tener carácter -dijo Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.
Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.
Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.
-Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza -dijo Margot-. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.
Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. Pero Ted no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.
-¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente.
Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:
-¡Eres un mierda, igual que Thea!
No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado.
-Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? -le preguntó a su mujer.
-Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-. Supongo que Craig está enamorado de ella.
Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.
A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.
Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.
Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de papas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.
Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.
Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.
-Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.
Así que para Thea la edad de las pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.

Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.