Un nuevo personaje había aparecido en
la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por
entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los
acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse
junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba
una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los
jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre
la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos
la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o
amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años,
pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado
joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía
tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras,
grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un
lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en
secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba
avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle
infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente
por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba
este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía
estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas
como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza
inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con
ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se
sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus
anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su
carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las
mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que
alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la
cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente
decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-,
la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una
ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado
problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo
encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía
ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los
jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al
lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron
que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera
vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios
como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que
tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran
pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro
se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de
conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de
una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo
nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y
cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó;
Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en
seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó
Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace
mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas
palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin
embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que
esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar
triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!»
¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos
siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon
juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos
personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que
van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan
rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la
luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía
después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde
tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado
como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos
casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en
San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que
todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que
también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido
tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y
esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana
Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó
en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí,
necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de
sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando
lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su
desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un
extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola,
examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a
ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones...
Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo
hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
II
Una semana había pasado desde que
hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno,
mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el
sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el
pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué
hacer.
Por la tarde, cuando el viento se
calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando
por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de
flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las
señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de
uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el
mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho
tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes
al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al
volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas
desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento
con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse;
estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se
había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí
quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin
mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo
él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente,
rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la
frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente,
temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y
ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y
perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov
miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en
este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo
algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía
darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con
frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar
que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más,
hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de
rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía
darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad
ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma
hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su
ropa eran para él escalas.
Pero en el caso actual sólo había la
timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto
daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado
de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»-
en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido
su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció,
y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación
se asemejaba a un grabado antiguo: La
mujer pecadora.
-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el
primero en despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov
cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora
ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora;
había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la
vida.
La luz de la bujía iluminando su
rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a
despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos
se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser
perdonada.
-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer;
me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí
a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy
engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué
es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía
veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de
curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a
mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me
abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en
que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a
mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado
para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar,
despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al
escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que
hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas
hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo
dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de
él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico.
Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy
haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera
decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó,
hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo
a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había
un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto
mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de
ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una
linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron;
fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su
apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es
alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era,
pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en
un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era
visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo
alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las
cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de
las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo
modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá
con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta
completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se
oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento
incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado
al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora,
acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las
nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se
refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando
olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un
guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso
y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas
luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba
-dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se
volvieron a la ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos
los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se
quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas
preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no
la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando
se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada,
aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto,
el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada,
perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana
Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió
impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y
ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la
respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría
de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se
iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran
siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como
algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir
pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y
suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó,
pues, a marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya
-le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó
en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana
Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra
vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se
reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré
siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de
mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca
debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces
desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido,
como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce
delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren
desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos
del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este
episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo
quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que
nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con
afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera
sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le
doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás,
sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en
realidad, sin intención la había engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya
sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte
-pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!
III
En su casa de Moscú lo encontró todo
en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era
oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la
niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando
cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra
blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la
memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha,
tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los
cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a
él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al
pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las
campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara.
Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y
declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible
de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas;
se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas,
de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta
comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la
imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y
visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras.
Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello
tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes.
Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad
de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido
del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la
chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la
mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los
besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y
sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el
pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños,
lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los
ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más
encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela
aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo
miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde
cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la
calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a
alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su
amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni
a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es
que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente
de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar
vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el
entrecejo y decía:
-No te va el papel de conquistador,
Dimitri.
Una tarde, al volver del club de
doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se
pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora
que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se
iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión
era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes
llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué
modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de
interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar
siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de
muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué
queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de
salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan
lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y
a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se
levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del
banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se
preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto
de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad
de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista
con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el
mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un
tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que
tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente:
Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de
Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía
caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba
«Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle
de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla
gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver
este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la
casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y
probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto
entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos
del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una
ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión.
Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a
ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana
Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una
mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa.
Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el
corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la
empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna
lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual,
al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que
mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se
volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber
qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.
-¡Qué estúpido! -exclamó al
despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y
ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba
cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de
sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la
dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella
mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha
iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó
al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera
representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos
los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que
flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la
primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la
gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija,
adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto
modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta
empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar
sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó
en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla;
comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna
criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna
clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes,
llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que
ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres
violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y
encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a
cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin
duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella
lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una
insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se
salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se
acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con
él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada
casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando
para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie,
asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a
sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a
sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran
mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él,
y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando
y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares,
civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de
piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov,
cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta
gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando,
después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado
y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y
sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella
sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has
asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame...
-repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de
amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones
más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió
diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no
vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por
qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales
fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia
sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás
haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete;
vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que
viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió
diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich?
Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca,
nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero
ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las
escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que
realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de
oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del
teatro.
IV
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a
Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a
consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía
y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí
enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie
en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía
hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su
hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin
embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la
tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta
completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en
invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a
«ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos
vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de
franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus
amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de
circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él
de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón
estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso,
el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo,
su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza
inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo
eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí
mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su
verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda
siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene
siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el
colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles,
subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje
gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche
anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó
en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se
veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí?
-preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo
hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió
de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y
esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y
pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la
ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la
vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo,
como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor
tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada
vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se
acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna
palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en
el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le
pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años.
Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida
y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida
todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse
como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las
mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre
que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda
la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin
embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas,
vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que
quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza
empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como
algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían
nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él
una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes.
Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado,
olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión
moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna
clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión,
necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has
llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la
necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y
verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov
con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos
momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para
ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que
recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que
empezar.