miércoles, 29 de julio de 2015

FERNANDO EDGAR SALINAS VELARDE y su cuento "La sed"

LA SED
Cuento
Fernando  Salinas velarde

El viejo, que se veía enorme desde el llano, tenía las manos aferradas al machete como un halcón sujetando el cuerpo de una vizcacha, y miraba a los comuneros con ojos que desafiaban a quienes se atrevieran a acercarse al pozo, del mismo modo que desafiaban al paso del tiempo. –Soy de los Pakiyaurí, de aquellos que habitaron aquí antes que las lagunas se secaran, y he regresado a esta tierra, donde mi familia gobernó a las colinas y a los pumas, para reclamar mis pastos, porque así lo ha dispuesto taita Dios, que bien sabe que todo esto fue de mis abuelos, que se lo dejaron a mis padres y ahora es mi herencia. ¡A cualquiera que suba, lo espero aquí para decirle que no regresará por donde vino! ¡Porque este pozo, como todo lo que hay aquí, me pertenece! ¡Es mi pozo! ¡Es mi agua! Los comuneros, poseídos por un terror indescriptible, lo observaban apretados unos contra otros, como hormigas indefensas. Las mujeres pedían a sus maridos que rescaten el agua que no veían desde hacía dos días, pues cuando se les acabara el líquido que habían guardado en sus ollas, tinas y vasijas, y si el canto de las mujeres no les traían las nubes, tendrían que dejar sus recuerdos e irse nomás a las faldas de un nevado o morirse allí mismo. Pero nadie se atrevía a subir, al ver al viejo erguido allí, con su sombrero tachonado de hebillas que en esa noche parecían de plata, con un brazo en alto blandiendo el machete: hasta los ninakurus, las luciérnagas que refulgían como joyas en medio de tamaña oscuridad, revoloteaban de lejos, sin querer acercarse a él. –¿No irás tú, Apolinario? Tú, que tienes el hacha, ¿no podrás cortarle las entrañas? –¡Ve tú, Santicha, más joven eres y más rápido! –¿Es que no hay nadie aquí que quiera echar del pozo a este jijuna? ¿Nadie que no conozca el miedo? Entonces, Basilio, que casi nunca hablaba porque no había nacido en esa aldea, y eso le hacía sentirse menos, tomó la palabra. –Yo escuché de alguien. Un extranjero de pellejo rosado que a nada le temía. Intrigados, los comuneros miraron con pupilas dilatadas a Basilio, que seguía chacchando para soportar la sed. Entonces lo acribillaron con preguntas. –¿Un extranjero? ¿Dónde? –¿Lejos? ¿En Palca, en Mayocc? Basilio escupió la coca y observó a los niños de rostro palidecido, que lloraban débilmente, antes de responder. –¡No! ¡Más lejos! ¡Más allá del Rasuwillka! Gentes que conocí dicen que lo vieron en Chuschi, hablando de cosas que los más sabios nomás conocían, como si las hubiera vivido él mismo. Lo cobijaron como si fuera de los suyos, y estuvo bailando y corriendo a caballo en las fiestas de octubre. ¡Si hasta novillo le dejaron, porque iba diciendo que el miedo no existía para él! Me dijeron que se iba a quedar por mucho tiempo, haciendo labor. Todos acordaron en traerlo y a Basilio se le encomendó esa tarea. Por dos días enteros no hubo noticias, dos días en los que se terminaron las raciones de agua, pues el canto de las mujeres no trajo las esperadas nubes; pero en la tercera noche las siluetas de Basilio y el extranjero aparecieron en la llanura, congregando a todas esas bocas ansiosas, secas como la tierra árida. Algunos ya se estaban preguntando cuál podría ser el sabor de la sangre. El extranjero tenía la piel como Basilio había descrito. Vestía de cuero grueso, con un poncho de lana encima que lo hacía menos delgado, sus cabellos estaban descubiertos, sus botas eran finas pero untadas con barro. Se acercó al anciano como si lo conociera, sin sentir el terror que inspiraban su inmenso porte y las arrugas de su rostro amenazante. –Yo sé por qué estás aquí. Sé que esto perteneció a tus abuelos, a tus padres, pero ya no queda nadie para reclamar la herencia de los Pakiyauri. Tú ya no puedes hacer eso. –¿Dices que no puedo reclamar lo que es mío?— vociferó el viejo, indignado, con el arma en la mano derecha. –Te mostraré por qué tu tiempo de reclamar lo tuyo ha pasado ya. El extranjero, ignorando el frío, se quitó el poncho de lana y el cuero abrigador que llevaba y extendió los brazos; el viejo, de inmediato, blandió el mango formando puño con rabia, haciendo temblar el acero, mientras abajo los sedientos miraban la escena, estáticos, aguzando la vista porque hasta la luz parecía haberse corrido en una noche tan negra que parecían estar todos aprisionados en una gruta. El primer machetazo sonó en el aire como un revoloteo de águila. Las mujeres más jóvenes, en medio de gritos, se taparon los ojos, escondiendo sus rostros con las llikllas. El segundo machetazo sonó más fuerte aún, más fuerte que los truenos que resonaban en las montañas; el tercero, más fuerte que cualquier otra cosa oída jamás en la naturaleza. Pero cuando el anciano esperaba la caída de su víctima, el extranjero, que había agachado la cabeza, levantó el rostro para mirarlo con sonrisa de triunfo. Abajo, los asombrados aldeanos que lo creían muerto, vieron cómo giraba hacia ellos, mostrando no tener herida alguna, en señal de victoria. Luego, el hombre de pellejo rosado se dirigió al atacante. –Anciano, has visto cómo el poder de tu machete no ha alcanzado para quitarme la vida. Tú sabes bien por qué ha sido así. Ahora, deja la aldea en paz: tus tierras son ahora de esta gente. El viejo, derrotado, se hizo a un lado, señal para que la gente se hiciera de nuevo con el pozo. Y mientras el extranjero se iba de regreso a Chuschi, solo y a pie, sin temerle al largo camino, todos los hombres y mujeres corrieron a llenar sus vasijas con el agua ansiada, al tiempo que los niños, viendo al viejo sentado en un tronco de eucalipto, lo rodeaban y jugaban a atravesar, de un lado a otro, tranquilamente, el cuerpo del fantasma.

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